– No tengo idea.
– Dos de esos mapas eran de Arabia Saudí y de los Emiratos Árabes Unidos. ¿Y el tercero?
– ¿De Kuwait?
– De Iraq. -Arqueó las cejas-. ¿Entiendes ahora?¡El hombre estuvo inclinado ante los mapas donde se localizan los campos petrolíferos iraquíes! Allí lo tenía todo: los yacimientos, los oleoductos, las refinerías y la división en ocho bloques de la zona petrolera iraquí. Aún más:¡se tomó incluso el trabajo de calcular cuánto petróleo iraquí podría lanzarse rápidamente en el mercado! Los documentos muestran que Cheney quería perforar el mayor número posible de pozos en Iraq, para lograr aumentar la producción a siete millones de barriles por día.
– ¿Eso fue después del 11 de Septiembre?
– Fue antes, Casanova -repitió Filipe-. «Antes» del 11-S. ¡Los mapas están fechados en marzo de 2001, seis meses antes de los atentados y dos años antes de la invasión de Iraq! -Sonrió sin ganas-. Las armas de destrucción masiva, la democracia en Oriente Medio y todas esas patrañas no fueron más que pretextos para enmascarar el verdadero objetivo estratégico de la invasión de Iraq: controlar las segundas mayores reservas mundiales de petróleo e imponer un orden estadounidense en la zona donde más petróleo se produce en el mundo. Todo obedeció a esa idea fundamental. No sólo Iraq es el segundo país con más petróleo, sino que es el país donde resulta más barato extraerlo. E, instalándose en Iraq, los estadounidenses lograban imponer y hacer sentir su presencia en toda la región. ¿Entiendes?
– Sí.
– En el momento en que la ONU estaba discutiendo la cuestión bizantina de las armas de destrucción masiva de Iraq, Cheney llegó a afirmar en público que Saddam amenazaba los abastecimientos regionales de petróleo y presentó ese argumento como razón suficiente para lanzar el ataque. -Sonrió-. La gente de la Casa Blanca fue presa del pánico cuando lo oyó hablar tan abiertamente del verdadero objetivo de la guerra y, como es evidente, los estrategas lo mandaron callar. Una guerra por el petróleo era algo que nunca galvanizaría la opinión estadounidense o internacional ni legitimaría la acción militar. Por ello, se empezó a ocultar ese argumento y la Administración Bush llegó incluso a negar que la guerra tuviese algo que ver con el petróleo. -Abrió las manos-. Pero no es posible negar la evidencia. ¿Tú crees que, si Iraq no produjese petróleo sino cacahuetes, los estadounidenses iban a gastarse una fortuna en invadir el país?
Tomás se rio.
– Claro que no.
– Los hechos están ahí para quien los quiera ver. Incluso antes de que la guerra comenzase, la Halliburton de Cheney tenía un contrato de siete mil millones de dólares firmado por el petróleo iraquí. Y cuando las tropas avanzaron, su prioridad operativa fue proteger los gigantescos campos petrolíferos de Kirkuk. En cuanto entraron en Bagdad, las fuerzas estadounidenses fueron corriendo a cerrar el Ministerio del Petróleo, ignorando lo que sucedía en el resto de la ciudad, donde reinaba el pillaje. Todo podía ser pillado, excepto el Ministerio del Petróleo. ¿Por qué sería?
– Pues, puedo imaginármelo.
– Al invadir Iraq, los Estados Unidos no estaban haciendo otra cosa que poner en práctica la agenda de la industria petrolera. El plan era claro. Por un lado, enriquecer a los financiado- res de su campaña electoral y a todos sus amigos del mundo del petróleo. Por otro, asegurarse de que aquel petróleo no fuese a caer en manos de China y de Rusia. Y, finalmente, imponer una visión geoestratégica que asegurase la presencia y la influencia estadounidenses en todo Oriente Medio. Al controlar el golfo Pérsico y Oriente Medio, los Estados Unidos garantizaban el acceso a las mayores reservas mundiales de petróleo, en un momento en que el petróleo no OPEP ya ha superado su pico de producción y está agotándose.
Acabaron el shashlyk y el vino y se recostaron en las sillas. I.os alemanes ya se habían callado, entorpecidos por la cerveza, y el ambiente del bar se había vuelto apacible.
– ¿Vamos andando? -sugirió Tomás.
Filipe alzó la mano y le hizo una seña al camarero ruso, dibujando en el aire una firma.
– Espera, voy a pedir la cuenta.
El camarero cogió un lápiz y un bloc y sumó las consumiciones. Tomás se quedó observándolo, pero su mente volvió a la situación en la que su amigo se había metido.
– Respecto a toda esta historia -comentó-, vuelvo a de- c ir que hay algo que no tiene sentido.
– Dime qué.
– Vosotros erais cuatro científicos estudiando el problema del calentamiento global, ¿no es verdad?
– Sí.
– Pero en el mundo existen cientos o miles de otros científicos estudiando el mismo problema. ¿Por qué razón los intereses de la industria petrolera querían vuestra muerte en concreto? ¿Qué teníais vosotros de diferente en relación con los demás?
El camarero entregó la cuenta y Filipe le dio un puñado de rublos.
– ¿Quieres saberlo? -preguntó.
– Claro.
– Ocurre que hemos descubierto algo.
Tomás lo encaró interrogativamente.
– ¿Qué?
Filipe se incorporó, se puso la chaqueta y se dirigió hacia la puerta del bar.
– Hemos descubierto algo que marca el final de la industria petrolera -afirmó-. Y eso es una cosa que ellos no pueden tolerar.
Y salió.
Capítulo 21
Encontraron a Nadezhda sentada en un ancho banco de madera entre dos yurts, con las piernas estiradas sobre un tronco cilíndrico, envuelta en un grueso y suave abrigo de piel. Los yurts se asemejaban a panecillos alineados uno al lado del otro, separados unos cinco metros y con un banco de plaza entre ellos; detrás había una densa hilera de árboles que marcaban la linde del bosque, como si las tiendas estuviesen apoyadas en una pared de troncos y arbustos. La rusa tenía un farol de petróleo colocado en el suelo, al lado del banco, y la luz macilenta proyectaba sombras fantasmagóricas alrededor, como espectros danzando en la noche.
– ¿Y? -la saludó Filipe al acercarse a la tienda con Tomás detrás de él-. ¿Por dónde has andado?
– Por ahí.
– No me digas que has ido a reunirte con el Jamagan.
La rusa lanzó un chasquido irritado.
– Oh, no me fastidies.
Filipe se rio y volvió la cabeza hacia atrás.
– Nadia tiene aquí un amigo especial -dijo-. Es un viejo chamán que le llena la cabeza de disparates.
– No son disparates, Filhka -protestó ella-. Tiene realmente poderes sobrenaturales.
– ¿Qué poderes sobrenaturales?¡El viejo es un trapacero!
– Habla con los espíritus.
El geólogo portugués soltó una carcajada.
– Me parece que habla más con las bebidas espiritosas.
– Oh, ya estamos.
Tomás se acomodó sobre el tronco colocado en el suelo, pinto a los pies de Nadezhda.
– ¿Qué historia es esa de un chamán?
– Es un embustero que anda por ahí engatusando a la gente -dijo Filipe-. Ha convencido a Nadia de que es un mago.
Nadezhda reviró los ojos, enfadada.
– No le hagas caso, Tomik -interrumpió ella-. Filhka no sabe lo que dice.
– ¿Ah, no lo sé?
– No, no lo sabes.
– Entonces, ¿qué hace el viejo? ¿Eh? ¿Qué hace?
– El Jamagan tiene poderes místicos -le contestó-. Tienes que respetar eso.