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Sonó el móvil.

– ¿Profesor Noronha?

Era un portugués casi perfecto, pero un leve acento traicionaba la voz extranjera. -¿Sí?

– Mi nombre es Alexander Orlov y trabajo para la Interpol.

El hombre se calló, esperando que su interlocutor asimilase esta información.

– ¿Sí?

– Necesito conversar con usted. ¿Está disponible para cenar…, digamos…, mañana?

Tomás frunció el ceño, desconfiado. ¿Qué querría la Interpol de él?

– ¿De qué se trata?

– Es una cuestión algo delicada. Si no le importa, me gustaría exponérsela personalmente, no por teléfono.

– Pero ¿puede darme una idea de qué se trata? Como debe de imaginar, soy una persona ocupada.

– Sin duda -asintió la voz al otro lado de la línea-. Profesor Noronha, ¿le resulta de algún modo familiar el nombre de Filipe Madureira?

Tomás vaciló, sorprendido.

– ¿Filipe Madureira?

– Sí.

– Bien…, fue mi amigo en el instituto de Castelo Branco.

– El instituto…, eh…, Nuno Álvares, ¿no?

– Sí, ése mismo. ¿Por qué? ¿Qué pasa con Filipe?

– Su amigo ha desaparecido.

Aquella información, en boca de un hombre de la Interpol, dejó a Tomás intrigado.

– ¿Qué quiere decir con eso de que «ha desaparecido»?

– La Interpol necesita hablar con su amigo, pero él ha desaparecido.

El historiador intentó sopesar la noticia. Sin duda resultaba desagradable saber que un amigo del instituto estaba desaparecido, pero lo cierto es que Tomás no veía a Filipe desde hacía más de veinticinco años y no lograba entender qué quería de él la Interpol a propósito de esa antigua amistad.

– La situación es preocupante -dijo-, pero no llego a entender qué tiene que ver conmigo.

– Aún no tiene nada que ver con usted, profesor Noronha, aunque nos gustaría que tuviese algo que ver. -Cambió el tono de la voz-. ¿Nos encontramos mañana por la noche? A las ocho en el Saissa, ese restaurante de Oeiras, junto a la avenida Marginal.

– Espere un poco -exclamó Tomás-. No llego a entender qué puede importar nuestra conversación. ¿Qué pretende decir con eso de que les gustaría que el asunto tuviese algo que ver conmigo?

– La Interpol necesita su ayuda, profesor Noronha.

– ¿Para qué?

– Voy a darle dos pistas que, espero, tengan el poder de avivar su curiosidad.

– Dígame.

– Dos asesinos y el Diablo.

Tomás se quedó tan sorprendido que hasta miró el móvil.

– ¿Cómo?

– Hasta mañana, profesor Noronha.

Se abrió la puerta del consultorio y el doctor Gouveia acompañó a doña Graça hasta la sala de espera, sin parar ambos de parlotear, la charla fluyendo a merced de las palabras intercambiadas entre dos viejos conocidos.

– Graça, espere aquí un momento, ¿de acuerdo? -concluyó el médico, ayudándola a sentarse en una silla-. Ahora necesito conversar un poco con su hijo.

Tomás siguió a Gouveia hasta el despacho. Era un cuartucho ventilado, con un ventanal abierto a la ciudad, los tejados rojos de Coimbra bajando por la cuesta y resplandeciendo al sol; allá al fondo, el Mondego serpenteaba por las apretadas márgenes de la vieja urbe por entre hileras de árboles.

El médico le hizo una seña para que se sentase.

– ¿Su madre está tomando los comprimidos que le he recetado? -comenzó preguntando.

Tomás frunció los labios.

– Mire, doctor, para ser sincero, no lo sé.

– ¿Usted no controla esos detalles?

– ¿Cómo quiere que controle la medicación de mi madre?

No se olvide de que vivo en Lisboa, sólo vengo a Coimbra dos veces al mes…

– ¿Cree que ella ha tomado los comprimidos?

Tomás inclinó la cabeza.

– ¿Qué le parece?

El médico cogió una estilográfica y jugó con ella sosteniéndola con la yema de los dedos.

– Me parece que no.

– Yo también sospecho que no.

Gouveia suspiró, dejó la estilográfica y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en el escritorio.

– Dígame, Tomás. ¿Cómo ha visto la evolución del estado de su madre?

Los ojos verdes de Tomás se perdieron, por momentos, en algún punto del caserío más allá del ventanal del despacho.

– No veo muchos cambios, doctor. -Fijó la mirada en el médico-. Usted la conoce, ¿no? Ella siempre ha sido una mujer alegre, muy activa, llena de vida, siempre ha encarado las cosas de una forma increíblemente positiva, siempre ha tenido una gran fuerza interior. -Hizo una mueca-. Pero desde la muerte de mi padre las cosas han cambiado mucho y muy deprisa.

– ¿Cómo?

– Mire, primero empezó por olvidarse de nombres y de pequeñas cosas. Al poco tiempo ya no sabía en qué mes estaba ni qué día de la semana era. Y ahora habla de personas muertas como si estuvieran vivas. Hoy mismo, por ejemplo, se puso a llamar a mi padre, fíjese.

– Por tanto, ha tenido pérdida de memoria. ¿Y hay algún comportamiento más que se haya alterado?

– Bien…, a ver: empezó a comer poco y ya he notado que se va a acostar a cualquier hora. Eso me parece extraño. A veces se pasa el día durmiendo y la noche despierta, ese tipo de cosas.

– ¿Y los hábitos de higiene?

– Ah, eso también se ha alterado, claro. Ha dejado de lavarse con frecuencia. No me di cuenta de ello hasta el otro día, cuando llegué de Lisboa. Cuando la besé, reparé en que olía mal. -Esbozó una mueca de disgusto al recordar lo sucedido-. Fue una tortura hacer que se diese una ducha, no lo puede imaginar.

El médico lo miró a los ojos.

– ¿Usted sabe qué edad tiene su madre?

Se inmovilizó un instante, mientras sacaba la cuenta.

– Tiene setenta años. -Esa edad, que en su juventud le parecía tan avanzada y ahora ni por ésas, le resonó en la cabeza y lo dejó pensativo-. ¿No cree que es aún demasiado pronto… para esto?

Gouveia asintió.

– Sí, ella aún es relativamente joven. Pero, ¿sabe?, esto de la edad varía de persona a persona. Hay quien tiene cien años y está perfectamente lúcido, y hay quien…, mire, hay quien envejece antes. En el caso de su madre, es evidente que esta degradación precoz está relacionada con la muerte de su padre.

– ¿Le parece?

– Es evidente que hay una relación. Me acuerdo de que eran muy compañeros. Cuando las parejas están muy unidas, la desaparición de uno tiene siempre un efecto devastador en el que sobrevive.

Tomás bajó los ojos.

– Supongo que sí.

El médico afinó la voz.

– Oiga, Tomás, ¿no le preocupa que ella se olvide de todo, que no tome los comprimidos, que no se lave, que se pase los días en la cama?

– ¡Claro que me preocupa! ¿Por qué piensa, si no, que he pedido esta consulta con usted?

– Lo que quiero preguntarle es lo siguiente: ¿cree que ella está en condiciones de quedarse sola en casa?

– Creo que no.

– Así pues, ¿qué va a hacer para resolver el problema?

– Le he conseguido una asistenta. Va cinco veces por semana a limpiarle la casa, a lavarle la ropa y a prepararle la comida.

– ¿Y le parece que con eso basta?

Tomás se encogió de hombros, impotente.

– Creo que no, pero ¿qué puedo hacer? No puedo abandonar mi trabajo en Lisboa y venir aquí a ocuparme de mi madre…

– Ni yo se lo estaba sugiriendo.

– Entonces, ¿qué me aconseja hacer?

El médico se recostó en el asiento, volvió a coger la estilográfica y a hacerla girar entre las yemas de los dedos.

– ¿Se ha planteado la posibilidad de llevarla a una residencia?

«¿Se ha planteado la posibilidad de ir a vivir a una residencia?» Había hecho aquella pregunta de un modo casi casual, poco después de haber vuelto a casa. Tomás caminaba hacia la cocina cuando volvió la cabeza y lanzó la idea, como si se le acabara de ocurrir. Doña Graça, sin embargo, la sintió como un puñetazo asestado en el estómago.