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– ¿Cuál de ellas?

– La frase que incluye el mensaje que ustedes interceptaron en Internet.

– ¿Qué mensaje? ¿El del inglés?

– Sí. -Tomás apoyó el índice en la línea y leyó-: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el Cielo…».

La frase resonó en la mente de Orlov. En efecto, ése había sido el mensaje que James Cummings le había enviado a Filipe Madureira.

– Muy bien -asintió-. En la Biblia viene escrita esa frase. Cristo rompió el séptimo sello del Libro de los Siete Sellos. ¿Y después? ¿Qué ocurrió después?

El historiador cerró la Biblia colocada sobre su escritorio y respiró hondo.

– Juan vio truenos, relámpagos y terremotos por todas partes. En la tierra y en el mar se lanzan fuego, granizo y sangre, y un tercio del planeta se vuelve inhabitable. Cae una estrella del cielo y el Sol queda oscurecido por la humareda. En una extinción en masa, parte de la humanidad y de la vida desaparecen. -Hizo una pausa-. En resumen, comienza el Apocalipsis.

Orlov ponderó durante un instante la descripción.

– ¿Cuándo ocurre eso?

– Ocurre cuando aparece en la Biblia la cita usada en el mensaje que ustedes interceptaron. -Recitó de memoria-: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el Cielo…».

El ruso hizo un chasquido con la lengua.

– Caramba -exclamó-. Su instinto apuntaba bien.

– Pues sí -dijo Tomás-. ¿Ha visto ya lo que esta frase desencadena?

– El fin del mundo, querido profesor. El fin del mundo.

Capítulo 12

El agente de seguridad, un hombre corpulento y calvo, con la cabeza lustrosa, lo midió con suspicacia, disecándolo de pies a cabeza, los ojos escrutadores como rayos X. Al comprobar que se trataba de un extranjero, pareció relajarse; aceptó los setecientos cincuenta rublos e hizo una seña con la cabeza para que entrase. Tomás agradeció, empujó la puerta y entró en el Night Flight.

Un ambiente cálido y sofisticado lo acogió en el interior del club más famoso para hombres de la ciudad. Un camarero, impecablemente vestido, se acercó de inmediato.

– Dobriy vetcher -saludó ceremonioso.

– Buenas noches -respondió Tomás en inglés. Vaciló, en busca de las palabras precisas que había memorizado en el hotel-. Vy govorite… po-angliyski?

El camarero sonrió.

– Da -asintió-. Aquí todos hablamos inglés. -Hizo un gesto que abarcó todo el Night Flight-. ¿Desea ir al restaurante o al night club?

– Al night club, por favor.

El hombre señaló un rincón y Tomás se dirigió hacia allí. Bajó unas escaleras de caracol y dio con un bar en tonos dorados, una pared espejada corrida con sofás forrados de negro, la otra escondida por un largo bar. Una música suave flotaba en el aire y el local tenía un aspecto distinguido, como si se tratase de un club para caballeros de la alta sociedad. Pero los pequeños grupos que hormigueaban por el night club contradecían esa apariencia sofisticada; los hombres mostraban el aspecto exuberante de los nuevos ricos, alardeando de alcohol y rublos, de poder y testosterona, y las mujeres, mucho más jóvenes, los colmaban de atenciones, todas ellas guapas, rutilantes y, sobre todo, disponibles.

El recién llegado se dirigió a la barra y alzó la mano para llamar la atención del hombre de esmoquin que preparaba las bebidas.

– Zdrávstvuyte -saludó el hombre, preguntándole qué quería tomar-. Tchego zhelayete?

– Helio -saludó Tomás, y consultó el nombre que llevaba escrito en un papel-. ¿Puedo hablar con Nadezhda?

– ¿Nadezhda?

– Sí.

El hombre esbozó una leve sonrisa, como si aquel nombre tuviese un significado secreto que los miembros de una misma cofradía entendían instantáneamente, y señaló un balconcillo en la parte de arriba.

– Está allí.

Tomás alzó la cabeza y vio a una mujer pelirroja casi desnuda que bailaba, con los senos turgentes y firmes, el cuerpo delgado e insinuante, una ceñida tela escarlata que le servía de braga. Un foco de luz incidía en la sensual bailarina, proyectando sobre ella sombras suntuosas y colores lascivos, la carne lúbrica y transpirada.

El cliente recién llegado bajó los ojos y le preguntó al hombre del bar:

– ¿Esa es Nadezhda?

– Da -confirmó el camarero, que arqueó las cejas, como quien esconde dobles sentidos entre las palabras-. ¿Quiere que ella venga a hacerle compañía?

– Pues… sí -dijo Tomás sonrojándose ante la insinuación-. Necesito hablar con ella.

– Nadezhda está a punto de terminar su número -guiñó el ojo, cómplice-. Cuando acabe, le digo que hay un cliente esperándola. -Hizo un gesto hacia las botellas ordenadas a lo largo del bar-. Mientras espera, ¿quiere tomar algo?

– ¿Qué tiene ahí?

– Whisky, konyak, vodka…

Tomás contempló las botellas.

– Creo que un vodka será, tal vez, lo más apropiado.

– ¿Puro o aromatizado?

– Hmm… -vaciló-. No lo sé. ¿Qué me aconseja?

El hombre del bar cogió una botella ambarina y sirvió el vodka en un vaso.

– Este vodka está aromatizado. Se llama Okhotnichya, el vodka de los cazadores, e incluye una mezcla de jengibre y clavo. -Le extendió el vaso-. Bébalo todo de una vez. A nuestra manera.

El cliente analizó el líquido que bailaba en el vaso con una expresión de desagrado. Se sentó en un espacio vacío en el banco corrido a lo largo de la pared, por debajo del espejo, y decidió seguir el consejo. A donde fueres…, pensó. Cerró los ojos y, antes de perder definitivamente el valor, se bebió el vodka de una sola vez.

Fue como si un volcán hubiese hecho erupción en sus entrañas.

– ¿Desea mi compañía?

La voz femenina, aterciopelando el inglés con un exótico acento eslavo, hizo a Tomás alzar los ojos. Frente a él, observándolo desde el otro lado de la mesita, estaba la beldad pelirroja envuelta en un voluptuoso manto de seda púrpura, casi chillón. Sus ojos eran de un azul líquido, grandes y expresivos, y tenía labios gruesos, como gajos apetecibles, al estilo de Nastasja Kinski.

Superando la sorpresa, el portugués se incorporó y, desmadejado, extendió la mano con tal brusquedad que hizo caer el vaso de vodka.

– Hola -dijo, al borde del susto por el vaso que inadvertidamente había tirado al suelo-. Ups, disculpe.

La bailarina reprimió la risa.

– ¿Puedo sentarme?

– Sí, sí, desde luego.

Tomás se apartó para hacerle sitio y, sin querer, empujó la mesita, que cayó a un lado con gran estruendo. Se hizo un silencio súbito en las conversaciones dentro del night club; los demás clientes se interrumpieron momentáneamente para ver lo que pasaba allí.

– Ah, caramba -exclamó el historiador, que se llevó las manos a la cabeza cuando vio la mesa caída en el suelo-. Estoy francamente torpe, no sé lo que me pasa. Disculpe.

Nadezhda soltó una carcajada.

– ¿Usted siempre es así?

– No, de ninguna manera -aseguró Tomás-. Debe de ser su presencia. Cuando vine aquí, no esperaba en absoluto encontrar a alguien como usted, tan…, en fin…, tan guapa.

La muchacha se echó el pelo hacia atrás, divertida.

– ¡Vaya!¡Me ha salido un Don Juan!

El portugués contrajo el rostro, angustiado, temiendo haberse concedido demasiadas libertades.