– Sí.
Nadezhda contempló melancólicamente el paisaje que desfilaba veloz al otro lado de la ventanilla. La taiga se extendía por la línea del horizonte en un inmenso y plácido océano de coníferas; las copas cónicas y estrechas apuntadas al cielo eran agujas verdes clavadas en el vacío azul. Con los ojos fijos en el bosque inmenso, imaginó el terrible destino al que permanecía ajeno aquel maravilloso pulmón; imaginó el fuego que lo consumiría un día, como si aquellos árboles esbeltos fuesen víctimas inocentes haciendo fila para la hoguera, condenados a las llamas eternas del infierno que se acercaba, furtivo y despiadado.
– Filhka tenía una manera terrible de describir lo que aún nos espera en este siglo. -Meneó la cabeza-. Usaba una palabra aterradora.
– ¿Cuál?
La rusa respiró hondo y volvió a encarar a Tomás.
– Apocalipsis.
Capítulo 16
Tomás se encontraba inmerso en un libro de poemas de Fernando Pessoa, que había traído providencialmente para pasar el tiempo, cuando una voz en ruso llenó los altavoces del Transiberiano, como ocurría siempre que se acercaban a una estación. Acto seguido, sintió que Nadezhda se levantaba y sacaba la maleta del armario.
– Hemos llegado -anunció de manera sorpresiva.
El portugués giró la cabeza, aturrullado, no estaba al tanto de que ése fuera el destino; es verdad que ya se encontraban encerrados allí hacía tres días, pero las cosas anunciadas tan de repente le dejaban la impresión de una interrupción brusca del viaje.
– ¿Qué? -balbució-. ¿Dónde? ¿Adónde hemos llegado?
– Hemos llegado a nuestro destino, Tomik -sonrió la rusa-. Anda, coge tu maleta, muévete.
Tomás miró por la ventanilla y, más allá de la oscuridad, vislumbró las aguas frías de un río corriendo paralelas a la línea férrea: era una vigorosa mancha oscura de líquido, negra como crudo, las luces de la otra margen reflejadas en el centelleante espejo negro parecían formas bamboleantes que danzaban al ritmo nervioso de la ondulación. Transcurría la tercera noche de viaje y el tren empezó a disminuir su marcha, chirriando el freno en los raíles. Las luces de la otra margen se fueron acumulando, cada vez más, hasta hacerse evidente que habían abandonado la taiga y cruzaban ya el caserío de lo que parecía una gran ciudad.
– ¿Dónde estamos?
– Éste es el Angara.
– ¿Angara? ¿Esta región se llama Angara?
Nadezhda se rio.
– No, tonto. El río se llama Angara.
– ¿Y la ciudad?
– Irkutsk.
El Transiberiano se detuvo y los dos bajaron las escalerillas con cuidado. La estación estaba llena; eran viajeros que desembarcaban y familiares que los estaban esperando, vendedores al acecho de clientes y ferroviarios que iban de un lado para el otro. Un rumor atrajo la atención hacia un reencuentro; en medio de un grupo se vislumbraba el uniforme de camuflaje de un soldado con la emoción de la acogida familiar.
– Debe de venir de Chechenia, pobre -observó Nadezhda.
Al recorrer el andén, Tomás no pudo dejar de sentirse impresionado por la grandeza de la populosa estación, un hermoso edificio amarillo y verde, de líneas clásicas, con cúpulas de hierro al estilo art nouveau. Su compañera de viaje fue derecha a la ventanilla de información y volvió de allí con un folleto con horarios.
– Aún tenemos que coger un autobús -anunció ella señalando en el folleto.
– ¿Qué? ¿Aún no ha acabado el viaje?
– No, Tomik. Nos falta un rato más.
Tomás reviró los ojos, fastidiado por la noticia.
– Joder -exclamó-. Qué agobio.
Nadezhda no hizo caso de las protestas y se concentró en la tabla de horarios que le habían entregado en la ventanilla.
– Hay un autobús que sale de la estación mañana a las nueve de la mañana -dijo-. Pero si vamos a la terminal de autobuses tendremos otro más temprano, a eso de las ocho. ¿Cuál prefieres?
– Prefiero ir a descansar -farfulló él, masajeándose los riñones-. Estoy molido del viaje, no puedo más. Tres días en un tren derriban a cualquiera.
Hacía algo de frío cuando salieron a la calle, eran más de las diez y media de la noche. Nadezhda llamó un taxi y al cabo de dos minutos se vieron atravesando el puente sobre el Angara y sumergiéndose en la vieja urbe. A pesar de que la iluminación nocturna revelaba los encantos de la gran ciudad siberiana, Tomás no prestó mucha atención a lo que giraba a su alrededor; se sentía demasiado fatigado para apreciar cualquier cosa, se mostraba indiferente a la novedad y sólo quería echarse en una cama.
Acabaron la noche en un pequeño hotel junto al estadio. Comieron en silencio una sopa borsch y un goluptsi asado y se durmieron casi inmediatamente después de acostarse, calentándose el cuerpo mutuamente.
El día amaneció esplendoroso.
Después del desayuno con leche y khachapuri, llamaron un taxi y se internaron en la ciudad. Ya parcialmente rehecho del agotamiento de tres días en el tren, Tomás se pegó al cristal del automóvil y absorbió Irkutsk con la mirada.
La ciudad era diferente de lo que esperaba. Se admiró sobre todo de la elegancia arquitectónica de los edificios, líneas distinguidas que Irkutsk aliaba a cierta apariencia cosmopolita; definitivamente, nadie diría que estaban en una tierra perdida en medio de Asia, a unos dos pasos apenas de Mongolia. La arquitectura presentaba los imponentes rasgos europeos del siglo xix, elegante y clásica, interrumpida por graciosas casas de madera y, de vez en cuando, algún mamotreto de la era soviética que desentonaba en la composición casi armoniosa.
– Es bonito esto -comentó el visitante sin apartar los ojos de las calles.
– Claro que es bonito -coincidió Nadezhda-. Irkutsk era una ciudad aristocrática, conocida como el París de Siberia.
– Qué nombre tan burgués -dijo él-. Esa apariencia parisina debe de haber acabado en cuanto los comunistas tomaron el poder, ¿no?
– Te equivocas. Los zaristas resistieron aquí mucho tiempo, ¿qué creías? Los comunistas no lograron entrar en la ciudad hasta 1920.
El taxi cruzó toda la parte antigua de Irkutsk por la larga Ulitsa Karla Marksa hasta coger al fondo la Ulitsa Oktyabrskoy Revolyutsii y dejarlos en la terminal de autobuses. Nadezhda le pidió setecientos rublos a Tomás y entró en la taquilla, de donde salió con dos rectángulos en la mano.
– Busca el autobús que va a Khuzhir -le dijo.
Tomás miró las indicaciones en la parte de los cristales y se encogió de hombros.
– Disculpa, Nadia, no entiendo nada -dijo sintiéndose un inútil, un verdadero peso muerto-. Está todo escrito en caracteres cirílicos.
– Blin! -blasfemó la rusa, con los ojos en busca de la indicación para Khuzhir-. ¿Por qué razón no aprendéis a leer como todo el mundo?
Se acomodaron en los últimos asientos del autobús, que ya ronroneaba para calentar el motor. El vehículo se llenaba de pasajeros de rasgos asiáticos y origen evidentemente humilde, buryats que llevaban cajas con polluelos y bolsas de plástico cargadas de compras; unos eran campesinos; otros, pescadores; y todos exhalaban el olor fuerte de las gentes rudas de la provincia.
Partieron minutos más tarde, zigzagueando por la maraña urbana hasta dejar la ciudad y, gradualmente, entrar en la taiga, recorriendo una carretera paralela a la cadena de montañas Primorskij Hrebet. El trayecto les pareció monótono, tan tedioso que, mecido por el perezoso traqueteo del autobús, Tomás fue sintiendo que le pesaban los ojos y que cabeceaba, como si respondiese a los rugidos del motor; algún que otro trompicón lo despertó a ratos, entonces se enderezaba con brusquedad y sonreía fugazmente a su compañera de viaje, pero pronto volvía a deslizarse hacia el sosiego, invadido por una pesada e irresistible laxitud, hasta que se fue asentando el sueño y hasta que dejaron de molestarlo las sacudidas más violentas.