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Además del microondas, del horno, del frigorífico y de todo lo que normalmente se encuentra en una cocina, se acumulaban aquí múltiples depósitos de basura, en conformidad con el protocolo del Waste Management Program de la base. Lejanos estaban los tiempos en que la basura se abandonaba sobre el hielo o se quemaba todos los sábados en McMurdo. La Antártida se había convertido en una inmensa zona protegida y el protocolo de protección ambiental del continente requería que todos los residuos se guardasen para ser llevados después a los países de origen, en este caso Estados Unidos. Hasta el reactor nuclear de la base, que habían llevado allí en 1961, acabó siendo retirado once años después. En conformidad con el protocolo, había en la cocina ranuras para dieciocho tipos diferentes de residuos y a Dawson solía llevarle diez minutos verse libre de una simple bolsa de basura; las tarjetas usadas tenían su depósito, los metales otro, hasta el aceite de cocina disponía de un contenedor propio, por lo que el científico perdía mucho tiempo en elegir el sitio donde echar cada desperdicio.

Esta vez, sin embargo, el contenedor de la junk food sería su propio estómago. Desmayado de hambre, Dawson sacó del arca un chili con carne, congelado, y puso a calentar la comida en el microondas.

– ¿Profesor Dawson?

El científico dio un salto del susto. Miró hacia un lado y vio a un desconocido parado bajo el dintel de la puerta, con unas gafas espejadas que le ocultaban los ojos.

– Jesus-Christ! -exclamó, rehaciéndose aún del sobresalto-. ¿Quién es usted?

– ¿Profesor Howard Dawson?

– Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarlo?

El desconocido dio un paso adelante, alzó el brazo derecho y apuntó la pistola.

Pam.

Pam.

Howard Dawson se dobló sobre sí mismo y se desplomó con dos orificios en el pecho.

El desconocido se acercó y apoyó el cañón caliente y humeante en la frente del científico moribundo.

Pam.

Capítulo 1

Un haz de luz se expandió por una estrecha rendija del cortinaje, iluminando el rostro arrugado y dormido de Graça Noronha. El foco apareció de repente, probablemente era una nube que afuera había destapado por momentos al sol; fue sólo un claror fugaz, pero suficiente para despertar a la mujer. Doña Graça entreabrió los ojos, el verde cristalino brillando bajo el efecto de la luz, palpó la mesilla de noche, encontró las gafas, se las puso y se incorporó en la cama.

– ¡Manel!¡Manel! -llamó-. ¿Dónde te has metido, hombre?

Tomás se levantó del sofá de la sala y casi salió corriendo hacia la habitación.

– ¿Qué hay, madre? ¿Ya se ha despertado?

Doña Graça miró a su hijo con expresión interrogativa.

– ¿Tu padre? ¿Aún está en la oficina? -Meneó la cabeza-.¡Ese hombre siempre está en la Luna! Oye, Tomás, ve a preguntarle si quiere un tecito, ¿sí?

El hijo se aproximó a su madre y se sentó en la cama.

– ¿Qué hay, madre? ¿De qué estás hablando?

– Ve a ver si tu padre quiere tomar un té, anda. Ya se hace tarde.

Tomás suspiró, deprimido.

– Escuche, madre, él no está aquí.

– ¿Que no está aquí? No me digas que aún sigue en la facultad. -Reviró los ojos, armándose de paciencia-. Válgame Dios, este hombre es realmente despistado.

– Madre -respondió el hijo con la voz cansada-. Él murió el año pasado.

Doña Graça adoptó una expresión de sorpresa .

– ¿Que tu padre murió el año pasado? Pero ¿qué disparate estás diciendo, eh?

– ¿No se acuerda, madre?

– Claro que me acuerdo. Esta misma mañana estuve preparándole el desayuno.

Tomás meneó la cabeza.

– Usted ha estado toda la mañana en la cama durmiendo, madre.

Doña Graça se puso rígida.

– ¿Eres tonto o te lo haces? ¿Me vas a decir que no le he preparado hoy el desayuno a tu padre?

– Está confundida, madre.

– ¿Confundida yo? Pero ¿qué dices? -Hizo un gesto impaciente con la mano-. Ve a llamar a tu padre, anda.

Tomás respiró hondo. Cogió la mano fría de su madre y la acarició con cariño. Después se levantó y se dirigió hacia la puerta de la habitación.

– Deje a papá tranquilo. ¿Quiere que vaya yo a preparar un té?

– No quiero té.

– Entonces es mejor que se cambie -dijo el hijo.

– ¿Cambiarme? ¿Para qué?

– ¿No se acuerda?

– ¿De qué?

– Vamos a ver al doctor Gouveia.

– ¿Para hacer qué?

– Tenemos cita para una consulta.

– ¿Qué consulta? Que yo sepa, no estoy enferma…

– Es a las cuatro. Ande, prepárese.

La enfermera sonrió a Tomás y éste le devolvió la sonrisa. Era una muchacha joven y la presencia de ese hombre de ojos verdes luminosos, tan felinos en el contraste con el pelo castaño oscuro, no le resultaba indiferente. Pero pronto Tomás la ignoró, intimidado por aquel lugar de sufrimiento; se sentía incómodo por encontrarse de vuelta en los hospitales de la Universidad de Coímbra, justamente el lugar donde había muerto su padre el año anterior. Lo cierto, no obstante, es que era allí donde el médico de cabecera tenía la consulta y no había escapatoria posible; si quería que el doctor Gouveia siguiese controlando a su madre como lo venía haciendo desde hacía tantos años, tenía que someterse a aquella prueba.

– ¿Tu amiga árabe va a preparar hoy la cena? -preguntó doña Graça de repente.

El hijo respiró hondo.

– No es árabe, madre. Es iraní.

– Da igual.

– No da igual -dijo meneando la cabeza-. Qué confusión. -Miró a su madre-. Además, no va a preparar la cena porque volvió a su país el año pasado. ¿No se acuerda?

– ¿Estás tonto? Si ayer mismo la vi…

– No, madre. Fue el año pasado.

Se callaron un largo instante, doña Graça parecía confusa e intentaba reordenar sus recuerdos. Se abrió, rompiendo ese silencio deprimido, la puerta del despacho, y un bulto blanco apareció en la sala de espera, colmando a la madre de Tomás con una sonrisa. El médico le tendió las manos y adoptó una expresión llena de bondad.

– Graça, ¿cómo se encuentra? -saludó Gouveia-.¡Siempre es bueno verla por aquí!

– Ah, doctor -dijo ella-. Ya no me acordaba de que tenía consulta con usted, fíjese. -Esbozó una sonrisa leve-. Vaya, mi cabeza anda realmente despistada, parezco una gallina tonta. -Bajó la voz, como si contase un secreto-. ¿Sabe a qué se debe? Me estoy poniendo vieja…

– ¿Graça vieja?¡No me haga reír!

– Es que, doctor, ya son setenta años, ¿no?

– ¿Y qué son setenta años hoy en día, eh?

Doña Graça entró en el despacho.

– No bromee, doctor, no bromee.

El médico saludó a Tomás con un gesto y cerró la puerta del despacho.

Sentado en la sala de espera, Tomás cruzó los brazos y se preparó para quedarse allí durante un buen rato aguardando el final de la consulta. Reparó en la mesita con las revistas y cogió una de ellas, que se puso a hojear distraídamente.