Permaneció allí unos diez minutos, intentando asegurarse así de que el hombre le había perdido el rastro. El corazón regresó gradualmente a la normalidad y la confianza también; el encuentro con Filipe estaba a salvo. Consultó el reloj y se dio cuenta de que el tiempo había pasado más deprisa de lo que su ponía. Sólo tenía media hora para llegar al lugar de encuentro.
No fue difícil localizar ese sitio. A decir verdad, su estructura esbelta era visible desde toda la ciudad y, desde que había llegado a Sídney, la observaba a menudo, desde la habitación del hotel en la víspera, desde el banco de Sydney Cove esa mañana, desde la terraza del Harbourside Complex unos instantes antes. En realidad, el lugar fijado para encontrarse con Filipe lo atraía como un imán; parecía un faro plantado en la parte más baja de la gran urbe, como si proclamase que aquél era el centro del mundo.
Observando en todas las direcciones, abandonó Darling Harbour a ritmo de paseo y entró por Market Street hacia el extremo norte de Hyde Park, siempre con la mira puesta en el sitio adonde quería llegar. A pesar de la inquietud, sintió el ritmo apacible de la ciudad; Sídney trajinaba con calma, las calles inmaculadamente limpias y cuidadas, la población multiétnica cruzando las aceras: ése era el punto de encuentro de Europa con Asia y Oceanía. Alcanzó su meta un poco más adelante, en el bloque entre Pitt Street y Castlereagh Street, y se detuvo junto al edifico para medir la altura del colosal monumento que Filipe había elegido para encontrarse.
Centrepoint.
El nombre oficial era Sydney Tower, pero los australianos la conocían como Centrepoint, por haber sido concebida como parte del centro comercial con ese nombre. Era una estructura de trescientos metros de altura, una especie de palmera de acero, con un eje cilíndrico muy delgado y alto, y una corona dorada en el extremo, como un alfiler gigante invertido, que mantenía el equilibrio con la punta y con la base arriba. Algunos cables de acero se enmarañaban en el eje como las cuerdas de las velas colgadas en el mástil de los barcos y el torreón del extremo centelleaba al sol; era el polvo de oro del revestimiento que reflejaba la luz límpida del final de la mañana.
Después de una última inspección para asegurarse de que ya no lo seguían, se metió en el ascensor y subió hasta el torreón. La mayor parte de los pasajeros iban muy excitados hacia el deck de observación, en el cuarto piso de la estructura, pero Tomás bajó un piso antes.
El café.
Enormes rectángulos de cristal servían de pared al vasto pasillo circular del tercer piso. Sídney se extendía más allá de las anchas ventanas, revelando el mar que entraba en la tierra mediante múltiples ensenadas; por todos lados se alzaban islas verdes de vegetación o estructuras blancas y grises de hormigón con corcho: era en aquella ciudad donde se cruzaban el hombre, la tierra y el océano. En un lado se veían las Blue Mountains; en el otro el azul de Botany Bay; abajo la maraña de edificios y calles y estructuras de arquitectura sofisticada.
– ¿Qué hay, Casanova?
Una voz inconfundible venía de una de las mesas.
– Hola, Filipe. ¿Hace mucho tiempo que estás aquí ?
Se saludaron con un apretón de manos. Tomás se acomodó en la silla junto a una gran ventana.
– He llegado hace poco -dijo Filipe, que se pasó los dedos por el pelo claro y rizado-. ¿Te han seguido?
Tomás bajó la voz.
– Casualmente, sí, me han seguido.
Filipe miró alrededor, alerta.
– ¿Quién?
– No lo sé. Pero logré despistarlo.
– ¿Seguro?
– Sí. No lo he vuelto a ver.
– Pero ¿cómo han dado contigo?
– No lo sé.
– ¿Dejaste alguna pista al tomar el avión?
– Creo que no.
– ¿Crees o estás seguro?
Tomás bostezó: el jet lag al ataque.
– Después de lo que ocurrió en Siberia, ya no estoy seguro de nada. Pero hice todo el esfuerzo posible por confundir las pistas. Fui a Faro en automóvil, tomé el avión a Londres, de ahí seguí hasta Fráncfort y sólo entonces compré el billete para Sídney, menos de dos horas antes de que saliese el vuelo.
– ¿Con tarjeta de crédito?
– Con dinero.
– ¿Qué nombre diste para el vuelo y aquí, en el hotel?
– Rosendo.
– ¿Y lo aceptaron?
– Sí, es mi segundo nombre: Tomás Rosendo Noronha, está en el pasaporte. Rosendo me lo puso mi madre.
Filipe suspiró.
– Que sea lo que Dios quiera. -Se relajó en la silla y bebió un vaso de agua fría que había cogido de la mesa-. Cuéntame lo que ocurrió después de separarnos, en Baikal.
– Mataron a Nadia.
– Lo sé. Pero ¿cómo ocurrió?
– Nos pillaron al final de la mañana junto al lago. Luego huimos hacia la floresta, pero dieron con nosotros. Le deshicieron la cabeza de un tiro. -Se estremeció-. Fue horrible.
Permanecieron un buen rato sentados, con los ojos recorriendo la ciudad que se extendía abajo; a la distancia, todo parecía irrelevante, sin significado.
– Pobre Nadia -murmuró Filipe-. La culpa fue mía, fui yo quien la metió en esto.
Tomás carraspeó.
– Oye, Filipe. ¿Por qué razón fijaste este encuentro? Sabes tan bien como yo que esto es peligroso.
Su amigo lo miró sorprendido.
– ¿No querías encontrarte conmigo?
– Claro que quería -se apresuró a decir Tomás-. Eso no impide que yo sea, aunque involuntariamente, un peligro para ti. Mira lo que ocurrió en Siberia.
– Tú has tomado precauciones, ¿no?
– Claro que las he tomado. Ya te lo he dicho. Pero el solo hecho de que estemos juntos es un riesgo, ¿no te parece?
– Es evidente.
– Entonces, ¿por qué fijaste este encuentro?
– Porque te necesitamos.
– ¿Me necesitan? ¿Quiénes?
– James y yo. Te necesitamos.
– ¿Para qué?
– Para ver cuál es la mejor forma de abordar lo que hemos descubierto.
– ¿Estás hablando del descubrimiento que pone en entredicho el negocio del petróleo?
– Sí, precisamente de eso.
– Pero ésa es un área que desconozco. No veo cómo puedo serte útil.
– ¿No te ha comprometido la Interpol en esto?
– Sí.
– Entonces puedes ser útil.
Tomás balanceó afirmativamente la cabeza. Era evidente que Filipe se sentía acosado y, aun no confiando en los policías, sabía que su última esperanza residía en ellos. ¿Y qué Policía podía ser mejor que la de la Interpol?
– Aún no me has contado cuál fue ese descubrimiento.
Filipe se puso bruscamente de pie e hizo una seña con la mano, como si lo invitase a seguirlo.
– Venga -dijo-. Te voy a mostrar algo.
Capítulo 28
Los dos hombres descendieron de regreso a la planta baja atentos a las personas que había alrededor, intentando sorprender miradas sospechosas o movimientos llamativos. Pero todo parecía tranquilo y normaclass="underline" los visitantes de Centrepoint parloteaban en medio de una gran excitación, la animación era enorme dentro del ascensor durante el descenso. El comportamiento de toda aquella gente se les antojó de tal modo natural que, en el instante en que se abrieron las puertas y Tomás y Fi- lipe salieron del complejo y se sumergieron entre la multitud, ambos se sintieron de inmediato invadidos por una relativa sensación de seguridad.
Aun así, caminaron tensos por la calle, mirando a menudo hacia atrás u observando los rincones con miedo de las sombras. El geólogo recorría la acera a paso ligero, asumiendo el liderazgo con la determinación de quien sabe adónde va, y condujo a Tomás hasta Pitt Street. Giró allí en dirección al sur y atravesó la gran arteria en el sentido opuesto a The Rocks. Era una calle bulliciosa, casi enteramente entregada al comercio y a los peatones; el hormiguear laborioso de los transeúntes se revelaba aquí lleno de vida y color. La multitud era tan densa que ningún perseguidor invisible llegaría a localizarlos.