– ¿No tienes que ir a trabajar? -preguntó Tomás después de haber pedido dos bif stroganov y dos cervezas para el almuerzo.
– Ya les he telefoneado esta mañana para decirles que tenía que ausentarme durante una semana.
– ¿Y ellos no te despiden?
– No, hay otras chicas que pueden sustituirme.
El historiador se pasó la mano por el pelo, armándose de valor para ir un poco más lejos en sus preguntas.
– ¿Cómo es que fuiste a parar al Night Flight?
– Oh, a través del amigo de un amigo. Ya sabes cómo son estas cosas…
– ¿Te pagan bien por bailar entopless?
– No me quejo.
Tomás tamborileó sobre la mesa del café.
– ¿Y no haces nada más?
– ¿Qué quieres decir?
– Qué sé yo: ¿sueles irte a la cama con…, con los clientes?
Nadezhda se encogió de hombros.
– A veces.
El portugués vaciló antes de hacer la pregunta siguiente.
– ¿Ellos te pagan?
La rusa clavó los ojos azules en los verdes de Tomás y reprimió su irritación a duras penas.
– Un yo-o-o! -gritó-. ¿Te interesa? ¿Qué quieres saber?
– Nada -se apresuró él en decir, cohibido, y respiró hondo-. Es decir, me interesa. Me gustaría saberlo.
– ¿Para qué?
– Bien, he ido a la cama contigo, ¿no? Me gusta saber esas cosas.
– ¿Acaso te he pedido dinero?
– No, claro que no.
– ¿Entonces? ¿Cuál es tu problema?
– Me gustaría saberlo -insistió.
Nadezhda apartó los ojos y se fijó en la luz que se difundía por la entrada del café. -Sí, pagan. Se hizo un silencio.
– ¿Cuánto?
– Trescientos dólares por hora, mil dólares una noche. -Volvió a encararlo, con los ojos chispeantes-. ¿Satisfecho? Tomás se mordió el labio.
– ¿Por qué lo haces?
La rusa se encogió de hombros una vez más.
– Por el dinero.
– ¿Te hace falta tanto dinero?
– Me hace falta dinero para vivir bien y me hace falta dinero para los estudios. No quiero vivir lavando platos.
– ¿Ah, sí? ¿Estás estudiando?
– Claro, en la universidad. Estudio de día y trabajo por la noche.
– ¿Y qué estudias?
– Climatología.
– Hmm… ¿Quieres ser meteoróloga?
– Sí. Estoy en el último curso.
El camarero trajo las cervezas y los bif stroganov, las tiras de carne que empezaron a comer con kasha, o trigo sarraceno cocido, y pan oscuro. La conversación sobre la vida de Nadezhda tornó el ambiente un poco pesado y Tomás sintió que le correspondía a él aligerar la atmósfera. Al fin y al cabo, él había llevado el diálogo hacia ese terreno pantanoso.
– ¿Cómo conociste a Filipe? -preguntó cuando ya había comido la mitad del plato.
– En la facultad.
– ¿Aquí en Moscú? ¿El pasó aquí por la facultad?
– No, él conocía a unos profesores y fueron ellos quienes lo trajeron.
– Ah, claro. Pero ¿qué vino a hacer?
– Tiene un proyecto especial, algo de alcance internacional. Necesitaba personas para trabajar en el proyecto y un profesor me llamó y me presentó. Yo acababa de entrar en la facultad y aproveché enseguida la ocasión.
– ¿Comenzaste a trabajar con Filipe?
– Sí, él me mandó a Siberia durante el verano.
– ¿A Siberia? ¿A hacer qué?
– Unas mediciones meteorológicas. Todo formaba parte del proyecto.
– Pero ¿qué rayos de proyecto era ése?
Nadezhda suspiró.
– Ahora no me apetece hablar sobre eso. -Consultó el reloj-. Blin, ya son las cuatro. Es mejor que vayamos saliendo.
El portugués se bebió la cerveza de un solo trago e hizo un gesto para llamar al camarero y pedirle la cuenta.
– Aún no me has dicho adónde vamos -observó, mientras el camarero hacía la suma.
– Yaroslavsky.
– ¿Dónde queda eso?
– Es una estación de trenes de Moscú.
– Vamos a coger el tren, ¿no?
– Da.
El camarero presentó la cuenta y Tomás le entregó los rublos en la mano.
– Pero ¿cuál es nuestro destino?
Nadezhda sacó del bolso el sobre que le había entregado esa mañana el recadero del hotel, lo abrió y mostró dos billetes.
– Aún vas a tener que pagarme mil trescientos dólares por esto. Son lugares de spalny vagón. -Olió los billetes, como si estuviesen perfumados-. Primera clase.
– ¿Adónde vamos?
– Vamos a coger el Rossiya, número 2, a las cinco y cuarto, en Yaroslavsky.
– ¿El Rossio?
– El Rossiya, número 2. ¿Nunca has oído hablar de él?
– Yo no.
Malhumorada, Nadezhda metió los billetes de nuevo en el sobre, lo guardó otra vez en el bolso, se levantó y cogió la bolsa de viaje, dispuesta salir.
– Es el Transiberiano, idiota.
Capítulo 14
Los vagones azules y rojos del Transiberiano iniciaron la marcha a las diecisiete horas dieciséis minutos, como anunciaba la pizarra de la estación de Yaroslavsky, en el mismo momento en que Tomás y Nadezhda se instalaban en su cabina de lujo, en medio del spalny vagón.
Ya con el tren ganando velocidad, acomodaron la maleta e inspeccionaron el compartimento que les habían destinado. Se trataba de un agradable recinto de dos plazas, pequeño pero fastuosamente decorado; las sábanas de las camas, planchadas con cuidado y abiertas de modo incitante, con el extremo desdoblado sobre una suave manta; las almohadas estaban dispuestas con el ángulo hacia arriba y en medio había una mesilla, junto a una gran ventanilla, el cristal adornado con un cortinaje carmesí. La cabina estaba toda forrada en madera y era más confortable de lo que Tomás había imaginado. Las camas lo llenaron incluso de ideas, se hacía claro en su mente que aquel delicioso compartimento se transformaría en un ardiente nido de amor, pero cuando él, ardiendo de deseo, la quiso arrastrar hacia las literas, ella volvió la cara y se resistió.
– Ahora no, Tomik -dijo la rusa, observando la puerta de reojo-. El provodnik puede aparecer en cualquier momento.
– ¿Quién?
– El provodnik. El revisor.
No fue el provodnik el que apareció poco después para comprobar los billetes, sino una provodnitsa de media edad y aspecto cansado. La mujer les entregó las toallas en bolsas de plástico selladas, recibió una pequeña propina y, antes de despedirse, dijo que, en caso de necesidad, la podrían encontrar en el primer compartimento, al frente del tren, y prometió mantener la cabina limpia durante todo el viaje.
Cuando se quedaron a solas, los dos pasajeros decidieron echarle un vistazo al vagón. Recorrieron el pasillo y comprobaron que la mitad de las cabinas del spalny vagón se encontraban ocupadas. Casi todos los pasajeros de la primera clase eran turistas; había algunos occidentales distribuidos en la decena de cabinas del vagón, pero la mayor parte de los viajeros eran asiáticos.
– Japoneses -aclaró Nadezhda-. Van a Vladivostok.
Los cuartos de baño se encontraban al fondo del pasillo, uno en cada extremo, y les parecieron aseados; disponían de un retrete y un lavabo de aluminio. Allí cerca hallaron un samovar del que salía agua caliente para el té o el café.
Pasaron al vagón siguiente y vieron un snack bar, pero la comida exhibida en la barra, unos bocadillos grasientos y unos fritos de aspecto dudoso, a los que se sumaban unas sopas aguadas, suscitaron en ambos una mueca de rechazo.