– ¿Y cómo se siente ella ahora?
– Se va adaptando, afortunadamente. ¿Quiere ir a verla?
– Claro que sí-dijo levantándose de inmediato-. Pero se encuentra bien, ¿no?
– Se encuentra bien, teniendo en cuenta los condicionamientos de la situación y de la edad, claro -respondió la directora, aún sentada-. Habría sido importante que usted hubiese estado aquí para acompañarla en los primeros días de integración en la residencia.
– Sí, lo sé, pero créame que me resultó del todo imposible.
Tomás se quedó un instante indeciso, sin saber si debería salir o sentarse de nuevo. La actitud de la responsable de la residencia le indicaba que la conversación no había terminado y que tal vez sería mejor que volviese a su sitio.
– Estas cosas son un poco complicadas para nosotros, como debe comprender -dijo Maria, decidida a hacer que aquel cliente asumiese sus responsabilidades-. Dirigir una residencia no es fácil, y siempre estamos enfrentándonos con situaciones nuevas. Ayer, por ejemplo, hubo una octogenaria que se pasó parte de la noche deambulando por la casa, en busca de la cocina. Se desorientó al volver a la habitación y sin querer fue a parar a la cama de tres residentes distintos.
– ¿En serio? -se sorprendió Tomás, de vuelta a la silla-. Vaya, vaya: cuando sea viejecito quiero venir aquí.
– No bromee.
– Disculpe, pero mire lo que son las cosas. Estoy acostado muy tranquilo en mi habitación y, en medio de la noche, viene una mujer a meterse en mi cama.¡Ese es el sueño de cualquier hombre!
Maria se rio.
– ¿Aun siendo una anciana?
– Con esa edad, creo que no podemos ser tiquismiquis, ¿no? En tiempo de guerra, incluso se comen ratas.
Ambos soltaron una carcajada, pero la directora pronto se recompuso. No le pareció de buen tono estar divirtiéndose a costa de aquel tema.
– Oiga, usted está bromeando, pero esto es serio.
La sonrisa se diluyó en el rostro de Tomás, que asintió con la cabeza.
– Lo sé.
– Tenemos clientes que son un amor. Son muy educados y hasta piden disculpas si no consiguen comer solos o se lo hacen en la cama durante la noche. -Alzó los ojos hacia el techo, como desesperada-. Pero hay otros…
Dejó la frase suspendida en el aire.
– ¿Y? ¿Qué hacen los otros?
– Todo y alguna cosa más. Unos no se controlan y dejan excrementos por toda la habitación, es algo terrible. Yo sé que no tienen culpa, pero aun así cuesta entrar allí y limpiarlo todo, ¿no? A veces me dan pena las empleadas de la limpieza.
– Esos deben de ser los peores.
– No. Los peores son los malhumorados, los que nos agreden verbalmente desde que se despiertan. O el desayuno es demasiado temprano o es demasiado tarde, o la cama está demasiado cerca de la ventana o demasiado lejos, o somos todos unos hijos de una tal o dejamos un pelo sin quitar de la bañera, o les quitamos dinero de la cartera o los maltratamos, o la comida está demasiado salada o demasiado insulsa, en fin, siempre todo está mal. Y después crean conflictos con los demás, se acusan mutuamente, es una olla de grillos. -Meneó la cabeza-. Oiga, hay personas que hacen de nuestra vida un verdadero infierno.
– Con la edad, los defectos se acentúan, ¿no?
– Y de qué manera -coincidió Maria-. Pero lo que pasa es que muchos se soliviantan y, a falta de algo mejor, la pagan con nosotros. Esa es la raíz del problema, y tenemos que comprenderlo.
– No me diga que mi madre está en ese grupo.
– No, pobre. Doña Graça es un encanto. Ha tenido dificultades para adaptarse, es verdad, pero se nota que es una persona con clase, incapaz de maltratar a nadie.
– Sí, mucho me sorprendería oírla insultar a alguien.
La directora se levantó por fin de la silla, indicando de ese modo que la conversación se acercaba a su fin.
– Están también los que no paran de incordiar, claro. Pobres, no tienen la culpa, pero fastidian un montón el trabajo. Unos se pasan el día gritando, otros nos siguen por todas partes, y hay dos o tres que preguntan lo mismo o cuentan la misma historia cincuenta veces al día. Necesitan mucho apoyo, pero las exigencias del trabajo nos impiden conversar demasiado. ¿Cómo puede una empleada de la limpieza quedarse media hora conversando con un residente cuando tiene diez habitaciones que limpiar durante la mañana?
– Realmente…
Maria Flor acompañó a Tomás hasta la puerta del despacho y salieron al pasillo. Una anciana se cruzó con ambos, casi arrastrando las chanclas; usaba una bata blanca con volantes de encaje y tenía los cabellos blancos recogidos en una cola de caballo.
– ¿Ve a esta mujer? -susurró la directora cuando la anciana se alejó.
– Sí.
– Se pasa la vida andando por los pasillos. La sentamos a la mesa a la hora de las comidas, pero basta con que nos distraigamos un minuto y, cuando volvemos a encontrarla, está de nuevo paseando por los pasillos. Es exasperante.
– Tal vez sería mejor que estas personas se quedasen todas en casa, ¿no?
– ¿Y quién cuidaría de ellas? Hoy en día las personas no tienen ánimo para quedarse en casa limpiándoles el culo a sus padres y soportándoles sus manías. La verdad es ésa. Las personas hoy viven más tiempo y el estilo de vida de las familias no permite lidiar con tanta población envejecida. Antes poca gente llegaba a vieja, y para esos pocos que alcanzaban una edad avanzada había toda una estructura familiar que les servía de apoyo. Fíjese en que las mujeres en aquel entonces no iban a trabajar, se quedaban en casa ocupándose de los suyos. Hoy ya no es así. Gracias a los avances de la medicina, hay muchos más viejos que en el pasado y, con la entrada forzosa de las mujeres en el mercado de trabajo, ha dejado de haber una estructura familiar montada para atender a los ancianos, ¿me entiende?
– Pues sí, el perfil demográfico de la sociedad ha cambiado.
– Que ha cambiado, ha cambiado -coincidió ella, enfática-. Tal como están las cosas, la ayuda profesional que proporcionan las residencias, siempre que sean de calidad, es fundamental, no tenga dudas. -Apuntó hacia el suelo, indicando la residencia-. Pero hace falta saber lo que es la vejez para entender lo que ocurre aquí dentro. Hay quien dice que una residencia tiene que ser como la casa del residente, pero eso no es más que una ilusión que las personas de fuera alimentan para no sentirse afectadas por la incómoda realidad. -Hizo un gesto alrededor-. La verdad es que una residencia es como un hospital, ¿ha visto? Los residentes autónomos y que se valen por sí mismos se cuentan con los dedos. La mayor parte necesita ayuda para las tareas más sencillas. No pueden lavarse solos, no pueden comer solos, algunos ni siquiera andan, otros tienen una enorme dificultad para orinar, muchos ya no están en posesión de todas sus facultades mentales. En fin, aquí tenemos más pacientes que huéspedes.
– Esto es complicado.
Maria señaló a Tomás.
– Y después, además, tenemos que aguantarlos a ustedes, ¿no?
– ¿A mí?
– Sí, a ustedes. Los familiares.
– ¿Qué hacemos nosotros?
– Usted no ha hecho nada…, lo que, dicho sea de paso, no habla mucho en su favor.
– No me va a echar un rapapolvo, ¿no?
– Oiga, no me corresponde meterme en su vida, pero me gustaría que entendiese que la presencia de los familiares es crucial para ayudar a los ancianos en esta fase difícil de la vida. Muchos de los viejos parecen no entender ya nada de nada, es verdad, pero eso no quiere decir que se hayan vuelto insensibles. Por el contrario, son muy sensibles a la atención que les presta la familia.