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– Nadezhda -dijo él, a vueltas con una loncha de kulebyaka-, explícame, por favor…

– Nadia -interrumpió la rusa.

Tomás la encaró, desconcertado.

– ¿No te llamas Nadezhda?

– Claro que sí. Pero es un nombre muy grande y formal, ¿no te parece? En ruso, las Nadezhda son Nadia.

– ¿Ah, sí? ¿Y Tomás?

– ¿Tomasz? Puede ser Tomik.

– Hmm… Me gusta.

– Nadia y Tomik.

Se rieron los dos. A Tomás aquello le sonaba un poco a Bonnie and Clyde, pero no le importó. Contempló a Nadezhda y casi se derritió con su belleza felina; tenía aquella mezcla de calidez y frío que caracterizaba a las beldades eslavas, simultáneamente distantes y familiares. Lo cierto, sin embargo, es que no sabía nada de ella, a no ser que era bailarina en el mayor night club de Moscú y, lo más importante, el único nexo posible con Filipe.

– Nadia -retomó Tomás-, explícame, por favor, cómo puedo llegar a mi amigo Filipe. El ha hablado contigo, ¿no?

– Sí, Filhka me avisó que alguien me contactaría en el Night Flight.

– ¿Y ahora? ¿Cómo llego a él?

Nadezhda cogió el bolso y sacó el sobre que había guardado un momento antes.

– A través de esto -dijo ella, agitando el mensaje-. Mandé al recadero de compras mientras dormías.

– ¿Qué es eso?

La rusa meneó la cabeza.

– Disculpa, Tomik, no te lo puedo decir ahora. Son órdenes de Filhka.

Tomás observó el sobre, intrigado.

– ¿Qué tiene eso de tan especial?

– Es algo que, en cierto modo, revela el actual paradero de Filhka. Sólo podrás saberlo en el momento preciso.

– Pero ¿por qué tanto misterio?

– Porque el paradero de Filhka es secreto.

– Pero ¿por qué? -insistió.

– Eso tendrá que explicártelo él. -Volvió a guardar el sobre en el bolso e hizo un gesto con la cabeza apuntando a la maleta de Tomás, abierta en el suelo-. Después de comer tienes que preparar tu maleta.

– ¿Adónde vamos?

– Vamos a abandonar este hotel.

Y

Cuando salieron a la calle a última hora de la mañana, el check out concluido, Nadezhda le explicó que aún disponían de casi toda la tarde y podían ir a pasear para matar el tiempo. La maleta de Tomás tenía ruedecitas y se podía llevar a rastras, por lo que el historiador no vaciló en aprovechar la oportunidad.

– ¿Puedo ir a ver el Kremlin?

Fueron a coger el metro en la estación más próxima, la Belorusskaya, y Tomás se quedó boquiabierto cuando bajó la escalinata. Jamás había visto tanto lujo en una línea de metro, parecía estar en un palacete subterráneo, con las paredes ricamente trabajadas, como un monumento barroco, y el vestíbulo central cubierto de mosaicos que mostraban escenas rurales. Compraron los billetes en una máquina automática y recorrieron los largos pasillos abiertos en arco, vastos y elegantes, iluminados por la claridad verduzca de la luz de las farolas.

– ¿Éste es vuestro metro?

– Sí. Es bonito, ¿no?

Tomás se rio.

– Parece un hotel de cinco estrellas.

– Mi estación favorita es la Park Kultury -dijo ella-. Tiene medallones de mármol en bajorrelieve con figuras patinando, leyendo o danzando. Es espectacular. -Señaló el suelo-. Fíjate en esto.

El portugués observó el suelo que pisaban.

– Sí. Son baldosas.

– Imitan una alfombra típica de Bielorrusia. Por eso esta estación se llama Belorusskaya.

Completaron el trayecto en unos diez minutos, se bajaron en la estación de Borovitskaya y asomaron a la calle en pleno centro de la ciudad.

Rodearon las grandes murallas frente a la calle hasta abrirse el espacio en una enorme plaza que Tomás reconoció instantáneamente por las fotografías que había visto.

– Ésta es la Krasnaya Ploschad -anunció Nadezhda.

– Oh -exclamó él, sorprendido-. Creí que era la Plaza Roja.

La rusa lo miró con expresión burlona.

– Lo es -exclamó-. La Krasnaya Ploschad es la Plaza Roja.

– Ah, ya me parecía. Pero ¿por qué la siguen llamando Plaza Roja? Si el comunismo ya acabó, ¿no sería lógico cambiarle el nombre?

– El nombre no tiene nada que ver con el comunismo.

– ¿No? Esta es la Plaza Roja y, que yo sepa, el color del comunismo es el rojo.

– Es una coincidencia, Tomik -explicó ella-. La plaza se llama Krasnaya Ploschad desde el tiempo de los zares. Krasnaya viene de krasnyy, una palabra que originalmente significaba «bonito» y después empezó a designar también el color «rojo».

Los ojos de Tomás se quedaron prendados del majestuoso monumento que se alzaba al otro lado de la plaza, exactamente como lo mostraban las innumerables fotografías. Era un edificio grandioso, dominado por hermosas torres con cúpulas en forma de bulbo, pintadas de varios colores; parecía un palacio de las mil y una noches, un juguete de tamaño gigante. No había engaño posible, aquél era el ex libris de Moscú.

– Caramba -exclamó, casi embelesado por la magnificencia de la arquitectura de cuento de hadas-. El Kremlin.

Nadezhda soltó una carcajada.

– No, Tomik. Ése no es el Kremlin.

– ¿Cómo?

– Es la catedral de San Basilio.

– Pero…, pero siempre he oído decir que ése era el Kremlin…

– Todos los turistas se confunden, no hagas caso. -Señaló las murallas a la derecha, que habían rodeado desde la salida del metro-. Esto sí es el Kremlin.

Tomás observó las murallas color teja, primero sorprendido, después desconfiado.

– Nadia, me estás soltando una trola.

– Juro que esto es el Kremlin. -Señaló una estructura frente a las murallas-. Allí enfrente, ¿lo ves? Aquél es el mausoleo de Lenin, adonde iban Stalin, Breznev y toda esa gente cuando había grandes marchas militares aquí en la Plaza Roja. Detrás de las murallas está el Kremlin.

– No puede ser.

– En serio. Kremlin viene de kreml, que quiere decir «fortaleza». Éstas son las murallas de la fortaleza que el zar mandó construir aquí. -Señaló los edificios más allá de las murallas-. El Kremlin es un complejo administrativo que incluye palacetes, jardines y hasta iglesias. -Apuntó a unas cúpulas doradas que relucían a la distancia-. ¿Ves aquello? Son las cúpulas de la catedral de la Asunción, construida exactamente en medio del complejo.

Decepcionado, Tomás ya no quiso visitar el Kremlin. Prefirió arrastrar la maleta hasta la espectacular catedral de San Basilio, que siempre había confundido con el Kremlin, y se quedó contemplándola, maravillado. Para él, el Kremlin sería siempre aquel hermosísimo monumento, dijeran lo que dijesen. Recorrieron las capillas del interior una a una, pero los encantos de la catedral no consiguieron aplacarles el hambre. Cerca de las tres de la tarde, ya cansados y con cierta desgana, dieron la visita por concluida y decidieron escapar a otro lado.

Nadezhda lo llevó hasta las elegantes galerías próximas al Gosudarstvennyy Universalnyy Magazin, el gran edificio de la Plaza Roja cuyo techo se presentaba cubierto por una imponente estructura de vidrio, como si fuese un sofisticado invernadero. Recorrieron las múltiples tiendas de marcas occidentales, instaladas entre pasajes abovedados y las balaustradas de hierro forjado; en el límite del agotamiento, se instalaron por fin a la mesa de un simpático café de aspecto parisiense.