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– ¿Cuánto? -se sorprendió Tomás-. ¿Seis metros?

– Sí -confirmó ella-. Y en el momento el hielo no se derritió del todo. Si llega a derretirse, se calcula que la subida alcanzará los siete metros -estimó, alzando la mano con la palma hacia abajo, como si mostrase así el nivel de la aguas subiendo-. Serán tragadas muchas islas y parte de la costa de todos los continentes.

– Pero ¿hay realmente tanta agua congelada en los polos como para hacer que el nivel del mar suba siete metros?

– Claro que la hay. La Antártida, por ejemplo, es un continente entero lleno de hielo, a veces con un espesor superior a cuatro kilómetros. Si todo ese hielo se derrite, será terrible. Y además también está Groenlandia.

El historiador dobló los labios mientras cavilaba en el problema.

– Pues sí -asintió-. Eso es complicado.

– Y lo peor es que el problema más grave no está en el hielo de los polos. Si el derretimiento de ese hielo contribuye a la subida de las aguas en siete metros, hay que considerar también una mayor subida del nivel del mar debido a otro fenómeno.

– ¿El nivel del mar va a subir más de siete metros?

– Claro.

– Pero ¿por qué?

– En razón de una ley física -dijo ella-. ¿Nunca has oído decir que el calor dilata los cuerpos?

– Sí, en el instituto.

– Pues será eso lo que ocurrirá. Las mediciones efectuadas desde 1961 muestran que la temperatura media global de los océanos ya ha aumentado hasta profundidades de tres mil metros, y que el mar está absorbiendo la mayor parte del calor del planeta.

– ¿Y?

– El problema es que el aumento del calor dilatará toda el agua existente en el planeta. La dilatación será imperceptible en un metro cúbico de agua, pero te aseguro que se va a notar cuando estemos hablando de los trillones de metros cúbicos de toda el agua de los océanos. Y será justamente esa dilatación acumulada la que hará que el nivel de las aguas del mar suba más de siete metros.

– ¿Cuánto más? ¿Ocho metros? ¿Nueve?

– Te he dicho que, según el análisis paleoclimático, la subida del nivel del mar alcanzará los seis metros en caso de que el aumento de las temperaturas globales llegue a los tres grados, ¿no? Pero en el Plioceno, cuando el clima también era tres grados más caluroso que ahora, esa subida llegó a los veinticinco metros.

– ¿Qué?

– Tomik, los cálculos actuales apuntan a un calentamiento entre uno y seis grados este siglo, probablemente más cerca de los seis. Eso significa un verano permanente por todas partes, con grandes extensiones de tierra invadidas por el mar, los continentes casi reducidos a islas, las regiones tropicales transformadas en desiertos, sequías cada vez más graves, tormentas crecientemente violentas, incendios forestales generalizados, erosión de los suelos, alteración de los ciclos climáticos, destrucción de cosechas y proliferación de las enfermedades tropicales. La malaria, por ejemplo, se difundirá por Europa, y lo mismo ocurrirá con otras pestes ahora sólo conocidas en el Tercer Mundo.

– ¡Joder!

– ¿Y sabes por qué razón todo eso es inminente?

– Sí, los periódicos y la televisión hablan de eso -dijo él-. Debido a los humos de la contaminación.

Nadezhda dijo que no moviendo la cabeza.

– Respuesta equivocada.

Tomás esbozó una expresión admirativa.

– ¿No es la contaminación?

– Depende de lo que entiendas por contaminación.

– Contaminación es todo el humo que sale de los tubos de escape y de las chimeneas, supongo.

– Pues que sepas que esos humos traban el calentamiento.

– Disculpa, pero estás equivocada. Incluso el otro día leí una noticia en la que decía que el humo de los automóviles y de las fábricas provoca el calentamiento global.

– Estás confundiendo las dos cosas -aclaró ella-. Pero eso es normal, mucha gente lo mezcla todo.

– No te entiendo.

– Al contrario de lo que se piensa, el humo de los tubos de escape y de las chimeneas de las fábricas no provoca el calentamiento del planeta. Todo lo contrario. Hay estudios que demuestran que esa contaminación hace bajar la temperatura.

Tomás meneó la cabeza, negándose a aceptar esa afirmación.

– Disculpa, Nadia, pero lo que dices no tiene ningún sentido. Siempre he oído decir que los humos provocaban el calentamiento global.

Nadezhda suspiró.

– No es exactamente así -insistió ella-. Lo que provoca el calentamiento del planeta no es el humo. Es la quema de los combustibles fósiles.

Tomás frunció la boca y el rostro exhibió una expresión vacía.

– ¿No es todo lo mismo?

– Oye, Tomik -dijo ella intentando reordenar sus pensamientos-, cuando se quema combustible en el motor de un automóvil o en la chimenea de una central térmica, se liberan tres cosas: energía, dióxido de carbono y aerosoles. La energía es el objetivo del ejercicio, dado que los combustibles fósiles se queman para obtenerla. -Hizo un gesto rápido con la mano, como si sacudiese algo-. Todo lo demás son consecuencias indeseables. El dióxido de carbono es el que desencadena el aumento de la temperatura, puesto que se trata de un compuesto que, al ser liberado en la atmósfera, permite la entrada del calor del sol, pero no lo deja salir, con lo que transforma el planeta en un invernadero gigantesco. Los aerosoles, a su vez, provocan la contaminación del aire que, curiosamente, tiene un efecto opuesto al del dióxido de carbono. La liberación de aerosoles ha llevado a la aparición en las grandes ciudades de nubes de smog, las cuales comenzaron a funcionar como un gigantesco espejo, reflejando los rayos solares en el espacio, lo que producía un efecto de enfriamiento que compensaba el calentamiento provocado por el dióxido de carbono. ¿Me sigues?

– Más o menos -repuso él, vacilante-. En pocas palabras, lo que estás queriendo decirme es que el dióxido de carbono aumenta la temperatura, pero los aerosoles la disminuyen. ¿Es eso?

– Es eso. Ocurre que, como la contaminación ha aumentado muchísimo y ha convertido en irrespirable el aire de las ciudades, en la década de los ochenta se introdujeron alteraciones técnicas que redujeron la emisión de aerosoles. Pero, al contrario del dióxido de carbono, que perdura en la atmósfera durante siglos, los aerosoles sólo se mantienen durante algunas semanas. Con la reducción de su emisión, han cesado las lluvias ácidas y el aire se ha vuelto más puro, pero el problema es que ha desaparecido el efecto de enfriamiento provocado por los aerosoles, mientras que se ha mantenido el efecto de calentamiento del dióxido de carbono. En conclusión: sin el freno del enfriamiento que generaba el smog, se han disparado las temperaturas desde 1980.

Tomás se rascó la cabeza.

– Entiendo. -La miró como quien ha tenido una idea, pero sin estar muy seguro de que fuese buena-. Eso significa que el calentamiento global tiene una solución fácil, ¿no?

– ¿Cuál?

– Que se recuperen los aerosoles.

Nadezhda hizo una mueca.

– No sirve. Sería cambiar una muerte por otra. En vez de morir asados, moriríamos asfixiados.

El historiador consideró esa perspectiva.

– Pues no es una buena salida, desde luego que no -concluyó-. En ese caso, sólo nos queda parar la emisión de dióxido de carbono.

– Es lógico.

– ¿Y es posible parar?

– En teoría, sí. Basta con que dejemos de quemar combustibles fósiles. Pero, en la práctica, las cosas son mucho más complicadas. Los combustibles fósiles constituyen la fuente energética en la que se asienta la economía mundial y lo que se está produciendo no es una disminución en la emisión de dióxido de carbono, sino una aceleración.

– ¿Por qué? ¿Nadie ve lo que está pasando?