– ¿Estás hablando de la energía solar?
– No, la energía solar es un buen complemento, pero nunca llegará a ser más que eso. Las noches y los días nublados impiden que esa solución sea viable como principal fuente energética.
– Pero ¿cuál es la alternativa? Qarim me dijo en Viena que el viento tampoco servía.
– Y tiene razón. Ocurre que, al igual que la energía solar, la eólica es intermitente. ¿Qué se hace cuando deja de soplar el viento?
– Pues eso, dilo: ¿qué se hace?
– Buena pregunta -observó-. La nuclear sería una opción, si no fuese porque resulta cara y tiene una gran resistencia pública, con el problema adicional de que los residuos se mantienen radioactivos durante miles de años. Otras fuentes, como las mareas, podrán ser complementos interesantes, pero nunca la base en la que podrá asentarse toda la economía. El gas y el carbón, sigue habiéndolo en grandes cantidades, son energías fósiles emisoras de carbono, por lo que tendrán que dejarse aparte, sobre todo el carbón, que para colmo es muy contaminante. -Su rostro se contrajo en una expresión interrogativa-. Así pues, ¿qué hacer? Blanco y James, justamente, se dedicaron a investigar en torno a este problema.
– ¿Y llegaron a alguna conclusión?
– Howard y yo estábamos un poco alejados del trabajo de los dos físicos, por lo que no conozco los detalles. Sólo sé que Blanco tuvo una idea interesante. Él y James estaban trabajando en esa idea cuando se produjeron los homicidios. Blanco murió, pero lo esencial del trabajo teórico ya estaba, al parecer, completo. A consecuencia de los asesinatos, James y yo salimos de circulación, pero nos mantuvimos activos. Yo seguí estudiando la evolución de las reservas mundiales de petróleo y él, que es un hombre muy práctico, dedicó todo este tiempo a desarrollar los conceptos teóricos que había delineado Blanco.
– ¿Vosotros dos os mantuvisteis en contacto?
– Claro -asintió Filipe-. A través de Internet.
Dichas estas palabras, se levantó de la cama, abrió la maleta en la que, apoyada sobre una banqueta, comenzó a doblar y guardar la ropa que había ido sacando del armario.
– ¿Y cómo son esos contactos? ¿Frecuentes?
– No, en absoluto. Somos perfectamente conscientes de los recursos de que disponen los intereses ligados al petróleo y no queríamos correr riesgos innecesarios. Quedamos en que él me enviaría un mensaje codificado cuando necesitara encontrarse conmigo.
– ¿Qué mensaje? ¿Aquella cita del Apocalipsis?
– Así es. -Filipe dejó de doblar la ropa sobre la maleta e, irguiéndose, recitó de memoria-: «Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio en el cielo». -Volvió a inclinarse sobre la maleta y siguió ordenando sus cosas-. Por eso estamos aquí.
– ¿Tu amigo inglés sabe que yo también vengo?
– Claro.
– ¿Y cuál va a ser mi papel?
– Tú estás trabajando para la Interpol, ¿no? Entonces vas a ayudarnos, Casanova.
El historiador se levantó del sillón, incapaz de quedarse sentado.
– Pero ¿cómo? ¿Cómo te podré ayudar?
Filipe alzó los ojos.
– Para dar el próximo paso, vamos a necesitar una organización policial de confianza.
Capítulo 32
Un bochorno abrasador los recibió en el momento en que la puerta del avión se abrió y bajaron las escaleras hacia la pista del Aeropuerto Connellan; parecían haberse sumergido en un horno o haber cruzado la entrada de un sofocante invernadero seco, instalado en medio de la planicie semidesértica donde el aparato había aterrizado.
– Welcome to Yulara -los recibió una azafata en el último escalón, una morena que exhibía una sonrisa profesional.
Bufando de calor, Tomás y Filipe recorrieron el suelo de asfalto a una velocidad vacilante; ora se apresuraban para escapar del horno lo más deprisa posible, ora disminuían el paso porque el cuerpo parecía derretirse bajo aquel calor bochornoso. Nubes de minúsculos insectos les rozaban la cara, obligándolos a sacudir el aire frente a la nariz; y fue con alivio como entraron por fin en la terminal, disfrutando de la frescura del aire acondicionado con la alegría de quien inspira el aire después de haber estado a punto de morirse ahogado. El aeropuerto era pequeño, apenas un aeródromo ventilado; en cuanto el geólogo recogió su maleta, salieron al vestíbulo principal.
– ¡Philip! -llamó alguien.
Miraron ambos en la dirección de la voz y vieron a un sesentón alto y delgado, con el pelo canoso y la barba blanca puntiaguda, la piel rubicunda y unos ojos azules gastados por detrás de unas gafas muy graduadas.
– Hola, James -saludó Filipe, que lo recibió con una amplia sonrisa.
Los dos hombres se abrazaron y, cuando se soltaron, el desconocido encaró a Tomás con una expresión inquisitiva.
– ¿Éste es tu amigo?
Filipe hizo un gesto amplio, como si los quisiese abarcar a los dos.
– Sí, éste es Tomás. Está trabajando para la Interpol.
El anfitrión extendió la mano huesuda.
– How do you do? -saludó-. No te imaginas cómo… humpf…, qué contento estoy de conocerte.
– Tomás, te presento a James Cummings, físico de Oxford exiliado en Yulara.
Se dieron la mano, el inglés estaba enormemente complacido por la presencia de un miembro de la Interpol a su lado, como si Tomás fuese la garantía del fin de la inseguridad que lo abrumaba desde la muerte de los otros integrantes del grupo. Cummings observó más allá de los recién llegados, como si buscase a alguien que viniese detrás.
– ¿Y los otros? -preguntó.
– ¿Qué otros?
– Bien… ¿No han venido más policías con vosotros?
– James, Tomás ha venido solo -explicó Filipe, con un toque de impaciencia en la voz-. Ya te había explicado que él venía solo.
El inglés parecía contrariado.
– Es verdad -reconoció-, pero yo tenía la esperanza… humpf… de que viniesen más agentes para protegernos. -Estudió a Tomás de los pies a la cabeza-. ¿Y el arma? ¿Dónde traes el arma?
– Tomás no es policía. Es historiador.
– ¿Historiador? Humpf… Pero ¿para qué necesitamos nosotros un historiador?
– Ya te he explicado que es mi amigo y que está trabajando para la Interpol. -Le apoyó la mano en el hombro-. Confía en mí, todo va a ir bien. -Miró a Tomás y habló en portugués-. Disculpa, Casanova. James es uno de esos científicos que parecen vivir en la Luna. Una especie de Ungenio Tarconi, ¿te das cuenta? Pero en lo que respecta a trabajo, todo hay que decirlo, no hay genio más inventivo que éste, puedes creerlo.
– No te preocupes -repuso el historiador-. Mi padre también era así.
Cummings los condujo al exterior de la terminal y los llevó bajo el sol abrasador hasta el aparcamiento.
– Hace calor, ¿eh? -comentó Tomás.
– ¿Calor? -se rio el inglés-. Debes de estar bromeando, old chap. Me gustaría verte aquí en febrero. Entonces verías… humpf… lo que es calor en serio.
El historiador observó a su anfitrión. Era un hombre muy alto, casi de un metro noventa, de fisonomía seca, piernas y brazos largos y delgados; usaba camisa y bermudas de color caqui, con la cabeza cubierta con un sombrero australiano, adornado con una pluma verde y amarilla de pájaro. Parecía desencajado, un payaso disfrazado de cowboy.
Llegaron junto a un Land Rover verde oliva, el color atenuado por una capa de polvo, y Cummings abrió las puertas; se acomodaron los tres dentro del coche, pero el calor era tal que los asientos quemaban y el aire casi les abrasaba los pulmones. Sin perder tiempo, el inglés encendió el motor y el poderoso aire acondicionado australiano refrescó el interior del todoterreno en sólo tres segundos. Si Tomás no lo hubiese visto, jamás lo habría creído.