– ¿Ir a una residencia?
– Sí, ¿ha llegado a pensarlo?
Tomás siguió comportándose con naturalidad. Abrió la puerta del frigorífico y buscó un zumo. La madre lo siguió despacio y se quedó en la entrada de la cocina.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Lo que quiero decir es que usted, madre, no puede quedarse sola.
Se hizo un silencio.
Tomás dejó de hurgar en el frigorífico y miró a su madre.
– ¿No cree que es una buena idea?
Doña Graça sintió cómo se le revolvía el estómago, se le llenaba el pecho y le estallaba en el rostro.
– ¿Una buena idea? ¿Una buena idea? -vociferó, roja de furia-. ¿Tú quieres mandarme a una residencia? ¿Es eso? ¿Tú quieres…?
– No, no, no es…
– ¿Deshacerte de mí? ¿Tú quieres…?
– No es eso, madre. No es eso. Quédese…
– ¿Desembarazarte así de…, de tu propia madre?
– Quédese tranquila, quédese tranquila.
La madre lloraba ahora, y las lágrimas dibujaban surcos en su rostro arrugado.
– ¿Tú quieres hacerme eso a mí? ¿A mí? ¿A mí, que me he ocupado de ti? ¿Que te he alimentado, te he vestido, te he educado? ¿A mí, que te he dado tanto amor, tanto cariño, tanto de mí misma? ¿A mí? ¿Quieres hacerme eso a mí? ¿A tu…, a tu propia madre?
– Madre, quédese tranquila, no es eso lo que estoy diciendo.
Doña Graça sollozó.
– Es eso, es eso.
– Oiga, madre. Usted últimamente está en la Luna, vive sola, se olvida de las cosas, no toma los comprimidos, come mal, ya ni siquiera se lava… ¿No entiende que es peligroso estar así sin ningún apoyo? ¿Y si le ocurre algo? ¿Quién la ayuda? ¿Eh?
– Pues… doña Mercedes.
– Doña Mercedes sólo viene de vez en cuando a hacer la limpieza. ¿Y si le ocurre algo cuando ella no está aquí?
– Telefoneo.
– ¿Telefonea? ¿A quién?
– Telefoneo al…, al…, al número ese de Urgencias.
– ¿Lo ve? Se está olvidando de todo.¡Ni siquiera se acuerda del número de Urgencias?
– No me vengas con tonterías.
– No son tonterías. Este es un problema muy serio.
Más lágrimas le surcaron el rostro.
– Tú lo que quieres es desembarazarte de mí, eso es lo que quieres.¡De mí, que he hecho tanto por ti! Si no me quieres, mira, lo mejor es que no pongas más los pies en esta casa, ¿me oyes? Yo aquí me las arreglo sola.
– No diga eso.
– Lo digo, lo digo. -Alzó el dedo, perentoria-. Los hijos tienen que ocuparse de los padres como los padres se ocuparon de sus hijos, ¿me oyes?
– Pero yo estoy ocupándome de usted.
– ¡Ocuparte, un cuerno! Lo que quieres es encerrarme en una residencia, eso es lo que quieres. -La barbilla le temblaba de indignación-. Yo me quedé con tus abuelos aquí en mi casa hasta que ellos se murieron. Hasta que ellos se murieron, ¿me oyes? En mis tiempos, los hijos asumían sus responsabilidades.¡No es como ahora, que todo lo que quieren es buena vida y los viejos, hala, que se vayan a la residencia!
– En su tiempo era diferente. Usted no trabajaba y se podía ocupar de sus padres. -Se dio una palmada en el pecho-. Pero yo trabajo. ¿Cómo podré hacer para ocuparme de usted?
– ¡Ésas son disculpas!
– No lo son, no. Mi vida no me permite pasar el tiempo aquí, pero usted, madre, no está en condiciones de seguir viviendo sola. Necesita tener personas cerca para que la ayuden siempre que lo necesite.
Doña Graça se enjugó las lágrimas y encaró a su hijo con despecho.
– Si no quieres ocuparte de mí, márchate. ¿Has oído? Márchate, que no te necesito.
Le dio la espalda y se fue a acostar.
Salió por la noche de la casa de su madre muy abatido; se sentía el peor hijo del mundo. Incluso pensó en alterar los planes, pernoctar en Coimbra y faltar al control de la mañana siguiente, pero recapacitó: el ciclo lectivo estaba acabando, tenía previsto un control y no podía eludir sus obligaciones con los alumnos. Necesitaba realmente ir a Lisboa.
Bajó en el viejo ascensor del edificio y cruzó cabizbajo la Praça do Comercio, despoblada a aquella hora tardía, con las mesas de las terrazas recogidas y las puertas cerradas, sometidas a la media luz de las farolas tristes. No sabía bien qué hacer. Por un lado, tenía la convicción de que la madre era dueña de sí misma, una mujer adulta, señora de su voluntad; si no quería ir a una residencia, era un derecho que la asistía, ¿qué podía hacer? Pero, por otro, tenía conciencia de la frágil situación en que ella se encontraba, entendía perfectamente que su madre no estaba en condiciones de ocuparse de sí misma. ¿Y si le ocurría algo en su ausencia? ¿Podría alguna vez perdonarse por no haber hecho nada en el momento justo?
Recorrió la Baixinha sin prestar atención a los transeúntes, tan engolfado estaba en el problema. Bien, reflexionó, la verdad es que había hecho algo para afrontar la situación; había seguido el consejo del médico y le había sugerido la idea de la residencia: era ella quien no había aceptado. Pero Tomás dudaba de que eso sirviese para apaciguar su conciencia en caso de que algo saliese mal. ¿Y si le ocurría realmente algo? Tenía que llevarla, concluyó. Pero no era tan sencillo, añadió luego para sus adentros. Lo cierto es que, si ella no quería ir a la residencia, ¿qué podía hacer él? ¿Arrastrarla a la fuerza? ¿Encerrarla contra su voluntad? No, se dijo. No, eso estaba fuera de discusión. Pero el problema seguía estando sin respuesta.
¿Qué hacer?
Pasó delante de la estación de trenes y cruzó la avenida Marginal, desgarrado por el dilema. Le dio pena no tener una hermana o ya no estar casado. Las mujeres eran más prácticas, sabían siempre cómo encarar estos casos delicados, tenían un don especial que las distinguía. Pero él era un hombre, y los hombres son buenos para la juerga, no para afrontar este tipo de problemas. Aunque dejase el trabajo en la facultad y en la fundación y dedicase todo su tiempo a ocuparse de su madre, posibilidad que sólo admitía como mera conjetura, dudaba de que fuera suficientemente hábil para cuidarla de la manera adecuada. Tendría que lavarla, alimentarla, vestirla, sacarla de paseo, pasar todo el tiempo con ella. No haría otra cosa. Meneó la cabeza. Pues no, eso no podía ser.
Volvió en sí frente a su viejo Volkswagen azul, sucio y con una abolladura junto al faro delantero derecho. El coche se encontraba estacionado junto al río, las aguas borboteaban a apenas tres metros de distancia, en la sombra que se abatía del otro lado del muro situado enfrente de la avenida Marginal.
Subió al coche y lo puso en marcha. Encendió los faros, miró por el retrovisor, esperó que pasase un automóvil y arrancó. Dejó atrás la estación de trenes, que observó de refilón por el espejo, y fijó su atención en el semáforo.
Fue lo último que registró su memoria.
Capítulo 2
La primera imagen apareció desenfocada. Vio un bulto blanco que pasaba frente a él; pero era una visión difusa, vaga, casi etérea, una mancha nebulosa, un borrón nublado. Oyó un ruido tranquilo, palabras murmuradas pero incomprensibles. Se sintió confuso, desmañado, ebrio; los ojos tardaban en enfocar las imágenes, parecían pesados, lerdos, hasta desobedientes. La mente divagaba, embrutecida, perezosa, incapaz de comprender, demasiado lenta para razonar.
Piensa, Tomás.
Hizo un esfuerzo para concentrarse. Meneó la cabeza, como si así pudiese expulsar el demonio que lo embriagaba, y trató de entender lo que ocurría. Piensa, Tomás, se repitió a sí mismo.