– Por el contrario, todo el sentido está allí -insistió Tomás-. El descubrimiento de la relación entre el calentamiento global y los combustibles fósiles pone a la industria del petróleo en un grave peligro. Están en juego billones de dólares y la supervivencia de multinacionales y hasta de países. Esos intereses han dictado la política internacional, con la industria petrolífera financiando campañas presidenciales en los Estados Unidos y viendo sus intereses estratégicos defendidos de manera intransigente por la Casa Blanca. Sin petróleo, las empresas petrolíferas no pueden sobrevivir. Y sin petróleo se acaba también el poder de los países de Oriente Medio. ¿Qué van a exportar Arabia Saudí y Kuwait, por ejemplo, cuando el mundo ya no quiera el petróleo? -Arqueó las cejas-. ¿Arena? ¿Camellos? -Meneó la cabeza-. Sin petróleo, muchos países de la OPEP dejan de tener futuro. Y mi pregunta es ésta: ¿cómo cree que esos países y esas multinacionales van a enfrentarse, o están enfrentándose, con todos aquellos que ponen su futuro en entredicho? ¿Cree que se van a quedar quietos? ¿Que se van a arrimar a un árbol y a hacer como si nada? -Inclinó la cabeza, como si estuviese mostrando otro camino-. ¿O harán algo? ¿O actuarán para poner fin a la amenaza?
Orlov masticaba dos dátiles con beicon, pero sus ojos estaban fijos en los rincones del salón con una expresión meditativa.
– ¿Usted cree realmente que son los intereses del petróleo los que están detrás de todo esto?
– Después de todo lo que he visto y oído, no me quedan demasiadas dudas.
– Esa acusación es muy grave.
– Oiga, Orlov, ¿se ha fijado en que los intereses del petróleo están en todas partes? Son una red inmensa y se extienden de la Casa Blanca a Oriente Medio. -Bajó el tono de voz, casi con miedo a que lo escuchasen desde las mesas de al lado-. Estamos frente a fuerzas muy poderosas y profundamente motivadas para defender a cualquier precio un negocio tremendamente lucrativo. Si tienen que apartar a cuatro o cinco personas que se les atraviesen en el camino, no veo que eso constituya un problema para esos intereses.
El ruso meneó la cabeza, con el escepticismo impreso en su rostro.
– Aun así, sigo pensando que no tiene sentido.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué razón estarían los intereses del petróleo detrás de esos cuatro científicos en particular? A fin de cuentas, existen muchos científicos estudiando las relaciones entre el calentamiento global y los combustibles fósiles. ¿Por qué perseguir a esos cuatro?
– Porque han hecho un descubrimiento que, por lo visto, despacha de una vez el negocio del petróleo.
Orlov frunció el ceño.
– ¿Qué descubrimiento?
Su interlocutor se encogió de hombros.
– Filipe no me lo explicó.
– ¿Por qué? ¿El no confía en usted?
– No es eso. Ha dicho que lo contará todo cuando llegue el momento oportuno.
– ¿Cuándo será eso?
– No tengo la menor idea.
El ruso se acarició la barbilla.
– ¿Por dónde anda ahora su amigo?
– No lo sé. Ni siquiera sé si aún está vivo.
– Debe de estar vivo, seguro.
– Espero que sí. Pero lo único que sé es que estábamos los dos en Siberia cuando aparecieron los hombres armados y, en cuanto comenzaron a perseguirnos, tuvimos que separarnos.
– ¿Adonde ha ido él?
– No lo sé. Filipe huyó con un amigo ruso, yo me escapé con la guía que conocí en Moscú. Más tarde, en las márgenes del Baikal, los hombres armados nos encontraron y mataron a la guía. No sé si han atrapado también a Filipe, no tengo ni idea.
– Si lo hubiesen atrapado, probablemente ya lo sabríamos -conjeturó Orlov-. Pero, si las cosas son como usted dice, atraparlo es mera cuestión de tiempo. Su amigo sólo tiene una posibilidad de librarse de este embrollo. ¿Sabe cuál es?
– ¿Hmm?
– Que nosotros nos reunamos primero con él.
– ¿Nosotros, quiénes? ¿Usted y yo?
– Nosotros, la Interpol. -Hizo girar el tenedor en el aire-. ¿Quedaron en volver a encontrarse?
– Sí, Filipe dijo que se pondría en contacto conmigo.
– Entonces tal vez le convendría llevarme con usted, ¿no cree?
– Eso depende de las condiciones que Filipe imponga. Está convencido de que ninguna Policía del mundo es capaz de protegerlo de quien lo persigue.
– Tal vez -consideró Orlov-. Pero la Interpol es su mejor esperanza. Me parece aconsejable que yo vaya con usted al próximo encuentro.
– No sé si habrá próximo encuentro. Pero, como le he dicho, todo depende de las instrucciones que Filipe me dé.
– Como quiera -se rindió Orlov, que levantó la mano para llamar al camarero-. Pero después no se quejen.
Los entrantes se habían acabado y mandó traer el cabrito asado.
Tomás pasó el resto del día tratando los asuntos que había dejado pendientes. Cuando salió del restaurante, telefoneó desde el coche al doctor Gouveia para cambiar impresiones sobre el estado de su madre y después se dirigió a la facultad. Tenía una reunión de la comisión científica, pero, una vez allí, y aunque su cuerpo estuviera presente, la verdad es que no logró estar atento a los trabajos; las preocupaciones lo llevaron lejos de allí, los ojos de Tomás registraban lo que ocurría en la sala de reuniones y la mente deambulaba por las imágenes dolorosas de lo sucedido en la taiga de Baikal. Asistió a la reunión como un sonámbulo y, como un sonámbulo, pasó después por la Gulbenkian para comprobar la llegada de documentación sobre los últimos bajorrelieves asirios adquiridos recientemente en Amán para el museo de la fundación.
Ya era de noche cuando el profesor de Historia entró por fin en su solitario piso. Encontró todo desordenado, como lo había dejado antes de irse a Rusia, casi dos semanas antes, y le vino a la mente una palabra para describir lo que tenía delante: pocilga. Los hombres, concluyó al recorrer desanimadamente con los ojos el caos de desorden y suciedad en que se habían transformado los aposentos en que vivía, no han sido hechos para vivir solos, como siempre le habían dicho las mujeres de su vida; él, en cierto modo, no era más que un niño, un bebé eternamente dependiente de una madre, un hombre a la espera de quien tuviese la paciencia de ordenarle la vida. Su piso era, al fin y al cabo, el espejo fiel de aquello en que se había transformado su existencia, una incesante cabalgata de un lado al otro, encadenado por sucesivas responsabilidades y ansiando una libertad redentora. Tal vez su destino no estuviese en aquel confinamiento exiguo entre cuatro paredes, consideró, sino que habría de extenderse por las vastas estepas y taigas del mundo, como si encarnase el espíritu chamánico del viento.
Comió una pizza que trajo de un take away por donde había pasado en el trayecto hacia su casa y, al final, con los dedos aún sucios de grasa, dio un salto al despacho y se sentó frente al ordenador. Su buzón de correo electrónico estaba casi bloqueado; centenares de e-mails se habían acumulado a lo largo de los últimos días, desde que se había ausentado. La abrumadora mayoría la integraban mensajes con virus o anuncios publicitarios. Algunos contenían vídeos que sus amigos hacían circular por la red, justamente los que más sobrecargaban la memoria de la dirección y, como era inevitable, fueron los primeros que borró. Restaban algunos mensajes sueltos que se revelaron genuinos: unos de la facultad, otros de la Gulbenkian, dos del Centro Getty, uno del museo de Bagdad, tres de un instituto hebreo en Jerusalén.
Y uno de «elseptimosello».
Su corazón se aceleró cuando reparó en ese mensaje. Su sentido inmediato era que Filipe estaba vivo. Movió el ratón e hizo clic para abrir el e-mail. El contenido era de una sencillez apabullante. El mensaje, en efecto, venía firmado por Filipe y, además de la indicación de top secret en el extremo superior, daba una fecha y una hora, dos valores en grados que supuso que eran coordenadas en un mapa y, además, una palabra cuyo verdadero significado se le escapaba en ese instante.