– Entiendo. ¿Y hacías ese trabajo con Howard?
– No, sólo iba observando el proceso. Pero es un hecho que, en nuestro grupo, las parejas se formaron en función de la proximidad de las áreas de trabajo. Por ejemplo, en uno de mis viajes a Kazajistán, para inspeccionar el gran yacimiento petrolífero de Kashagan, pasé por Rusia y, a petición de Howard, contraté personal para hacer mediciones del clima en Siberia, donde las temperaturas, como en la Antártida, están subiendo más que la media planetaria.
– Fue en ese momento cuando conociste a Nadia.
– ¿Ella te lo ha contado?
– Sí.
– Es verdad, la contraté en la Universidad de Moscú, con la ayuda de un profesor ruso amigo de Howard. -Guiñó el ojo, en un intento de aligerar la conversación-. Está buena, ¿eh?
Tomás casi se sonrojó.
– Sí, es mona.
– ¿Ya le has puesto el diente encima?
– ¿A quién, a Nadia?
Filipe se rio.
– ¡No, a la Madre Teresa de Calcuta! -exclamó irónico-. Claro que a Nadia, bobo.
– ¿Por qué? ¿Crees que debería?
– Debes de estar bromeando, Casanova. Si no te conozco mal desde los tiempos del instituto, debes de haberte echado encima de ella ya en la primera noche.
– ¡Qué disparate!
– Te conozco, Casanova. De sobra. Y, a menos que algo haya cambiado, estoy seguro de que ellas siguen sin poder resistirse a tus ojos verdes y a esas palabritas dulces de seductor.
Tomás adoptó una expresión impaciente, de alguien a quien no le está gustando el rumbo que ha tomado una conversación.
– Bien, ya nos estamos desviando del tema -dijo y se puso serio, intentando volver a centrarse en lo que estaban hablando-. Hay algo en medio de todo esto que aún no he entendido.
– Dime.
– ¿Por qué razón erais sólo cuatro? ¿Por qué no ampliasteis el grupo, considerando la dimensión de la tarea?
– Por una cuestión de seguridad.
– ¿Seguridad? ¿Seguridad con respecto a qué?
El hombre meneó la cabeza y sonrió sin ganas, casi con tristeza.
– Está claro que no conoces los intereses que hay en juego.
– ¿De qué estás hablando?
– Estoy hablando del mayor negocio del mundo. El petróleo.
– ¿Qué hay con eso?
– ¿Qué crees que ocurriría cuando las fabulosas fortunas y el inmenso poder que el petróleo alimenta descubriesen que había unos pelmas haciendo un trabajo que podría poner en entredicho la fuente de esas fortunas y de ese poder suyo?
– Imagino que no se quedarían satisfechos.
– Pues claro que no. Eso me parece seguro.
– Pero ¿qué tiene eso de especial? Que yo sepa hay miles de científicos en todo el mundo estudiando las alteraciones climáticas. Es evidente que a la industria petrolera no debe de gustarle mucho eso, pero… ¿qué pasa? Si no les gusta, paciencia. Los científicos no dejan de hacer su trabajo porque a la industria petrolera no les gusta, ¿o sí?
Filipe se quedó un momento callado, como si cavilase en lo que podría decir.
– Hay cosas que tú no sabes sobre nuestra investigación.
– ¿Como por ejemplo?
Su amigo se movió en la silla, incómodo. La conversación entraba en un ámbito peligroso.
– Déjame que te responda con otra pregunta -sugirió-. ¿Qué harían los hombres que controlan el mayor negocio del mundo si supiesen que su negocio está amenazado de muerte?
Tomás consideró esta pregunta.
– Qué sé yo. ¿Qué harían?
Filipe se inclinó en la silla, con los ojos amusgados y las cejas cargadas.
– Llegamos al punto de partida.
– ¿Qué punto de partida?
– ¿Qué has venido a hacer aquí?
– ¿Yo? Ya te lo he dicho, Filipe. He venido a propósito de la investigación sobre la muerte de los dos científicos.
El hombre se mantuvo un instante callado, a la espera de que esta observación se revelase íntegramente.
– Entonces ya has respondido a la pregunta.
Tomás lo miró, perplejo.
– ¿Qué pregunta?
– ¿Qué harían los hombres que controlan el mayor negocio del mundo si supiesen que su negocio está amenazado?
– Sí, ¿qué harían?
Filipe respiró hondo.
– Piensa en lo que les ha ocurrido a Howard y a Blanco. -Se recostó en la silla y contempló el lago que desaparecía en las tinieblas siberianas, envuelto en la profunda sombra de la noche. Sólo se oía el suave rumor de las olas besando la playa-. Ahí tienes la respuesta.
Capítulo 20
El bar del campamento se animaba con unos ruidosos clientes alemanes que bebían cerveza Klinskoe entre jubilosas canciones bávaras, pero el ruido de los juerguistas siempre era mejor que el frío seco que comenzaba a sentirse en la playa. Por tal razón, los dos amigos se recogieron en el interior cálido del bar y pidieron un shashlyk para entretener el estómago; cuando llegó el pincho de carnero, lo acompañaron con pan de centeno y un afrutado tinto georgiano de uva akhasheni.
– ¿Crees entonces que los intereses del petróleo provocaron la muerte de tus amigos científicos? -observó Tomás, reiniciando la conversación en el punto en que la habían suspendido.
– No es que lo crea -le corrigió su amigo-. Lo sé.
– ¿Cómo puedes estar seguro?
– No te olvides, Casanova, de que conozco el mundo del petróleo como la palma de mi mano. -Mostró las manos, como si allí estuviese la prueba de lo que acababa de decir-. Las personas pueden tener el aspecto más civilizado del mundo, y en el caso del mundo del petróleo hay muchas que ni siquiera tienen ese aspecto, pero, cuando se trata de defender intereses de esta envergadura, querido amigo, no hay aire civilizado que resista. Todo se vuelve primitivo, violento, básico. La preservación de este tipo de poder afecta a los instintos más primarios y a las acciones más brutales que se puedan imaginar.
– Pero ¿tienes alguna prueba de que hayan asesinado a tus amigos por intereses ligados al petróleo?
– Tengo las pruebas que me llegan.
– ¿Y cuáles son?
– Mira, para empezar, lo que ocurrió conmigo. Por un feliz azar, en el momento en que mataron a Howard y a Blanco, yo estaba en el extranjero.
– Viena, ¿no?
Filipe adoptó una expresión interrogativa.
– ¿Cómo lo sabes?
– He hecho los deberes.
– Sí, estaba en Viena. Ocurre que, ese mismo día, unos desconocidos asaltaron mi casa. Lo extraño es que no se llevaron nada, lo que indica que no encontraron lo que habían ido a buscar, es decir, a mí.
– Puede ser pura coincidencia.
– Lo sería si lo mismo no hubiese sucedido con James. Asaltaron su casa en Oxford al mismo tiempo que la mía, el mismo día en que Howard y Blanco fueron asesinados. Afortunadamente, James se había ido a Escocia a consultar unos documentos y tampoco se encontraba en casa. O sea, que, de una sola vez, mataron a dos miembros del grupo y asaltaron las casas de los otros dos, que por casualidad se habían ausentado sin aviso. Todo el mismo día.
– ¿Le dijisteis eso a la Policía?
– ¿Qué? ¿Que nos asaltaron la casa?