– ¿Qué hace ella? -preguntó Tomás en un susurro.
– Nadia está explicándole que nos persiguen unos hombres que amenazan el tegsh.
– ¿Qué es eso?
– ¿El tegsh? Es un concepto chamán.
– Pero ¿qué significa?
– Equilibrio -tradujo Filipe-. Los chamanes veneran el aire, el agua y la tierra y consideran que es importante mantener el equilibrio en el mundo. Según ellos, el planeta no es un sitio muerto, sino que cada cosa y cada lugar vibran con la presencia viva de espíritus. Todo tiene un alma, incluidos los animales y las plantas. La ética chamánica preconiza el respeto por la naturaleza y la defensa de las cosas naturales y es a esa ética a la que Nadia está apelando.
Nadezhda se calló y le tocó al anciano comenzar a hablar.
– ¿Qué dice?
– La Madre Tierra y el Padre Cielo nos crearon y nos alimentaron durante millones de años y merecen nuestro respeto -murmuró Filipe, traduciendo simultáneamente las palabras del Jamagan-. Los hombres creen que el mundo es inerte y está aquí para ser explotado. No lo es y no está para eso. El problema de los hombres es que han perdido el respeto por la Madre Tierra y eso nos condena a todos. Necesitamos respetar el lago y la montaña, la taiga y la estepa, al águila y al pez; si no, lo perderemos todo. Necesitamos de tenger medne. Cada uno de nosotros es responsable de lo que hace y tenger ve todo lo que se ha hecho y es el último juez y el hacedor de destinos.
– ¿Necesitamos de qué? -preguntó Tomás, interrumpiendo la traducción simultánea.
– Tenger medne -repitió Filipe-. Es la responsabilidad personal, la relación que tenemos con el universo. Los chamanes sostienen que la relación de los seres humanos con el universo es directa, sin nada que se interponga, ni libros sagrados ni sacerdotes, ni siquiera chamanes. Sólo tenger medne.
El Jamagan se calló en ese instante y la rusa volvió a hablar, esta vez más agitada, señalando sucesivamente hacia la playa, hacia el interior de la gruta y hacia el lago. Filipe se quedó tan absorto en lo que ella decía que dejó de traducir, pero pronto eso se hizo irrelevante. El viejo chamán la escuchó en silencio, balanceó la cabeza cuando ella al fin calló, y pronunció entonces una única palabra.
– Da.
Aquel sí los impulsó a la acción. Entraron en la gruta, se inclinaron en la sombra y cogieron un objeto cuyas formas no lograba Tomás distinguir. Lo levantaron y lo arrastraron hacia fuera de la pequeña caverna.
– ¿Qué es eso?
– Es un kayak, ¿no lo ves?
Era, en efecto, una embarcación de madera, estrecha y larga, con capacidad para dos personas. Descendieron por el declive, depositaron el kayak en el agua y volvieron a la gruta para ir a buscar la segunda canoa. Tomás fue con ellos y esta vez ayudó a transportar la embarcación. Cuando franqueó la puerta de la gruta con el kayak en brazos, tropezó con una piedra y estuvo a punto de caerse, pero logró recuperar el equilibrio a tiempo. Fue en ese instante cuando se oyó la voz de Nadezhda.
– Están llegando.
Torció la cabeza, elevó aún más el kayak y observó, intentando entender lo que pasaba. Por encima de la playa, entre una nube de polvo, vio dos pares de faros que se acercaban.
Eran los jeeps.
– ¡Deprisa!¡Deprisa!
Los tres hombres casi corrieron por la cuesta con el kayak a hombros. Echaron la canoa al agua y Filipe señaló a Tomás.
– Tú vas con Nadia en este kayak -indicó la embarcación más próxima-. Yo voy con Borka en el otro.
Nadezhda se equilibró en la canoa y esperó que Tomás se acomodase. El historiador miró de reojo el lugar donde había visto a los jeeps y comprobó que se habían inmovilizado, que las puertas se abrían y los ocupantes bajaban. No necesitaba ver más; ocupó su lugar y cogió el remo.
– ¡Deprisa!
Filipe increpó en portugués mientras entraba en el segundo kayak.
– Pero ¿cómo estos cabrones saben dónde estamos?
– ¿Nos habrá denunciado alguien? -aventuró Tomás.
– Pero ¿quién? Hace muy poco que decidimos venir a la Shamanka…
– Tal vez estén registrando toda la isla.
Oyeron voces al fondo. Eran los hombres de los jeeps, que ya los habían identificado y gritaban órdenes.
Los remos de los dos kayaks entraron en el agua y las embarcaciones empezaron a alejarse del peñasco.
– ¿Hacia dónde vamos? -preguntó Tomás, que había dejado de ver la otra canoa.
Le respondió la oscuridad.
– Vamos a separarnos -dijo la voz de Filipe-. Tú vas con Nadia.
– ¿Dónde nos encontramos?
– No lo sé. Después me pongo en contacto contigo.
Los desconocidos corrían por la playa y llegaron en un instante a la Piedra Chamán. Remando furiosamente, Tomás consiguió ganar alguna distancia antes de atreverse a mirar hacia atrás. Vio la silueta de los hombres recortada en el promontorio por la hoguera del Jamagan; algo les centelleaba en los brazos.
zzmm,
zzmm,
zzmm.
Un zumbido cortó el aire alrededor del kayak, seguido por un resplandor de estampidos. El agua hizo unos plocs sucesivos más adelante: eran proyectiles que caían en el lago.
– Están disparando contra nosotros -exclamó Tomás, al borde del pánico.
Su mente pareció dividirse en ese instante. Una parte la invadió el miedo y el impulso de escapar, de salir de allí, de escabullirse a cualquier precio; pero otra, la racional, contemplaba la situación con un extraño distanciamiento. Tenía la impresión de no ser más que un mero espectador apreciando la escena desde fuera, como si nada de aquello tuviese que ver con él. Esa mitad racional se sorprendió por la forma en que todo sucedía; nunca hubiera imaginado que sería el blanco de disparos. Siempre había supuesto que primero se oían los estampidos y sólo después el zumbar de las balas, como en las películas, pero al final era al contrario: las balas volaban más deprisa que el sonido, los zumbidos llegaban antes que los estampidos.
– Chis -susurró Nadezhda-. No hagas ruido.
– ¡Pero están disparando contra nosotros!
– Han abierto fuego a ciegas -explicó ella-. No nos ven.
Pronto se silenciaron los estampidos y no hubo ya zumbidos alrededor de la canoa. Nadezhda tenía razón. Los desconocidos no veían los kayaks. Sólo vislumbraban el manto negro del Baikal fundiéndose con la noche siberiana.
Capítulo 23
La canoa cortaba el agua con silenciosa rapidez, con los remos danzando alternadamente a babor y a estribor, con los remeros jadeantes por el esfuerzo de mantener el ritmo; un-dos, un-dos, fuerza, fuerza, un-dos, siempre adelante, fuerza, un poco más, un-dos, un-dos.
Diez minutos seguidos remando tuvieron, sin embargo, su precio. Tomás sintió que los músculos de los hombros y del cuello le pesaban como piedras y los brazos casi se le dormían entumecidos. Desvaneciéndose su energía y los pulmones afanosos de aire, el combustible del miedo agotado por el esfuerzo desesperado de fuga, ambos acabaron por disminuir la cadencia con la que empujaban el agua con los remos; el kayak, deslizándose ahora más despacio, dejó de ser un proyectil disparado por el lago y se convirtió en una frágil y delicada cáscara de nuez, de repente infinitamente sensible al tierno ondular del Maloye Morye, el estrecho entre la isla y el continente.
– ¿Dónde están? -murmuró Tomás entre dos bocanadas de aire, con el corazón golpeteando de cansancio.
– ¿Quién? ¿Filhka y Borka?