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– Sé que he estado ausente, pero créame que no podía realmente venir -se disculpó de nuevo-. He tenido compromisos impostergables.

– Usted sabrá, yo no me meto en eso -repitió ella-. Pero, sin querer darle una lección de moral, creo que es importante que sepa que su presencia puede marcar la diferencia en la adaptación de su madre a la vida en este sitio. Las personas no deben meter a los ancianos en una residencia y después esperar que la residencia resuelva todos los problemas, como por arte de magia, porque eso no va a ocurrir. Nuestro trabajo es mantener a las personas aseadas, medicadas, abrigadas y alimentadas. Damos las condiciones materiales que la familia, comprensiblemente, ya no puede dar. Pero, en el plano emocional, y por más simpáticos y cariñosos que seamos con el residente, nada sustituye el contacto con la familia. Por favor, venga a visitar a su madre con frecuencia, no la haga sentirse rechazada y abandonada.

Tomás bajó la cabeza y se mordió el labio. Sabía que era un mensaje que apuntaba directamente a él.

– Tiene razón.

Se detuvieron frente a la sala. La directora paseó los ojos de la izquierda a la derecha y se fijó en la figura sentada junto a la ventana.

– Allí está su madre -dijo-. Antes de que vaya a reunirse con ella, déjeme recordarle una cosa: a esta edad, siempre estamos perdiendo algo.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Las neuronas se van muriendo, unas veces más deprisa, otras más lentamente. Es ley de vida. Lo que quiero es que entienda que, cada vez que venga, puede encontrarla diferente. Y raramente será para mejor.

El sol acariciaba las arrugas que el tiempo había labrado en el rostro de doña Graça cuando Tomás se inclinó y la besó en la mejilla.

– Hola, madre, ¿está bien?

Doña Gracia alzó los ojos verdes límpidos y miró a su hijo, que la observaba con nerviosa expectativa.

– Padre -exclamó, abriendo los brazos-. Padre.

Tomás la miró, atónito.

– Madre, soy yo. Tomás.

Ella pareció admirada. Se quedó un instante en suspenso mirando al recién llegado, casi indecisa, hasta que volvió en sí.

– Ay, disculpa -dijo meneando la cabeza como si quisiese sacudir algo-. Me estoy volviendo distraída. Me pareció que eras mi padre -le acarició el rostro-. Eres guapo como él.

– Pues habré heredado sus genes.

– Hace unos días, casualmente, mi padre y mi madre me dijeron que parecías un ángel.

El hijo se acomodó en la silla vacía frente a doña Graça. No había dudas de que estaba confundida, hablaba como si sus padres aún estuviesen vivos.

– Entonces, ¿cómo se ha sentido estando aquí? -preguntó, desviando la conversación.

– Echo de menos la casa. Ya le he dicho a tu padre que quiero volver.

Todos los recuerdos se le mezclaban. En su vivencia, su marido permanecía vivo, probablemente aún más joven.

– ¿Duerme bien, madre?

– Ni por asomo. Entran en mi habitación unas personas extrañas, es un agobio.

– Son las enfermeras, para ver si todo está bien.

– Prefiero a Alzira, ya estoy habituada a ella. -Alzira era la asistenta de la época en que Tomás estudiaba en el instituto-. Además, cocina mejor. Las chicas que trabajan aquí deberían hacer un curso de cocina, como aquellos de la televisión, ¿sabes? Como el de…, de Maria de Lurdes Modesto. Esos.

Tomás miró alrededor, observando a los ancianos sentados en el salón. Unos dormitaban, otros tenían la mirada perdida en el infinito, una tejía y tres jugaban a las cartas.

– ¿Aún no ha hecho amigas, madre?

– Claro que sí -dijo ella-. ¿Sabes con quién me he encontrado aquí?

– No.

– Con Deolinda. ¿Te acuerdas de ella?

– No tengo idea de quién es.

– ¡Claro que sabes quién es! La conocimos cuando íbamos al instituto.

– Madre, yo nunca he ido al instituto con usted. Cuando usted iba al instituto, yo ni siquiera había nacido.

Doña Graça reflexionó, intentando reordenar la memoria.

– Tienes razón, últimamente se me va la olla. Tu padre y yo sí que la conocimos en el instituto. -Se encogió de hombros-. Pues mira, me he encontrado con ella aquí.

– ¿Y cómo está?

La madre se rio.

– Una depravada -murmuró-. Esa chica siempre fue un poco alocada y por lo visto no se ha corregido. Eso lo lleva en la sangre, no hay nada que hacer.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué lo dice?

– Tú no te imaginas las escenas que monta todos los días.¡Válgame Dios!

– Dígame.

Doña Graça se inclinó y bajó la voz, como si estuviese contando un secreto.

– Mira, está viendo a ver si se liga al enfermero.

– ¿Qué enfermero?

– Un chico joven que trabaja aquí. Deolinda se pasa todo el tiempo exigiéndole que le ponga crema en el ano, pero el médico ya la ha visto y ha concluido que no tiene ningún problema en el ano.-Soltó una risita. Y la bribona insiste. Dice que ya no hay hombres como antes, que son todos unos maricones, y exige que le pongan la pomada en el ano.

– Demonio de vieja -sonrió Tomás.

Doña Graça miró hacia un lado y se estremeció.

– Chis -dijo-. Ahí viene.

El hijo volvió la cabeza hacia la puerta y vio a una anciana que se acercaba a paso ligero con una taza de té en la mano. Llevaba un vestido gris, con la falda arrastrándose por el suelo.

– Pero ¿de dónde ha salido este hermoso muchacho? -preguntó la recién llegada, acercándose a la mesa.

Doña Graça afinó la voz.

– Oye, Deolinda, déjate de disparates. -Apoyó la mano en el brazo de su hijo-. Este es mi Tomás.

Deolinda lo miró de pies a cabeza.

– Hmm… No está nada mal -dijo con la voz insinuante-. Oye, chico, ¿tú sabes ponerle pomada a una mujer?

Capítulo 26

El cartel a la salida de la autopista señalaba el familiar peaje de Alverca cuando Tomás, con una mano en el volante y la otra ultimando los preparativos para la llamada, acomodó el auricular y marcó los números.

El móvil sonó al otro lado de la línea.

– Hola, profesor -saludó la voz que lo atendió-. ¿Ya está de vuelta?

– ¿Cómo está, Orlov?

– ¡Muerto de hambre! -se lamentó el ruso-. Aún no he cenado. -Suspiró-. Cuénteme, pues. ¿Se encontró con su amigo?

– Sí.

– ¿Dónde está?

– No lo sé.

Orlov chascó la lengua disgustado.

– Oiga, profesor -dijo con un tono de infinita paciencia-. Usted tiene que contarnos algo, ¿no? Al fin y al cabo, fue la Interpol la que pagó todos los gastos de su viaje. Si pagamos, tenemos al menos el derecho de saber lo que pasó.

– Sin duda -reconoció Tomás-. El problema es que no les puedo decir dónde se encuentra porque yo mismo no lo sé.

– ¿Cómo es eso? ¿No ha estado con él?

– Claro.

– ¿Dónde?

– En Rusia.

Orlov se rio.

– ¿Su amigo se ha escondido en mi tierra? -Soltó una rápida risotada-. Debería haberlo imaginado. ¿Sabe?, cuando leí que había cursado la carrera en Leningrado, presentí que podría haber huido hacia allá. Al fin y al cabo, ya conocía el sitio, ¿no? Pero después dejé a un lado ese presentimiento y me pregunté dónde me escondería si estuviese en el lugar del tal Filipe Madureira. ¿En un lugar frío? ¿Iba a pasar el resto de mis días en medio del hielo? Hmm…¡Ni pensarlo! -Se rio de nuevo-. ¡Me iba a las Antillas!

– Pues sí, pero la verdad es que me he encontrado con Fi- lipe en Rusia.

– ¿Dónde fue el encuentro? ¿En San Petersburgo?