La rusa intentó incorporarse, pero pronto esbozó una mueca de dolor.
– No puedo -sollozó-. Me he torcido el pie.
Tomás tiró de ella con más fuerza.
– Venga. No podemos parar.
La muchacha se levantó y dio algunos pasos, pero eran más bien saltos a la pata coja que una carrera; se hacía evidente que no estaba en condiciones de continuar.
– No puedo -se quejó-. Me duele.
Tomás miró hacia atrás. Los perseguidores aún no habían aparecido, aunque le pareciese claro que, si se quedaban allí, pronto los atraparían. Miró alrededor, desesperado, en busca de soluciones rápidas, pero sólo una idea le martillaba la mente.
– Tenemos que salir de aquí.
– Huye tú -dijo ella-. Tú puedes correr, yo no. Huye, Tomik.
La miró, tentado por aquella posibilidad. Lo que Nadezhda estaba diciendo tenía realmente sentido. Si se quedaba con ella, los atraparían a los dos; si huía, tal vez conseguiría escapar. En cualquier caso, ella estaba perdida. Lo más sensato era, sin duda, huir.
Casi aceptó la sugerencia, pero en el último momento flaqueó. No la podía dejar allí. Se acordó de lo que les había ocurrido a los dos científicos abatidos años antes por esos mismos hombres u otros semejantes: dejarla atrás sería condenarla a una muerte segura. No, no era capaz de hacerlo. Si lo hiciese, sabía que no podría vivir tranquilo de entonces en adelante. Pero el problema es que no moverse de ese lugar era un verdadero suicidio. ¿Qué hacer? ¿Debería huir o sería mejor quedarse?
Volvió a buscar señales de los perseguidores. Aún no habían aparecido, pero ya oía las voces acercándose. No podían permanecer allí más tiempo, tenían que moverse. Los segundos se agotaban y necesitaba a toda costa superar la indecisión y encontrar una salida.
– Apóyate aquí -dijo ofreciéndole el hombro y sujetándola por el brazo, que enlazó alrededor de su cuello-. Vamos.
La arrastró por la floresta al paso más rápido del que fue capaz: ella cojeando apoyada en él, Tomás arrastrándola con esfuerzo; sin embargo, pronto se dio cuenta de que así no irían a ningún lado. Comenzaba a sentirse exhausto y, avanzando a duras penas, era obvio que en cualquier instante los alcanzarían. En la congoja del momento vislumbró un arbusto entre dos pinos y corrió hacia allí. Ayudó a Nadezhda a refugiarse detrás de las ramas y le siguió el ejemplo, intentando ocultarse entre el follaje. Respiraban los dos penosamente, con los pechos jadeantes. Tomás hizo una seña para que controlasen ese jadeo convulsivo y lograran un absoluto silencio.
Silencio.
El gorjeo de las aves llenaba la taiga con una melodía serena, pero lo que antes habrían considerado un simple concierto de la naturaleza, ahora se les figuraba como una siniestra entrega a las fuerzas primitivas de la floresta. El trinar de los pájaros les recordaba que aquél no era el mundo de los hombres, que las leyes allí eran diferentes, que cualquier cazador se podía convertir en presa de alguien. Esperaron en silencio, con la atención centrada en otro tipo de sonido, y no tuvieron que aguardar mucho. Oyeron voces de hombres y que alguien agitaba la vegetación. No había dudas, los perseguidores se encontraban cerca. Se mantuvieron un buen rato quietos, con la respiración casi suspendida, los ojos moviéndose en todas direcciones, gotas de sudor que brotaban de la parte alta de la frente, rezando para que el arbusto llegase a ocultarlos de verdad.
Entregado a la angustia de la espera, Tomás empezó a cuestionar la eficacia del escondrijo. Momentos antes, en la congoja de la fuga, en el vértigo de la desesperación, aquel arbusto le había parecido una excelente solución. Pero ahora no estaba tan seguro. Imaginó a los perseguidores cerca de allí, con los ojos escrutadores, la atención redoblada, y se dio cuenta de que Nadezhda y él se encontraban expuestos, casi desnudos, como niños que se esconden detrás de una cortina y con los pies denuncian su presencia. Imposible que no los vieran, concluyó, con el corazón saltando de miedo y de agotamiento. Imposible. Qué disparate haber ido hasta allí, se mortificó. Pero ya no había nada que hacer, se escondieron allí y no disponían de alternativa. Sólo les restaba permanecer quietos, inmóviles como estatuas, y rezar para que los desconocidos no los descubriesen, lisa era la única posibilidad de…
Un hombre.
Vieron una rama que se movía y un hombre apareció de pronto frente al escondrijo, caminando con cautela, furtivo, atento a los sonidos, con la pose felina de un cazador. Vestía vaqueros y chaqueta de piel, pero lo que más terror inspiró a Tomás fue el objeto que llevaba en las manos. Sin haberla visto nunca, salvo en películas y fotografías de periódicos, el historiador reconoció la AK-47. El hombre avanzaba por la taiga con un kalashnikov entre las manos: no había duda de que ellos eran la presa de la cacería.
Tomás y Nadezhda se helaron de terror, con los latidos del corazón tan violentos que temieron que alguien pudiese oírlos a más de cien metros de distancia; era como si la muerte rondase por allí, husmeándoles el miedo, sintiéndoles el rastro caliente. Oyeron otra voz, parecía resonar del otro lado, pero no apareció nadie más. El hombre del kalashnikov se inmovilizó por momentos en el claro frente al arbusto, dijo algo en ruso a alguien que desde allí no veían y retomó la marcha, desapareciendo entre el follaje.
Los dos fugitivos permanecieron paralizados, con el corazón en la boca, temiendo que aparecieran más desconocidos. Oyeron nuevas voces, ahora a la derecha; era como si la línea de cazadores acabase de pasar junto a ellos sin haberlos visto. Ahora parecían alejarse las palabras que se decían los desconocidos y Tomás soltó un suspiro de alivio.
– Se están yendo -susurró, tan bajo que él mismo tuvo dificultad en oírse.
– Sí -repuso ella en el mismo tono.
– ¿Entendiste lo que decían?
– Nos están buscando.
– Pero ya nos han perdido. Tal vez sea mejor que aprovechemos para huir en la otra dirección.
– Quédate quieto. Ellos saben que estamos escondidos.
– ¿Lo saben?
– Sí. Están hablando de eso.
– Entonces, ¿qué hacemos?
– Tenemos que quedarnos quietos. Si nos movemos o hacemos ruido, darán con nosotros.
Se callaron y siguieron allí, muy quietos y tensos, con tanto pánico que ansiaban salir de allí corriendo, con tanto miedo que no eran capaces de moverse. Nuevas voces confirmaron que los hombres andaban aún por allí y el sonido de la vegetación al ser movida llenaba la taiga, como si los desconocidos estuviesen registrando cada rincón de la floresta. Los sonidos pararon y los hombres se pusieron por un momento a dialogar.
– Van a volver atrás -murmuró Nadezhda, que seguía la conversación.
Acto seguido, las voces se volvieron, en efecto, más altas, y los dos fugitivos suspendieron de nuevo la respiración. Sintieron la presencia otra vez cerca y ambos se paralizaron, sin saber muy bien cómo resistirían sus corazones a un amenazador segundo paso de los extraños. Oyeron el ruido de más ramas apartadas y, de repente, dieron con las piernas de un hombre frente a ellos, a medio metro del arbusto, con el kalashnikov apuntado hacia abajo. El desconocido también llevaba vaqueros, pero era más corpulento que el anterior. El hombre se detuvo un instante, tan próximo que sólo se le veían las piernas y la barriga, y desearon intensamente que se alejase lo más deprisa posible.
Pero el desconocido siguió sin moverse. Se unió a él un segundo hombre y se quedaron los dos mirando a un lado y al otro, como si estuviesen desconcertados. De repente, el segundo se acuclilló y miró hacia el arbusto.
Se vieron.
– Vot oni! -gritó el ruso.
Aterrorizado, Tomás casi saltó del arbusto para ponerse a correr, pero las piernas estaban demasiado débiles, parecían espaguetis hervidos, de modo que no tuvo fuerzas para esbozar una reacción.