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– En Siberia.

El ruso silbó al otro lado de la línea.

– No es de sorprender que nadie haya tenido noticias de él durante todo este tiempo -observó-. ¿El tipo se fue a Siberia?

– Sí.

– ¿Y aún está allí?

Tomás carraspeó.

– Oiga, Orlov. No es posible mantener esta conversación por teléfono. ¿Cuándo podemos encontrarnos?

– Hoy.

– Hoy no puedo. Mi avión aterrizó esta mañana en Lisboa, he ido corriendo a ver a mi madre a Coímbra y ahora estoy de vuelta en Lisboa. Estoy molido y necesito dormir. No imagina lo que ha sido mi vida en los últimos días.

– Muy bien, mañana entonces -dijo Orlov-. Pero usted tiene que darme algo palpable. Mi jefe en Lyon ya me ha estado dando la tabarra. Está impaciente, quiere resultados muy deprisa y necesito presentarle algún informe.

– Dígame dónde nos podernos encontrar.

– A mediodía en el Victor, ¿puede ser?

– ¿Victor? ¿Quién es ése?

– Es un restaurante en Alcabideche, cerca de Cascais. ¿Lo conoce?

A pesar de la fatiga, Tomás no pudo contener una sonrisa, tan previsible era Orlov. Le habría resultado muy raro que el ruso no hiciese referencia a un restaurante en la conversación.

El aroma cálido de la carne asada llenaba el gran salón del Victor, algunas de cuyas mesas ya estaban ocupadas. Aún era temprano, faltaban dos minutos para mediodía, pero los camareros se atareaban de un lado al otro con bandejas en equilibrio sobre las manos y botellas de vino envueltas en servilletas. El ambiente era tranquilo, perfumado por los aromas deliciosos de las especias y por el olor que hacía la boca agua de los alimentos a la lumbre; la media luz amarillenta que iluminaba los rincones parecía acariciar la cerámica de la decoración, otorgando al restaurante el aspecto acogedor de las bodegas.

Tomás observó a los clientes de reojo y, al no identificar a Orlov, se internó en el salón y, metiéndose por el pasaje más apartado a la derecha, desembocó en el segundo salón. Se encontró con el volumen macizo del ruso en una mesa preparada en un rincón, su corpachón inclinado sobre el plato, gotas de sudor que se escurrían por su mejilla ardiente, la boca embadurnada de grasa.

– ¿Ya está comiendo? -preguntó el recién llegado al acercarse a la mesa.

– Hmpf -gruñó Orlov, que se levantó asustado, como si fuese un niño pillado in fraganti en la despensa con la mano metida en el frasco de los caramelos-. Hola, profesor. -Hizo un gesto desmañado señalando los platos dispuestos sobre la mesa-. Disculpe, pero no aguantaba el hambre. Cuando entré y me llegó este olorcito…, mire, no resistí.

– Ha hecho muy bien, no se preocupe -lo tranquilizó Tomás, que ocupó su lugar en la mesa-. La comida se ha hecho para ser comida.

– ¿Le apetece?

La mesa estaba cubierta con una variedad de entrantes, todos ellos irresistiblemente deliciosos, formidables bombas de colesterol. Se veían morcillas, chorizos, dátiles con beicon, jamón con melón, queso de la Serra mantecoso, huevas en aceite, almejas a la Bulháo Pato, [3] coquinas, un centollo gratinado, una botella de vino Dáo ya por la mitad y un vaso al lado con el vidrio ya embadurnado de grasa.

– ¡Qué bien se trata, hombre!

– Oh, se hace lo que se puede, se hace lo que se puede.

Tomás se sirvió unas almejas, lo que constituyó una señal para que Orlov se lanzase de nuevo sobre los manjares, metiendo la cuchara en los entrantes y reaprovisionando su plato compulsivamente.

– Lo primero que quiero hacer es darle cuenta de un homicidio -anunció Tomás yendo derecho al grano.

Orlov suspendió momentáneamente la cuchara en el aire: eran huevas chorreando aceite.

– ¿Un homicidio? ¿Qué homicidio?

– Fui a Siberia con una muchacha llamada Nadezhda, una amiga de Filipe que fue mi contacto en Moscú. Ella fue una especie de guía, ¿entiende? Ocurre que, al regresar, nos persiguieron unos hombres armados que la mataron.

– ¿Qué demonios de historia es ésa? ¿Lo persiguieron unos hombres armados?

– Ahora se lo explico. Pero primero me gustaría informarle sobre el homicidio. Mataron a la muchacha en una floresta, junto a la margen norte del lago Baikal, y su cuerpo aún debe de estar allí.

– Si es así, la Policía rusa ya ha ido seguramente a recoger el cadáver.

– No, porque todo ocurrió en un lugar yermo en medio de la floresta y yo no alerté a las autoridades.

– ¿Ah, no? ¿Y por qué?

– Vaya, porque no quería más complicaciones. Si hubiese ido a la Policía, no habría salido de Rusia hasta dentro de unos meses.¡Y esto si hubiese podido salir! En una de ésas, hasta me acusaban de homicidio y yo acababa en la prisión o en un campo de trabajos forzados.

– Sí, no es imposible.

– Por tanto, al hablar con usted estoy alertando a la Interpol acerca de lo sucedido. Supongo que ustedes pueden hablar con la Policía rusa, y yo estoy disponible para hacer las aclaraciones necesarias.

Orlov adoptó una actitud pensativa.

– Eso va a ser complicado -consideró-. Oiga, póngalo todo por escrito, que yo enviaré el informe a Lyon. Al margen de eso, voy a efectuar unos contactos informales con unos amigos míos de la Policía rusa para ver qué se puede hacer.

– Se lo agradezco.

– Pero lo que me está contando me deja un poco preocupado. ¿Así que hubo hombres armados que lo siguieron y mataron a su guía?

– Sí.

– ¿Quiénes eran esos tipos?

– Son probablemente los mismos que liquidaron al científico estadounidense en la Antártida y al español en Barcelona. O son los mismos, o están bajo el mando de la misma persona u organización. En todo caso, este homicidio se encuentra evidentemente relacionado con los asesinatos que usted está investigando.

– ¿Cómo diablos lo sabe?

– Esos tipos iban detrás de Filipe.

– ¿Y? Podía ser un ajuste de cuentas local. Su amigo ha tenido en esta historia un comportamiento sumamente sospechoso, qué quiere que le diga.

Tomás inspiró despacio, sin saber aún por dónde debería comenzar.

– Oiga, esta historia es muy complicada -dijo-. Filipe formaba parte de un grupo de científicos que estaba investigando el calentamiento global y su relación con los combustibles fósiles. En 2002, como sabe, asesinaron a dos de esos científicos. Los otros dos, Filipe y el tal Cummings, tuvieron que esconderse para escapar de los asesinos.

– Eso es lo que dice su amigo -observó Orlov, haciendo una mueca de escepticismo-. ¿Quién me asegura a mí que ellos no tuvieron que esconderse para escapar de la justicia? ¿Eh? Si son tan inocentes como afirman, ¿por qué razón no se han presentado aún ante la Policía?

– Por la sencilla razón de que la Policía no los puede proteger. No puede hacer nada por ellos.

El ruso se rio con sarcasmo.

– Qué disparate -exclamó-. Claro que puede. -Golpeó la mesa con el dedo, para enfatizar su idea-. Si no se han presentado a la Policía, no le quepa la menor duda, es porque no tienen la conciencia tranquila.

– Oiga, no es tan simple. Los asesinos están al mando de una organización muy poderosa. Tal vez es más que una organización. Son países.

– ¿Países? ¿De qué habla?

– Es como se lo estoy diciendo. No hay Policía capaz de hacer frente a los intereses que están en juego.

– ¿Quién lo dice?

– Se lo digo yo y lo dice Filipe.

– Pero ¿qué intereses tan poderosos son ésos?

– Son los intereses del mayor negocio del mundo.

– ¿La droga?

– El petróleo.

– ¿Los intereses ligados al petróleo están detrás de los asesinatos de los profesores Dawson y Roca? -dijo, sorprendido, Orlov-. Eso no tiene ningún sentido.

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[3] Estos apellidos son los del poeta Raimundo Antonio de Bulháo Pato (1829-1911). (Un chef de cocina de Bragança bautizó este plato típico portugués con el nombre del escritor. (N. del T.)