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Se desencadenó un infierno en torno al arbusto. Los dos desconocidos en el claro volvieron los kalashnikov hacia el escondrijo y pronto se sintió un movimiento caótico alrededor. Aparecieron más cañones de armas venidas no se sabía bien de dónde, algunas metiéndose entre el follaje, y una voz bramó.

– Vykhodíte ottuda! -ordenó-. Bystro.

Nadezhda temblaba de pavor.

– Quieren que salgamos de aquí-tradujo.

Como un sonámbulo, con los sentidos entorpecidos, Tomás apartó las ramas y ayudó a la rusa a salir. En cuanto se enderezó, recibió un puñetazo en el estómago, se dobló en dos y se golpeó la frente en el suelo.

– Eto ti gueólog? -rugió una voz, amenazadora.

Sintió un cañón pegándosele a la nuca y le llevó unos segundos recuperar la respiración.

– No entiendo el ruso -dijo en inglés, con la boca llena de tierra.

Oyó un golpe y un gemido de mujer: habían golpeado a Nadezhda. Hubo nuevas preguntas en ruso, que la muchacha fue respondiendo entre sollozos.

«Este es el final», pensó Tomás.

Los rusos le gritaban a ella, que respondía llorando. Después se volvieron hacia él, lo tiraron del pelo hacia atrás y un hombre le pegó la boca al oído gritando alguna cosa más en ruso. El desconocido le palpó el cuerpo, buscó los bolsillos, se los revisó y sacó de ellos todo lo que pudo encontrar. Después le soltó el pelo y Tomás sintió que volvía a apoyarle el cañón en la nuca. Oyó voces conversando y, pasados unos minutos, los demás hombres se alejaron dos pasos, como si quisieran evitar que los alcanzase lo que iría a ocurrir a continuación.

«Me van a fusilar», comprendió con terror.

Nadezhda no paraba de sollozar. Por el rabillo del ojo, Tomás se dio cuenta de que ella estaba tumbada en el suelo, con un kalashnikov pegado a la nuca. Se hizo el silencio en el claro.

Pam.

Un estruendo brutal sonó al lado de Tomás, y le ensordeció el oído derecho. Volvió el rostro y comprobó, horrorizado, que Nadezhda tenía la cabeza deshecha. La sangre y la masa encefálica se desparramaban por el suelo mezcladas con los cabellos cobrizos.

El cañón pegado a la nuca de Tomás lo empujó hacia delante, haciendo que su cabeza se golpease en el suelo. En ese instante, pensó que todo había acabado. Iban a disparar. La presión en la nuca desapareció y, sin comprender bien lo que pasaba, sintió el cuerpo de un hombre que se inclinaba sobre su espalda y le acercaba de nuevo la boca al oído.

– Márchate, portugués -dijo el desconocido, ahora en inglés-. Márchate y no vuelvas nunca más.

Los hombres empezaron a moverse y, al cabo de pocos segundos, el claro quedó desierto. Temblando de nervios, con la conciencia poseída por un sentimiento de irrealidad, sin saber si aquello no era más que un sueño, Tomás se levantó despacio y se sentó en el suelo. Los hombres habían desaparecido de verdad, dejándole la cartera y el pasaporte a sus pies.

Sus ojos incrédulos se posaron entonces en el cuerpo inerte y ensangrentado de Nadezhda, extendido en el suelo húmedo como una muñeca rota, y fue en ese momento cuando se echó a llorar.

Capítulo 25

De la vivienda se apreciaba el mismo aspecto tranquilo de siempre, tal vez un poco más risueño que las otras veces que había ido; al fin y al cabo, la primavera siempre se adelantaba y los parterres del jardín ya florecían con exuberancia. Las rosas comunes centelleaban al sol, rojas y amarillas, intensas de vida, compitiendo con el naranja de los alquequenjes, las hojas traslúcidas a contraluz; pero era el azul celeste de los ajenuces, con sus pétalos abiertos como estrellas, lo que otorgaba la apariencia exótica a la vegetación.

Tomás entró en la casa y fue como si estuviese a la puerta de otro mundo. Hasta ese instante, había vivido obcecado por la aterradora experiencia que acababa de tener en Siberia. No lograba borrar de la memoria el sonido de la detonación del kalashnikov que había destruido la cabeza de Nadezhda ni la imagen de la muchacha tendida en el suelo de la taiga, con el cerebro esparcido en el claro donde la habían ejecutado. El sonido y la imagen asombraban a Tomás sin parar y fue con ese recuerdo martilleándole la mente como hizo todo el viaje de regreso, desde las márgenes del Baikal hasta el porche de la residencia, en Coímbra.

En el instante en que traspuso la puerta de entrada, el machacar ininterrumpido cesó abruptamente; parecía que la mente le había concedido una tregua piadosa. Era como si el subconsciente supiese que, para lidiar con el nuevo problema, no podía arrastrar el anterior; todo tenía su tiempo y sólo podía ocuparse de una cosa cada vez. Por ello, con la cabeza inesperadamente limpia, fue derecho al despacho de la directora, en medio del pasillo, y no se detuvo hasta que vio el nombre de Maria Flor señalado en una pequeña placa atornillada a la madera de la puerta.

– ¿Puedo pasar? -preguntó asomándose después de golpear.

La directora, sentada frente al escritorio consultando papeles, lo acogió con una sonrisa encantadora.

– Adelante, profesor. -Hizo un gesto para que se sentase en la silla al otro lado del escritorio-. Ya creía que usted había desaparecido de la faz de la Tierra.

Tomás se acomodó en el asiento.

– Poco faltó -comentó estremeciéndose-. He estado ausente del país, he vivido una situación muy complicada y no he vuelto hasta hoy. En cuando bajé del avión, en Lisboa, fui a buscar el coche y he venido derecho hasta Coímbra. Acabo de llegar.

– Me di cuenta de que no ha estado por aquí.

Tomás se encogió en la silla y bajó los ojos, ligeramente avergonzado por lo que podría pensarse de su ausencia después de haber dejado allí a su madre.

– Le pido disculpas, pero fueron obligaciones profesionales -se justificó de nuevo, y alzó la cabeza, como si diese ya por suficientes las autoinculpaciones-. ¿Cómo está mi madre?

– Se ha escapado.

Tomás la miró con los ojos desorbitados. La información lo había afectado con la violencia de una bofetada.

– ¿Cómo?

– Su madre se ha escapado.

– ¿Cómo que se ha escapado?

– Muy sencillo. Cogió sus cosas y se marchó.

– Pero…, pero… ¿la dejaron irse?

La directora suspiró.

– Profesor, ¿qué podríamos hacer nosotros? No se olvide de que todo esto es nuevo para ella. Su madre estaba habituada a una determinada rutina y a su modo de vida, que le era muy familiar, y de repente se vio transportada a un medio totalmente extraño, para colmo contra su voluntad. Como era de esperar, reaccionó mal.

Sentado en la silla, Tomás comenzó a sentir que la furia le crecía en el pecho como un volcán a punto de entrar en erupción.

– Pero ¿ustedes la dejaron salir?

– Que yo sepa, profesor, su madre es adulta y mantiene todos sus derechos, incluida la libertad de movimientos. Si ella cogió sus cosas y se fue, ¿qué podíamos hacer? Ella no es una prisionera, ¿no? No fue condenada por ningún tribunal, ¿no?

– Pero ella no puede andar suelta por ahí, es un peligro para sí misma. ¿Dónde está mi madre ahora?

Maria señaló la puerta.

– Está aquí.

– ¿Perdón?

– Está aquí en la residencia.

Miró a la directora, desconcertado.

– Disculpe, no la estoy entendiendo. ¿No me había dicho que se había escapado?

– Dije eso y es verdad. Se escapó al tercer día.

– ¿Y ahora está aquí?

– Sí, conseguimos traerla de vuelta, gracias a Dios.

Tomás soltó un bufido de alivio.

– ¡Uf!

– Intentamos hablar con usted en ese momento, pero su móvil no estaba accesible. No imagina las veces que lo hemos llamado. Como sabíamos que su madre era paciente del doctor Gouveia, nos acordamos de contactar con el hospital y acabamos por hablar con él. Fue el doctor Gouveia quien la localizó y la trajo de vuelta.