Выбрать главу

– Es bonita.

Ella se acurrucó aún más bajo las mantas.

– Pero ten cuidado, Tomik. -Advirtió con la voz ronca del sueño-. No veas de más, puede ser peligroso.

– ¿Peligroso? ¿Por qué?

– Este es el sector de Kirov. -Amusgó los ojos, adoptando una actitud sigilosa-. Zona militar. -Hizo una pausa, para acentuar el efecto-. Todo esta parte estuvo cerrada a los visitantes durante muchos años y aún hoy es algo sensible.

Tomás miró furtivamente la puerta de la cabina como si temiese la entrada de alguien.

– ¿Estás hablando en serio?

La rusa se rio.

– Claro -dijo-. Pero no te preocupes, Tomik. Estamos en el Transiberiano y nadie nos va a molestar.

Aún inquieto, Tomás observó de reojo el paisaje.

– Después de lo que vi en la estación aquella, cuando fuimos a comprar la cena, ya nada me sorprende. -Se desinteresó del paisaje y se pasó la mano por el estómago-. Oye, ¿no tienes hambre?

– ¿Quieres comer?

– Bien, lo lógico es que tomemos el desayuno…

Nadezhda se sentó en la litera y se desperezó, destapándose el pecho. Los ojos de Tomás se desviaron, casi sin querer, hacia los senos desnudos, llenos y atrevidos, los pezones grandes y rosados, gordos como chupetes. La rusa notó su mirada golosa y, tras un largo bostezo, sonrió.

– No sé bien en qué clase de desayuno estás pensando -observó maliciosa-. Pero lo que yo quiero ahora es comidita caliente. ¿Vamos al vagón restaurante?

– ¿Qué? ¿Esa bazofia? ¿No es mejor que esperemos a la próxima parada y bajemos a comprar algo, como hicimos ayer?

– ¿Estás loco, Tomik? La próxima parada es Ekaterinburg.

– ¿Y?

– No llegaremos a Ekaterinburg hasta el atardecer.

El portugués se enderezó, sorprendido.

– ¿Tanto tiempo?

– Sí, el Transiberiano no vuelve a parar hasta allí.

Tomás analizó las opciones que tenían. No las había. O, mejor dicho, había dos: o bien pasaba hambre, o bien se sometía a la carta del vagón restaurante. El estómago le dictó la decisión final.

– Vamos al restaurante.

Eran aún las seis de la mañana y casi tuvieron que arrancar al malhumorado cocinero de la cama. Se instalaron junto a una de las ventanillas del vagón restaurante y encargaron esas filloas que llaman blini, mermelada, pan y tostadas; él regó el desayuno con un ácido sok de naranja; ella con una taza de leche caliente. El vagón iba vacío, lo que no era de extrañar a esas horas de la mañana; los demás pasajeros del tren seguían durmiendo.

Como se sentían a gusto, se quedaron pegados a la ventanilla, perezosos y relajados, disfrutando del sol bajo del sureste; era débil, pero no dejaba de entibiar la piel.

– ¿Y? -provocó ella-. ¿Te gustó nuestro juego de anoche?

– Me gustó tanto que sería capaz de repetir.

Nadezhda se rio.

– No pierdes una oportunidad, ¿eh? -Bebió un sorbo de leche-. ¿Y dormiste bien?

– Me costó dormirme.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

Tomás se encogió de hombros.

– Qué sé yo. -Se rascó la barbilla, meditativo-. Me quedé pensando en lo que me contaste ayer.

– ¿Mi investigación en Siberia?

– Sí.

– ¿Qué tiene de especial?

– No lo sé… Hay algo de extraño en todo eso.

– ¿Extraño? ¿Qué es extraño?

Tomás respiró hondo, decidido a despejar sus dudas.

– Mira, la cuestión es ésta -dijo, las palabras más firmes, el tono resuelto-. ¿Por qué razón estaba Filipe interesado en ese asunto?

– Por el estudio internacional en el que se hallaba metido. ¿Qué tiene eso de extraño?

– Pero ¿qué estudio era ése?

– No me lo explicó bien -admitió la rusa-. Pero lo que me pareció entender es que Filhka y otros científicos querían medir los cambios climáticos y prever su evolución. Por eso me contrató. Como yo estaba terminando Climatología en la facultad, supongo que me veía en la posición ideal para participar en ese estudio.

Tomás torció la boca, intrigado.

– Pero eso no tiene mucho sentido -exclamó.

– ¿Qué es lo que no tiene sentido?

– Que Filipe estuviera metido en un estudio como ése. -Meneó la cabeza-. No tiene sentido.

– ¿Por qué?

– Porque ese ámbito no tiene ninguna relación con sus intereses profesionales. Filipe es un geólogo consultor de la industria energética, no un climatòlogo.

– Disculpa, Tomik, pero la relación me parece obvia.

– ¿Obvia? ¿En qué?

La rusa adoptó una actitud impaciente, mirándolo como una profesora mira a un alumno que no conoce el tema más elemental.

– ¿Tienes idea de lo que está ocurriendo con el clima de nuestro planeta?

– Bien, sé lo que dicen los periódicos.

– Está subiendo la temperatura.

Nadezhda señaló hacia arriba, como si indicase una dirección.

– Se ha disparado -exclamó-. En un siglo ya ha subido un grado y medio.

El historiador esbozó una mueca escéptica.

– ¿Llamas «dispararse» a una mera subida de un grado y medio? ¿No te parece que estás exagerando un poco?

– Blin! -dijo ella en voz muy alta-. Un grado y medio es mucho, ¿qué te piensas? ¿Tienes alguna noción de cuál es la diferencia de temperatura media entre la última era glacial y ahora?

– Qué sé yo.

– Di un numero.

– Unos diez o veinte grados, creo.

La rusa meneó la cabeza y los labios espesos se curvaron en una sonrisa sin humor.

– Cinco grados -dijo-. Cinco. -Se inclinó hacia delante-. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Basta que bajemos cinco miserables grados para que el planeta quede congelado. Ahora imagina lo que ocurrirá si, por el contrario, subimos cinco grados…

– ¿Nos asamos? -se rio Tomás.

– Tomik,¡esto no es una broma! -protestó ella-. Si la temperatura media del planeta sube cinco grados, y va a subir, puedes estar seguro de que habrá regiones que se volverán inhabitables, sin ninguna duda. Mira, sólo para que lo tengas en cuenta, acuérdate de eso: desde que en 1850 se comenzaron a hacer registros de las temperaturas, once de los doce años más calurosos de los que se tiene memoria se produjeron después de 1995. Las consecuencias de la continuación de esta tendencia son catastróficas. Para empezar, el nivel del mar subirá, lo que, como podrás deducir, se revelará como algo desastroso.

– Sí -continuó Tomás, considerando el problema-. Si el hielo de los polos se derrite, el nivel del mar subirá, eso es evidente. El problema es saber cuánto.

– Mira, cincuenta centímetros bastan para tragarse la Polinesia entera.

El historiador se encogió de hombros.

– Es lamentable para los polinesios -concedió-. Pero cincuenta centímetros no me parecen nada dramático para el resto del mundo.

– Cincuenta centímetros bastan para sumergir parte de la costa de tu país -dijo ella apuntándolo con el dedo-. Desde principios del sigloXX, y debido al calentamiento global, el nivel del mar ya ha subido diecisiete centímetros. Pero el problema es que subirá más que eso.

– ¿Cuánto?

– La información paleoclimática es muy clara. La última vez que las regiones polares estuvieron más calientes que ahora, de manera constante, fue hace ciento veinticinco mil años, cuando las temperaturas eran tres grados Celsius más altas que ahora, debido a diferencias en la órbita de la Tierra. En ese momento, el hielo polar retrocedió y el nivel de las aguas subió en todo el planeta entre cuatro y seis metros.