– ¿Y si subimos la costa?
– Aún es peor. La próxima población es Baikalskoe, a unos trescientos kilómetros.
Tomás frunció los labios.
– Bien, entonces es mejor que nos arriesguemos por el pueblo del ferry -dijo con resignación-. Hasta es posible que consigamos hacer autostop antes de llegar allí, quién sabe.
La estepa no era lisa, sino ondulada, y los obligaba a escalar elevaciones y a descender declives. Aparecían pequeños arbustos dispuestos a espacios regulares, como si los hubiesen cultivado; se veían cardos y salvias y un toque de amarillo de los girasoles otorgaba color al paisaje acastañado y seco.
– ¿Aquí no vive nadie? -se exasperó Tomás al cabo de apenas media hora de marcha.
– Niet -confirmó Nadezhda sin apartar los ojos del suelo-. El suelo es muy pobre, ¿no ves? La estepa tiene poca agua. Como esto es casi un desierto, nadie quiere venir aquí.
Pequeños montes les obstruían a veces el paso, obligándolos a sortear los obstáculos para poder seguir adelante. La conversación entre ambos era esporádica, como espasmos. Tenían hambre y se sentían cansados, querían salir de allí lo más pronto posible, pero se veían forzados a conformarse con la situación.
En Tomás anidaba, sin embargo, un resentimiento que hasta ese instante había decidido callar, pero ahora, con tanto andar y sin nada que decirse, se sentía tentado a manifestar aquel resquemor que lo martirizaba a fuego lento.
– ¿A ti te gusta Filipe? -aventuró.
Nadezhda se encogió de hombros.
– No me quejo -dijo-. Siempre ha cumplido con lo acordado. Además, está haciendo algo importante, ¿no te parece?
– Claro -asintió Tomás-. Pero lo que yo quiero saber es si realmente te gusta.
– Oh, eso.
Caminó callada.
– ¿Y ?
– Los hombres son hombres. A vosotros os gusta el sexo, a mí me gusta el sexo. ¿Qué hay de malo?
– Pero ¿te gusta Filipe?
– Me gustan todos los hombres con los que salgo. Siempre que paguen, todo está bien.
Tomás se quedó un instante rumiando esta última afirmación.
– ¿No te gustaría salir de esa vida?
– ¿Qué vida? ¿La de profesional del sexo?
– Sí.
– Blin! -lo increpó-. Pero ¿cuál es tu problema?
– Ninguno. Sólo tengo curiosidad, nada más que eso. -La miró con intensidad-. ¿Estás obligada a esa vida?
Nadezhda se rio.
– Quieres salvarme, ¿eh?
– Sí, ¿por qué no?
La rusa se quedó unos instantes callada, analizando el suelo que pisaba.
– Eres un encanto, Tomik. Pero no necesito salvarme.
– ¿Crees que no?
– Sé que no. Nadie me obliga a llevar la vida que llevo. Lo hago porque me gusta el dinero y porque me da placer. Si yo quisiese acabar hoy mismo, acabaría. -Lo miró con jovialidad-, ¿Sabes lo que quiere decir mi nombre?
– ¿Nadia quiere decir algo?
– No, tonto. Nadezhda. ¿Sabes lo que quiere decir?
Tomás contrajo el rostro en una expresión de ignorancia.
– No tengo la menor idea.
– Nadezhda significa «esperanza». -Sonrió con alegría-. Esperanza. ¿Entiendes, Tomik? Yo tengo esperanza. -Miró el horizonte con actitud soñadora-. Cuando termine la facultad, el próximo año, ¿sabes qué voy a hacer? Voy a conseguir un Iván cualquiera y me iré a vivir con él a Crimea. -Sacudió su pelo cobrizo, en un gesto despreocupado-. No te preocupes por mí.
– ¿Y la mafia te deja?
– Pero ¿qué mafia? Llevo la vida que quiero llevar y la dejaré cuando quiera dejarla. Aquí no hay mafias que me den órdenes. Hago lo que quiero con mi cuerpo y quien lo quiera tiene que pagar. -Señaló a Tomás-. Y tú, con esa charla de cura, entérate ya de que se acabaron los favores, ¿has oído? A partir de ahora, si quieres follar, tendrás que pagar. No eres más que los otros.
Capítulo 24
Una nube de polvo fue el indicio que les indicó que estaban muy cerca de una carretera de tierra apisonada. Las agujas del reloj de pulsera de Tomás marcaban casi las doce del mediodía y los dos fugitivos se arrastraban en silencio por la estepa, demasiado cansados y hambrientos para poder hablar. La floresta bajaba por las montañas y se acercaba a la pequeña franja de la pradera, pero ambos prefirieron mantenerse en el descampado, donde el avance era más fácil.
El polvo que se levantaba a lo lejos tuvo la virtud de despertarlos del letargo en que se habían sumido, y los animó, como un globo vacío que recibe un soplo de aire.
– Ahí viene gente -exclamó Nadezhda, súbitamente espabilada-. ¡Por fin!
– Pero vienen hacia aquí-observó Tomás-. Necesitamos alguien que vaya para el otro lado.
– No importa. Si allí viene un coche, es porque aquí hay una zona de paso. Eso es formidable.
Intentaron prever el recorrido del automóvil que levantaba todo aquel polvo, pero pronto se dieron cuenta de que sólo había un itinerario posible: el que los conducía hasta ellos. La estepa no era allí más que una estrecha franja ceñida entre la taiga y el lago, por lo que no abundaban las alternativas. Como era evidente que ningún coche podía cruzar el bosque denso y no vieron ninguna otra nube de polvo que señalase más tránsito en una eventual carretera por el bosque vecino, se hizo claro que el recorrido del vehículo que se acercaba tendría inevitablemente que hacerse por la orilla, donde los dos se encontraban. Subieron a una elevación y se quedaron allí de pie, aguardando con expectativa que el vehículo fuese hacia ellos.
La nube creció y el motor del automóvil se hizo audible; parecía un rugido in crescendo. El coche surgió de repente de una loma y se quedó a la vista de ambos. Era un todoterreno. Justo atrás apareció otro, y Tomás sintió una sacudida en el pecho al reconocer a los de la noche anterior.
– ¡Son ellos! -gritó.
Aferró a Nadezhda por el brazo y corrió cuesta abajo, huyendo desenfrenadamente por la estepa. No estaba seguro de que los hubiesen visto, pero le parecía posible y hasta probable. El miedo le aligeró el paso y el cansancio se diluyó, sustituido por una inyección de energía que ya creía no tener. Corrieron los dos por el descampado, midiendo la aproximación de los jeeps con los oídos y el rabillo del ojo, y en un instante cruzaron la linde de los árboles y se internaron en la taiga.
Rodeados por los pinos y los arbustos, el avance se hizo más lento, tan lento que pudieron percibir el silenciar de los motores y el ruido de los portazos. Los habían localizado, les estaban dando caza. Oyeron gritos de hombres y, como una descarga de adrenalina, esos sonidos de la persecución les dieron nuevas fuerzas, impeliéndolos hacia delante en una ceguera de fuga; corrieron lo más posible entre los árboles, topándose con las ramas, rasgándose las ropas y la piel con los cardos y las flores silvestres. Nada, sin embargo, los frenaba; corrían como liebres entre las plantas, deslizándose entre los pinos, buscando a toda costa ganar distancia de sus perseguidores.
Seguían vociferando órdenes en algún sitio detrás de ellos, ya más próximas, ya más distantes. A veces tenían la nítida impresión de que los aniquilarían en cualquier momento, pero poco después seguían con la convicción de que se distanciaban de los desconocidos. Sentían los pulmones a punto de reventar y creían que el fragor de la respiración era tan alto que inevitablemente los denunciaría, pero prosiguieron la carrera, avanzando cada vez más, internándose profundamente en el corazón de la floresta.
Un ay gemebundo hizo a Tomás mirar hacia atrás. Vio a Nadezhda caída junto a un arbusto.
– Venga -dijo, retrocediendo y dándole la mano-. Deprisa.