La historia quedó cerniéndose en el aire, insidiosa, como una neblina obstinada, una sombra agorera que no desaparece.
– ¿Eso ocurrió aquí?-preguntó Tomás.
– Sí -repuso Maria-. Fue hace unos años. El caso conmovió a todo el personal de la residencia. Pero lo importante es que nos mostró el efecto que puede tener la muerte de un miembro de la pareja sobre el otro cuando los dos están muy unidos y viven juntos hace bastante tiempo. -Volvió a mirar a doña Graça-. Fue probablemente lo que ocurrió con su madre. La muerte de su marido debe de haber sido un golpe muy grande y desencadenó un proceso degenerativo prematuro.
Tomás se quedó sin saber qué decir. En cierto modo, había reconocido en aquella historia la relación existente entre los padres y los acontecimientos del último año; hacía mucho que había relacionado la muerte de su padre con la rápida degradación del estado de su madre, y el episodio que había contado la directora le confirmaba lo que ya él había presentido.
Acuciado por los remordimientos, pidió permiso y volvió junto a su madre. Le murmuró palabras de consuelo, sin saber cuál de los dos tenía más necesidad de que lo reconfortaran, si la madre que no podía ir a casa, si el hijo que la forzaba a quedarse en la residencia. Se sentía un miserable, un crápula, un cobarde. Le besó el rostro mojado y, rehaciendo el poco valor que le quedaba, dio media vuelta y salió de la habitación, preparándose para irse. Cuando iba a abrir la puerta del ascensor, ya en el pasillo, oyó la voz de su madre tras él.
– ¿Tomás?
– ¿Sí, madre?
– Llévame a casa.
El hijo respiró hondo.
– Madre, no vamos a empezar de nuevo, ¿no?
Doña Graça miró hacia el fondo del pasillo.
– Entonces me voy a tirar por las escaleras.
Capítulo 11
Las primeras veinticuatro horas después de haber dejado a su madre en la residencia fueron las más difíciles para Tomás. Cuando regresó del paseo fatídico y volvió a entrar en el piso de sus padres, lo sintió extrañamente vacío, como si se hubiera vaciado de sentido. Era verdad que en los últimos meses el declive acelerado de su madre había llenado aquel lugar de silencio, un sosiego en cierto modo inquietante, sobre todo debido a las muchas horas que pasaba durmiendo; sólo el hecho de saberla en casa, sin embargo, se le antojaba algo reconfortante, le parecía que una centella de luz aún brillaba allí, tenue, es cierto, pero viva. Ahora, no obstante, todo era diferente. El piso estaba efectivamente vacío, despojado de vida, no era más que un cuerpo hueco abandonado al olvido.
El silencio pesado había forzado a Tomás a la introspección, y había agravado su sentimiento de culpa. No era sólo el problema de haber alojado a su madre en la residencia, contra su voluntad, lo que lo atormentaba; era también la cuestión de haberla llevado engañada, de haberla convencido de que sólo iban a dar un paseo. Se acordaba de que, siendo niño, su madre le anunció cierta vez que iban al hospital a dar una vueltecita y de que esa vueltecita acabó con los enfermeros clavándole agujas en las nalgas. Siempre había conservado de ese episodio un recuerdo amargo; era en definitiva el recuerdo de una traición de su madre. Temía ahora por la inversión de los papeles, tenía miedo a lo que ella pensaría de ahora en adelante sobre lo que acababa de hacerle. Analizando la cuestión a fondo, por primera vez Tomás le había negado a su madre su estatuto de adulta, de ser la mayor, y ¿qué era eso sino una forma de violencia? Pero, por otro lado, y por más que se mortificase, no vislumbraba una alternativa mejor. ¿Qué otra cosa debería haber hecho? ¿Dejar a su madre en aquel estado sola en casa? ¿No sería eso una forma de abandono? ¿Y si le ocurría algo? ¿Podría él perdonarse alguna vez?
Para huir de la angustia que lo sofocaba, se refugió en el trabajo. Cuando volvió de la residencia, y después de una deprimente cena solitaria en la despensa del piso, se encerró en el despacho de su padre. Decidió distraer la mente e intentar descifrar el enigmático e-mail que Cummings le había enviado a Filipe, el extraño mensaje que había interceptado la Interpol. Consultó sus anotaciones y localizó la copia de ese mensaje.
Filipe:
When He broke the seventh sea!,
there was silence in heaven.
See you.
Jim
Así, a primera vista, le parecía un código. Sí, consideró, balanceando afirmativamente la cabeza, era un código. Si fuese una cifra, el texto tendría un aspecto diferente. El problema era que, siendo un código, resultaba claro que tenía por delante un verdadero rompecabezas, dado que su sentido preciso sólo lo conocían, probablemente, las dos personas que intercambiaron el mensaje. Entre ellas, por cierto, se había acordado previamente el significado del enigma, y sólo ellas lo podrían explicar.
Un detalle, sin embargo, llamó la atención de Tomás. Leyó de nuevo la frase: « When He broke the seventh seal, there was silence in heaven». Abrió mucho los ojos. No había dudas, aquél era un detalle revelador. He: El. El mensaje decía He, con «H» mayúscula; era lo mismo que decir «Él» con «E» mayúscula. Era un indicio, una pista, una señal que apuntaba en una dirección inconfundible. En la experiencia de Tomás, «Él» sólo podía referirse a una entidad: Dios. Se trataba, con toda certidumbre, de una cita religiosa.
Súbitamente animado y excitado, se levantó y fue a buscar la Biblia al estante. Pero, cuando se sentó de nuevo frente al escritorio, vencido el fulgor que había suscitado el entusiasmo del descubrimiento de una pista segura, miró el libro y casi se desanimó al comprobar su voluminoso tamaño. El hecho de que la Biblia fuese enorme nunca le había llamado tanto la atención como en aquel instante, sobre todo porque, al hojearla, comprobó que se encontraba impresa en papel muy fino y en letra microscópica: parecía un contrato de una compañía de seguros. Era mucho texto.
Venció el primer impulso de desistir y comenzó a leer desde el inicio: «Al principio creó Dios los Cielos y la Tierra. La Tierra estaba confusa y vacía, y las tinieblas cubrían la luz del abismo, pero el espíritu de Dios estaba incubando sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: "¡Haya luz!"; y hubo luz». Todo esto ya lo había leído en el pasado, varias veces y en diversas circunstancias. Pero nunca había leído la Biblia de cabo a rabo, Antiguo y Nuevo Testamento de un tirón, y suponía que aquella circunstancia era tan buena como cualquier otra para hacerlo. Lo cierto es que había una cita que localizar y sólo podría llegar a ella si leyese lo que tenía que leer.
Y eso fue lo que hizo: leer.
Le llevó seis días recorrer la Biblia de la primera a la última palabra, comenzando «En el principio» y acabando con el «Amén» final. La leyó sin pausas, a no ser las naturales, y cuando cerró el volumen no sabía qué pensar. Se sentía desconcertado con lo que había descubierto, asustado hasta con las implicaciones del sombrío misterio que acababa de desvelar parcialmente.
Intentó relajarse y encendió el ordenador. Fue derecho al correo electrónico y, entre la mucha basura que recibía habitualmente, detectó un mensaje enviado por el séptimo sello. ¿El séptimo sello? El e-mail tenía cuarenta y ocho horas. Febril con la expectativa, Tomás hizo clic de inmediato en aquella línea y abrió el mensaje. Era corto, informativo y, teniendo en cuenta el nombre que lo firmaba, explosivo.