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Pasaron al lado de la pequeña bahía de Khul y anclaron en plena estepa, donde el gran barco evacuó su carga sobre ruedas.

Oljon.

Llegaron a Oljon, la isla mágica.

El autobús reanudó el viaje y cruzó la pradera desnuda a trompicones, rugiendo el motor con la aceleración costosa, el escape echando el humo negro del gasóleo quemado. La hierba rastrera formaba matas y se extendía hasta el lago, pero pronto surgieron señales de que el paisaje poseía contornos diferentes en otros sitios. Al cabo de unos minutos aparecieron hileras de árboles a la derecha; era la taiga que subía por los montes y le disputaba a la estepa el control de la isla. La pradera estaba volcada hacia la margen norte; el bosque de coníferas, hacia el lago abierto.

Serpentearon por las elevaciones del pasaje Jaday y descendieron hacia la planicie junto al Baikal. El autobús atravesó una aldea y prosiguió, abriéndose la margen occidental de la isla en pequeñas bahías y graciosas ensenadas. Del otro lado del estrecho se vislumbraba la taiga continental, escarpada en las montañas. El vehículo se acercó a un pueblo y sólo entonces disminuyó la marcha.

– Juzhir -anunció Nadezhda.

Tomás se animó en el asiento.

– ¿Estamos llegando?

– Casi.

El autobús se detuvo en la plaza principal de Juzhir y el motor emitió un ronquido final antes de callarse definitivamente, como el último suspiro de un moribundo. Los pasajeros descendieron por la puerta con una gran excitación, acogidos por vecinos y conocidos en medio de una animada algazara. Parecía que la aldea entera se había movilizado al llegar el autobús en busca de las novedades de la civilización. Todos se concentraron frente al portaequipajes para recoger los productos que habían ido a comprar a Irkutsk; la confusión era tal que Tomás y Nadezhda casi tuvieron que luchar para recuperar sus maletas.

Ya con el equipaje en la mano, la rusa fue al Gastronom, la tienda de comestibles de la plaza, y salió con un hombre de mediana edad.

– He conseguido que nos lleven -anunció-. Pero vas a tener que pagar diez dólares, Tomik.

El hombre los llevó hasta un viejo Lada medio oxidado, parecido a un pequeño Fiat de la década de los setenta, y los invitó a entrar. Los tres se acomodaron en el espacio exiguo y el automóvil enfiló la carretera con un extraño fragor en el motor; el tubo de escape liberaba una densa humareda negra. No tuvieron que andar mucho, sin embargo; atravesaron una aldea y, cuatro kilómetros después de Juzhir, llegaron a un campamento yurt junto al lago, donde los dejó el coche.

Habían levantado los yurts junto a la playa, como hongos blancos esparcidos al borde de la bahía de Ulan-Jushin. Eran frágiles construcciones cilíndricas con la estructura de madera tapada por una cobertura de tela clara, como una tienda, y la entrada oculta por lo que parecía ser una alfombra con motivos geométricos carmesí. El tejado cónico estaba cubierto con la misma tela y tenía vagamente el aspecto de un casco mongol. Algunas personas deambulaban por el campamento, la mayor parte turistas occidentales, pero también se avistaban rusos y buryats autóctonos.

Pararon un instante, como apreciando extasiados la belleza exótica de aquel magnífico rincón. Todo allí aparentaba serenidad, el tomillo florecido, los alerces vigorosos. Parecía un lugar salido de un cuento de hadas. Se oían voces y el gorjear de las aves, pero era el Baikal el que dominaba el panorama. El ondular suave de las aguas acariciaba dulcemente la arena blanca de la playa, centelleante el lago con un fascinante azul turquesa. Se diría que habían llegado a las Antillas de Asia.

– ¿Y, Casanova? -preguntó una voz-. ¿Tú por aquí?

Las palabras fueron pronunciadas en portugués. Tomás identificó su apodo de los tiempos del instituto, cuando todos lo conocían como el mayor seductor de Castelo Branco. Se dio la vuelta y encaró al hombre que le había hablado.

Era Filipe.

Capítulo 17

El sol se recogía despacio por detrás de los montes, a la izquierda, pintando el poniente de un violeta luminoso; pero el atardecer en Oljon adoptaba sobre todo el frío tono del azul grisáceo, oscureciendo las montañas nevadas y la taiga más allá de Maloye Morye, el estrecho que separa la isla de la costa continental que rodea el Baikal.

Sentados en sillas dispuestas sobre la arena, los dos portugueses contemplaban las olas dóciles del lago con dos bebidas en la mesa: un kvas de poca graduación alcohólica para Tomás; un mors escarlata para Filipe. Nadezhda había ido a dar una vuelta al campamento y los había dejado solos, intercambiando recuerdos de sus tiempos en el instituto, reminiscencias de muchachos que compartían complicidades antiguas, relatos de las tropelías y amoríos que le habían valido a Tomás su apodo. Y durante una pausa del relato jocoso de episodios casi olvidados, cuando ya parecía que no tenían más tema que alimentase la conversación y las palabras se les morían en la boca seguidas de silencios embarazosos, el recién llegado tocó por fin el tema que lo había llevado hasta allí.

– ¿Por qué viniste a parar a este sitio?

Filipe soltó un chasquido con la comisura de los labios.

– Es una larga historia -dijo, como si la tarea de contarla fuese inaccesible para él-. ¿Y tú, Casanova? ¿Qué estás haciendo tú aquí?

– Es otra larga historia -se rio Tomás, haciendo eco a la respuesta que había recibido.

– Me gustan las largas historias, sobre todo cuando no son mías. Cuéntame la tuya.

Tomás observó con atención a su viejo amigo del instituto.

Filipe mantenía la expresión de chico travieso que siempre le había chispeado en los ojos pálidos, pero ya había arrugas surcándole la cara y el pelo rebelde tirando a rubio se le había vuelto parcialmente gris. Era como si lo hubiesen metido en una máquina del tiempo: un día parecía fresco, al otro apareció gastado. De un modo extraño, era simultáneamente la misma persona y alguien diferente.

– No hay mucho que contar, pero lo poco que sé es inquietante -observó Tomás, regresando al presente. Afinó la voz y se concentró en lo que tenía que decir. Había llegado el momento de abrir el juego-. En 2002 asesinaron a dos científicos casi al mismo tiempo, un estadounidense en la Antártida y un español en Barcelona. Ambos tenían tu nombre en sus agendas y había un papelito con un triple seis al lado de sus cuerpos tiroteados. -Observó a Filipe de reojo, evaluando el modo en que reaccionaba a lo que le estaba relatando. Sin sorpresa, vio que enderezaba el cuerpo, la sonrisa se le evaporaba del semblante, el rostro se ponía serio-. En el momento en que ellos murieron, tú desapareciste de circulación y no volvieron a verte. En las agendas de las víctimas constaba igualmente el nombre de un científico inglés que también se esfumó por aquel entonces. Nadie más volvió a oír hablar de vosotros. -Filipe le parecía tenso escuchando el relato, casi alerta, no había duda de que el asunto le concernía-. Hace algunas semanas, y después de mucho tiempo sin una sola pista sobre vuestro paradero, interceptaron un e-mail que te envió el inglés con un mensaje un poco extraño. El mensaje mencionaba el séptimo sello. Al consultar el Nuevo Testamento, comprobamos que el triple seis y el séptimo sello constituyen dos elementos simbólicos de gran importancia en el último de los textos bíblicos, el Apocalipsis. -Abrió las manos con las palmas hacia arriba, como si expusiese una evidencia-. Como debes comprender, todos estos hechos hicieron alzar muchas cejas y suscitaron una inmensa curiosidad sobre lo que tienes que decir.

Filipe se mordió el labio y lo miró, escrutador.

– ¿Curiosidad por parte de quién?

– Anda, de la Policía, claro.