– Larsen B era una plataforma de hielo. Las plataformas de hielo son gruesas placas que flotan pegadas a la Antártida. Como flotan en el agua, ya contribuyen al actual nivel de los océanos, por lo que el hecho de que se derritan no elevará la altura del mar.
Radzinski sonrió, aliviado.
– Entonces no hay problemas.
Su interlocutor meneó de nuevo la cabeza, esta vez afirmativamente.
– Claro que hay problemas. Y no son pequeños. -Hizo un gesto con la mano hacia la ventanilla-. Las plataformas de hielo actúan como un sistema de freno de los glaciares. Como se sitúan entre la Antártida y el mar, impiden que el aire marítimo más caluroso llegue al continente, moderando así el derretimiento de los glaciares. Pero la desaparición de las plataformas de hielo alterará este equilibrio. El aire caliente comenzará a llegar a la Antártida y los glaciares se derretirán. Al derretirse, volcarán agua en el mar y entonces sí subirá el nivel de los océanos. -Alzó las manos en un gesto de súplica-. Cuando eso ocurra… God help us!
Radzinski clavó los ojos en el suelo.
– Shit!
En cuanto se abrió la puerta del avión, una brisa helada azotó el rostro de Howard Dawson como una bofetada. El científico se arrebujó con la parka y enfrentó las escaleras, que bajó con dificultad. Hacía solamente cinco grados bajo cero en McMurdo, pero, con la intervención del viento, la temperatura bajaba a los veinte bajo cero.
Pisó el asfalto de la pista de Willy Field y se enderezó. El sol brillaba cerca del horizonte, pero Dawson sabía que hasta dentro de dos meses no vendría el crepúsculo casi permanente, iniciándose medio año de la terrible noche del invierno antártico, cuando los termómetros podían descender hasta un mínimo de noventa grados bajo cero. No era una perspectiva que alentase al científico. Mientras tanto, prefería disfrutar del instante, apreciar el extenso día del verano, vivir aquella jornada de breve ocaso, en la que el sol giraba casi continuamente a lo largo del horizonte.
Los motores del C-130 se fueron acallando uno a uno, y Dawson se puso a deambular por la pista. Se sentía saturado por el ruido que lo había atormentado en las últimas horas, aquel fragor que mezclaba el estrépito del avión y el rumor de sus pensamientos después de observar las astillas de Larsen B, y deseó un instante de paz que le restableciese el equilibrio. Se alejó unos metros del aparato ahora silencioso y, en un rincón de la pista, encontró al fin la placidez que buscaba.
El silencio. Un manto opaco de silencio recorrió el horizonte plano y se abatió sobre el científico inmovilizado en aquella planicie ahora quieta. Era el sonido más pronunciado de la Antártida. El silencio. Un silencio tan grande, tan profundo, tan vacío que parecía zumbarle en los oídos. No se oía un ave, una voz, un sonido. Nada de nada. A veces se levantaba viento y rumoreaba bajito, pero pronto amainaba y volvía el silencio. Aguardó un instante más.
Nada. De la nada brotaba entonces un ruido tenue, vibrante, ritmado. Bump-bump, bump-bump, bump-bump. Era su corazón, que latía. Cuando lo oyó, Dawson supo que había recuperado el equilibrio. Sonrió, dio media vuelta y se dirigió al hangar, donde lo esperaba Radzinski.
– ¿Te sientes bien? -quiso saber el compañero.
– Muy bien -afirmó Dawson, siempre caminando, con las bunny boots soltando ruidos sordos sobre el suelo helado-. Era yo, que echaba de menos el silencio.
Radzinski se rio.
– El Herc es terrible, ¿no?
Caminaron los dos hacia el Nodwell que los aguardaba cerca del hangar.
– ¿Vienes al Crary Lab? -preguntó Dawson.
– No, estoy cansado -repuso Radzinski-. Voy a relajarme un poco al Southern Exposure. -Era uno de los bares de McMurdo-. Hoy hay bingo en la MacTown y no quiero perder la oportunidad de hacerme rico.
Dawson meneó la cabeza y adoptó una expresión jocosa.
– Eres el único tipo que conozco que cree que puede enriquecerse en The Ice.
Entraron en el Nodwell, un vehículo con cadenas adaptado para la nieve, y el chófer enviado por el mayor Schumacher los llevó por la carretera abierta en el hielo hasta McMurdo, a quince kilómetros de distancia. A Dawson le gustaba mucho más aterrizar en la Ice Runway, que estaba situada sobre una plataforma helada en el mar del cabo Armitage, a unos escasos cinco minutos de McMurdo, pero el problema es que esa pista sólo estaba operativa de octubre a diciembre. Con el calor, el hielo tendía a derretirse y no era seguro usar la Ice Runway en los meses menos fríos del verano.
– Profesor Lawson -dijo el chófer, a medio camino de McMurdo-. Ha venido un hombre a buscarlo.
– ¿Quién? ¿Un beaker?
– No, sir. Un finjy.
– ¿Un finjy? ¿Ha dicho qué quería?
– No, sir. Sólo ha preguntado por usted.
– ¿Y qué le ha respondido?
– Que usted se había ido a la península y que volvería pasadas unas horas, sir.
– ¿Y él?
El chófer se encogió de hombros.
– Debe de haber ido a tomar una copa al Gallagher's, sir.
El Nodwell dejó a Radzinski frente al edificio donde estaba situado el Southern Exposure y reanudó la marcha hacia el destino siguiente, zigzagueando por la Coffee House, por la capilla y por el MacOps. Dawson se preguntó por momentos quién sería el desconocido que lo buscaba, pero su mente se distrajo deprisa con el paisaje familiar que desfilaba al otro lado de la ventanilla del coche.
McMurdo era una antigua base militar estadounidense compuesta por edificios de dos y tres pisos asentados sobre estacas, todos ellos separados unos de otros, detalle que irritaba a Dawson. El científico prefería el sistema que habían adoptado los neozelandeses en la vecina base Scott, donde casi todas las construcciones estaban interconectadas. Considerando los rigores del tiempo en la Antártida, ese modelo se le antojaba incomparablemente superior. Pero lo peor, meditó, era la fealdad del conjunto. Las canalizaciones, los conductos de los desagües y las líneas de electricidad no estaban bajo tierra, sino que se encontraban sobre la nieve o colgadas entre los postes, a la vista de todos como entrañas descarnadas, tripas expuestas al viento glacial. A veces le parecía que McMurdo no era un puesto científico, sino una degradada población minera del Viejo Oeste.
– Hemos llegado, sir -anunció el chófer, trayéndolo de vuelta a la realidad.
Dawson se despidió y bajó del Nodwell, que partió enseguida. Frente a él se levantaba el Crary Science and Engineering Center, un edificio largo de color cemento que parecía una casa prefabricada. El científico dio un puntapié a la nieve sucia, disgustado porque hubiesen construido la base justamente en ese sitio. McMurdo fue edificada junto al único volcán activo de aquella zona de la Antártida, el monte Erebus, en un extremo de la isla Ross, y las cenizas volcánicas enmugraban el suelo de la base, con lo que rompían el efecto de pureza virginal y cristalina que constituía la imagen de marca del continente.
Cruzó refunfuñando el pequeño pontón hasta la entrada, insertó la tarjeta digital en la ranura, abrió la puerta y entró en el edificio. Sintió el calor interior que le envolvía el cuerpo con dulzura y se apresuró a cerrar la puerta. Se quitó la parka, liberó sus pies de las bunny boots y se puso cómodo, deambulando con calcetines por el edificio desierto a aquella hora tranquila de un domingo de bingo. Fue hacia el despacho, encendió el ordenador y, mientras se animaba la pantalla, decidió ir a comer algo. Recorrió los estrechos pasillos rodeados por despachos, las puertas cerradas con la indicación de los números de proyecto de sus ocupantes, S-015, S-016, S-017, y así sucesivamente. Algunas tenían una placa metálica con los marbetes de los proyectos: aquí los Penguin Cowboys, allí los Sealheads, más allá los Bottom Pickers. Pasó después por las salas de reunión y por los laboratorios plagados de microcentrifugadoras y tubos de ensayo, atravesó el gran salón con su enorme ventanal hacia el McMurdo Sound, que exhibía una vista espectacular sobre las montañas Transantárticas, y llegó a la cocina.