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La súbita percepción de que había ocurrido algo nuevo lo despertó de su letargo. Alzó la cabeza y, aún soñoliento, ignorando el cuello dolorido por lo incómodo de la posición en que se había dormido, intentó entender qué pasaba.

Parada.

El autobús había parado. El motor ya no estaba conectado y los pasajeros se levantaban con dificultad de sus asientos, agarrando bolsas y cogiendo cajas, estirándose para desentumecer los cuerpos molidos y soltando las pequeñas risas del penitente que anticipa con alivio el fin del suplicio. Miró hacia un lado y vio a Nadezhda ponerse en pie: también ella se preparaba.

– ¿Hemos llegado?

– Aún no, Tomik.

El portugués miró alrededor sin comprender. Los pasajeros seguían disponiéndose para salir, algunos ya bajaban, y el autobús se encontraba definitivamente estacionado.

– ¿Qué ocurre?

– Estamos en Sakhyurta -dijo la mujer haciéndole una seña para que saliese-. Ahora vamos a coger el ferry.

– ¿Todavía hay que coger un ferry? -Su expresión era desesperada-. Pero ¿no acaba nunca este maldito viaje?

Nadezhda apuntó hacia delante. Tomás miró y, más allá del verdor desnudo que cubría el parque donde se había detenido el autobús, vio un pequeño muelle y una vasta sábana de agua reluciendo al sol, cuyos reflejos bailaban en el espejo inquieto.

– Tenemos que ir al otro lado.

Bajaron a la calle y la rusa llevó a Tomás por una cuesta accidentada que desembocó al borde de un acantilado, junto a una peña erguida a unos metros de altura. La vista desde allí era magnífica; la superficie líquida serpenteaba delante de ellos, rodeada por peñascos a la izquierda, una lengua de tierra enfrente y la línea del horizonte a la derecha, más allá del cual se extendía la planicie de agua.

– ¿Qué mar es éste? -preguntó el portugués sorprendido.

– Es el Baikal.

– ¿Qué?

– Es el Baikal -repitió ella-. El mayor lago del mundo. Se concentra aquí un quinto del agua potable existente en todo el planeta.

Tomás clavó los ojos incrédulos en el azul cristalino de las aguas mansas, agitadas con dulzura por una ondulación tenue.

– No puede ser. ¿Un quinto del agua potable del planeta?

– Es increíble, ¿no? En extensión, el Baikal es mayor que tu país, fíjate.

– ¿En serio?

– Lo llamamos la perla de Siberia, por ser tan bonito. -Hizo una mueca-. Pero en la facultad, el Baikal es más conocido como la cocina de Siberia.

– De perla a cocina hay una gran distancia -sonrió Tomás-. ¿Por qué razón le dan ese nombre horroroso?

– Sólo en la facultad lo llamamos así -aclaró ella-. ¿Sabes?, se estudia mucho este lago en mi carrera debido a su influencia en todo el clima de la región. Aquí se cuece el tiempo de Siberia, de ahí el apelativo. Lo cierto es que los sistemas meteorológicos de Asia bailan al ritmo de lo que ocurre en el Baikal.

Tomás contempló el gran espejo azul que se entrometía entre el verde acastañado de la estepa, como una carretera, reflejando el cielo y los copos de nubes. El agua era transparente, tan límpida que incluso llegaba a vislumbrar cardúmenes serpenteando bajo la superficie, los peces yendo de un lado para el otro todos al mismo tiempo, como un único cuerpo.

– Qué pureza -observó, inspirando el aire fresco perfumado por las fragancias de la hierba rastrera-. Menos mal que hay sitios en el mundo a los que no ha llegado la contaminación.

La rusa afinó la voz.

– No es del todo así -lo corrigió-. Existe una fábrica de celulosa en Baikalsk, justo en el extremo sur del lago, que lleva cuatro décadas vertiendo detritos en estas aguas.

– No me digas.

– Y eso no es todo. El delta del río Selenga, que es tan grande, casi tiene el tamaño de Francia, desagua en la margen sur con detritos orgánicos e inorgánicos de las minas de Buryatia y del pastoreo de Mongolia. Es una inmundicia terrible. Y el colmo es que ahora han descubierto petróleo en el Baikal y quieren construir un oleoducto.

– Pero el agua está tan limpia…

– El Baikal es un lago enorme -explicó ella-. Y afortunadamente la contaminación se ha quedado limitada a zonas específicas, como el delta del Selenga y el extremo sur. Pero, si no tenemos cuidado, cualquier día desaparece todo esto.

Tomás suspiró y se quedó un largo momento contemplando el lago. Los ojos recorrieron todo el horizonte; comenzaron por la pequeña ensenada a la izquierda, donde relucían los tejados bajos de la aldea de pescadores de Sakhyurta, y acabaron por detenerse en el muelle, más abajo, donde una rampa de cemento desembocaba en el agua, como un puente inacabado.

– ¿Tarda mucho en venir el ferry?

– Ya vendrá, ten paciencia.

– ¿Adónde vamos al fin?

La rusa señaló la lengua de tierra de enfrente.

– A aquella isla.

La isla se alzaba cerca, separada del continente por un estrecho pasaje, la tierra ondulada acastañada por la estepa.

– ¿Qué isla es ésa?

– Es una isla mágica.

El portugués frunció el ceño.

– ¿Mágica en qué sentido?

– Es una isla chamánica, un sitio de meditación donde el mundo de la materia interactúa con el mundo de los espíritus.

– Estás de guasa…

– En serio. Este es un sitio sagrado y misterioso, el escenario de leyendas y de cuentos de hadas, la casa de los espíritus del Baikal. Los místicos dicen que se encuentra aquí uno de los cinco polos globales de la energía chamánica.

– ¿Ah, sí? -Contempló la isla con más atención, ardiendo de curiosidad, en una mezcla de fascinación y escepticismo, como si esperase que de sus brumas emergiese el misterio, que de su sombra se hiciese la luz-. ¿Cómo se llama?

– Oljon.

Cuando el ferry apareció, los sorprendió apaciblemente sentados en la casa de té de un campamento yurt, junto al lago, tomando una tisana de pimienta y deleitándose con unos pirozhki dulces. Terminaron la bebida con calma, pagaron y caminaron de vuelta hacia el autobús, en el que confluían ya los demás pasajeros. El aparcamiento se agitó al unísono; se oían gritos y órdenes, motores puestos en marcha, bocinazos y portazos: eran todos los autobuses, camiones y automóviles que se preparaban para reanudar el viaje.

El ferry maniobró hasta colocarse en posición y, una vez anclado correctamente, abrió su gran puerta y, como un monstruo famélico con las fauces acechantes, devoró a los vehículos que se alineaban frente a él. El espacio en el buque no era grande, sólo cabían allí dos autobuses lado a lado y unos cuantos automóviles, y los pasajeros tuvieron incluso que empujar uno de los autobuses por la rampa. Toda la operación acabó llevando más tiempo que la propia travesía, una viaje que duró apenas unos quince minutos.

El primer sitio por el que pasaron fue el ventoso cabo Kobylia Golova, la forma de cuyas rocas se asemejaba a un caballo de piedra bebiendo agua en el lago. Una buryat que venía con ellos en la popa observó, orgullosa, con los cabellos negros y lacios agitados por el aire, que Gengis Khan y sus guerreros, todos ellos también buryat, antaño habían saciado allí su sed.

– Dicen incluso que el gran conquistador del universo fue enterrado aquí -explicó la mujer.

– ¿Quién?

– El gran conquistador del universo -repitió-. Gengis Khan.