Asombro.
La mancha nívea, aquel espejo brillante y cristalino que se había acostumbrado a encontrar entero entre las montañas nevadas y el mar tormentoso, como una mancha de leche volcada en un plato, ya no existía. El espejo se había fracturado en mil pedazos, la plataforma se deshacía como cristal hecho añicos; en vez de la superficie vítrea que llenaba su memoria de aquel sitio, veía millares y millares de astillas blancas, agujas de hielo esparcidas sobre el mar, como porexpán desmigajado en mil trozos.
– Good Lord! -murmuró Dawson aterrorizado.
Toda la tripulación del C-130 contemplaba el espectáculo, los ojos fijos en aquella imagen, como si las agujas de hielo fuesen un péndulo que hipnotizara a todos, un poderoso imán al que no podían ni sabían resistirse.
– Larsen B ha desaparecido -observó el piloto, aún digiriendo lo que veía allí abajo-. lt's just fucking gone!
Radzinski cogió la cámara de vídeo y comenzó a registrar las imágenes. El Hércules C-130 hizo varios recorridos sobre el lugar, unas veces en vuelos rasantes, otras a gran altura, como para permitir la observación del fenómeno desde varias perspectivas diferentes. Dos veces pasaron sobre la base argentina de Marambio y una vez cerca del barco británico RRS James Clark Ross, que deambulaba por entre los bloques de hielo a la deriva en el mar de Weddell, pero todos fijaban la atención en aquel espectáculo aterrador: los miles de icebergs en que se había transformado Larsen B.
El ambiente a media luz en la Coffee House era acogedor, sobre todo si se lo comparaba con el frío cortante que imperaba en las calles oscuras y descuidadas de McMurdo. Un aroma agradable a capuchino caliente y a donuts llenaba la cafetería, mecida por el murmullo tranquilo de los clientes que habían ido allí a matar el tiempo parloteando o jugando a las cartas.
Se abrió la puerta de la calle y las conversaciones quedaron suspendidas cuando entró un hombre con una parka azul.
– ¿Quién es éste? -susurró un cliente en medio de una partida de cribbage, inclinándose hacia el camarero, que colocaba botellas de vino en un armario.
El camarero volvió la cabeza, miró al visitante y se encogió de hombros.
– Qué sé yo -dijo-. Es un finjy.
En el argot de McMurdo, un finjy es un desconocido recién llegado.
– Fucking finjies -refunfuñó el cliente, y sus compañeros de cribbage hicieron un gesto de asentimiento.
El hombre de la parka azul atravesó el local con todas las miradas fijas en él. Nadie podía distinguir sus facciones, ya que mantenía la gorra cubriéndole la cabeza y las gafas espejadas ocultándole los ojos; de la cara sólo se veían el mentón puntiagudo y los labios finos, casi crueles. Era evidente que no pretendía quedarse mucho tiempo en la cafetería, pues ni siquiera se quitó los guantes. Divisó al camarero junto al armario del vino y se acercó.
– Necesito una información -dijo sin saludar a nadie. La voz, ronca y baja, revelaba un indefinido acento extranjero-. ¿Dónde está el Crary Lab?
El camarero vaciló, dudando sobre cómo explicarle el trayecto. La Coffee House era un barracón de madera que no tenía ventanas, parecía un exiguo hangar semicilíndrico, y el camarero, sin poder ver el exterior, apuntó hacia la puerta de entrada.
– ¿Ha visto la capilla blanca al final de la calle?
El finjy asintió con un movimiento mecánico de la cabeza, casi como si fuese un autómata.
– Yep.
– Es la Chapel of the Snows. Siga por la carretera y, después de pasar por la capilla y por el MacOps, encontrará el Crary Lab.
El desconocido mantuvo el rostro vuelto hacia el camarero, con los ojos siempre invisibles detrás de las gafas espejadas.
– ¿Hay allí mucha gente?
– Sí, los beakers.
– ¿Beakers?
– Perdón, es la jerga de la región -dijo el camarero-. Llamamos beakers a los científicos. Ellos trabajan en el Crary Lab.
Sin decir una palabra más, el hombre dio media vuelta y se alejó, con la clara intención de marcharse. Antes de pasar la puerta, el camarero lo llamó.
– Disculpe, sir -dijo-. ¿Usted va al Crary Lab?
Con la cara medio tapada por la puerta entreabierta, el frío invadiendo la cafetería, el finjy volvió la cabeza y lo miró de soslayo.
– No meta su fucking nariz donde no lo llaman.
– Ah, perdón -balbució el camarero, pillado de sorpresa por la susceptibilidad del desconocido-. Sólo quería decirle que ahora no va a encontrar a nadie allí. Hoy es domingo y el personal se ha ido al bingo.
– ¿El profesor Dawson se ha ido al bingo?
– No, él no. El profesor se pasa los domingos trabajando.
El hombre volvió la espalda para salir.
– Pero mire que él no está allí ahora -añadió el camarero.
El finjy se detuvo de nuevo, con un reflejo de luz que centelleaba en sus gafas espejadas.
– ¿No?
– Lo he visto pasar hace poco en un Nodwell y me dijeron que iba a coger un vuelo.
– ¿Se ha ido de McMurdo?
– No lo sé. Pero hable con el chófer del mayor Schumacher, fue él quien lo llevó al Willy Field.
Sin despedirse siquiera, el desconocido cerró la puerta de madera y se fue.
Dentro de la cafetería, se reanudaron las conversaciones con una animación que no habían tenido hasta entonces. McMurdo era como una aldea provinciana, nunca ocurría nada especialmente excitante en aquel rincón perdido en las costas de la Antártida, por lo que la llegada de un extraño, para colmo de actitud arrogante y malos modales, constituyó una agradable novedad. Ya había tema para alimentar chismorreos.
– Un tipo siniestro, ¿eh? -comentó el cliente del cribbage a sus compañeros de juego y al camarero-. ¿Os habéis fijado en el bulto que llevaba debajo de la parka?
– No.
– Era una pistola.
– Give me a break, man!
– En serio. Este finjy tenía una pistola escondida en la parka.
Al cabo de una hora sobrevolando Larsen B, el Hércules C-130 efectuó un último recorrido y dio media vuelta, rumbo al sur, a lo largo de la lengua de tierra por la que se extiende la península Antártica y en dirección al mar de Ross y la base McMurdo.
Los dos científicos regresaron a sus sitios, pero ninguno tenía ganas de dormir.
– ¿Qué rayos está ocurriendo aquí? -preguntó Radzinski al sentarse, con la cámara de vídeo aún balanceándose nerviosamente en sus manos.
– Es el calentamiento del planeta -repuso Dawson, lúgubre-. El aire se está calentando en la Antártida a un ritmo de medio grado Celsius por década, o sea, cinco veces más deprisa que en el resto del mundo. Y esto se viene dando, por lo menos, desde 1940. -Adoptó una expresión pensativa-. Da la impresión de que ahora está atravesando un valor crítico.
– ¿Un valor crítico?
– Sí, un valor a partir del cual todo cambia. -Suspiró-. Hace siete años se desintegró Larsen A. Ahora es Larsen B. Lo peor es que Larsen B es mucho más grande.
Radzinski se quedó callado un instante. Hacía mucho que oía hablar del calentamiento global, pero era la primera vez que observaba con sus propios ojos las consecuencias de tal fenómeno.
– ¿Eso hará subir el nivel del mar?
– ¿Qué? ¿El calentamiento del planeta?
– No, la desaparición de Larsen B.
Dawson meneó la cabeza.