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– ¿Y, James? -dijo Filipe, que ocupaba el asiento al lado del conductor-. ¿Cómo se te ha dado la vida aquí en Australia?

– Humpf-soltó el físico, en lo que a Tomás le parecía una peculiaridad del habla. El tic se asemejaba a un sollozo, pero uno de aquellos sollozos afectados, aristocráticos, un visaje que le nacía en el estómago y estallaba con pompa en los labios-. Esto es un infierno, un verdadero infierno.

El todoterreno arrancó y avanzó por la carretera impecablemente asfaltada.

– ¿Un infierno? -se sorprendió Tomás, instalado en el asiento trasero-. Y a mí me está gustando mucho, fíjese, este país. Me resulta bonito.

Cummings hizo un gesto señalando el paisaje que los rodeaba.

– ¿Bonito? ¿Esto te parece… humpf… bonito?

La carretera cortaba una planicie de tierra árida, de un castaño rojizo que impregnaba todo con su color como si fuese un paisaje alienígena, marciano: tierra, piedras, polvo, todo se veía rojo, excepto las matas verdes de vegetación y la paja amarillenta de la hierba de sabana que se extendía hasta el horizonte.

– Sí, es bonito.

– Seguro que no pensarías lo mismo si… humpf… estuvieses desterrado aquí varios años, old chap. Este infierno en medio de la nada acaba conmigo. -Reviró los ojos, exasperado-.¡Cuando pienso que… humpf… yo vivía en Oxford!¡En Oxford, by]ove! -Meneó la cabeza, lleno de nostalgia-. Cómo echo de menos aquel verde sereno y apacible de mi dulce Inglaterra.

– Entiendo tu punto de vista -admitió Tomás, sin dejar de contemplar el paisaje rojizo-. Una cosa es estar de paso, otra es vivir aquí.

– No te quepa… humpf… la menor duda. Y ten en cuenta que esto no va para mejor, old chap. Si la temperatura media del planeta llega a subir tres grados Celsius… humpf…, Australia se convertirá en desierto y cenizas. -Señaló el terreno árido-. Por otra parte, ese proceso ya ha comenzado. Los grandes incendios de 2003 desencadenaron en diez minutos más energía que… humpf… la bomba atómica de Hiroshima, y el humo de los árboles ardiendo se elevó por el aire con una fuerza tan explosiva que entró en la estratosfera y comenzó a circular por el globo. ¿Te lo llegas a imaginar? -Se calló un instante, aparentemente concentrado en el volante-. Con los termómetros subiendo tres grados, los incendios van a destruirlo todo -comentó entre dientes-. Además, las sequías se extenderán y habrá un colapso de la agricultura. La ola de calor de 2008 ha sido la peor desde que en 1885 se comenzaron a medir las temperaturas en Australia. Este continente… humpf… está al borde del abismo.

– Imagino que la gente está asustada.

Cummings se rio.

– ¿Asustada? Good Heavens, claro que no. Australia fue, junto con los Estados Unidos, la única nación supuestamente civilizada que se negó a firmar el Protocolo de Kioto.

– ¿Qué piensa la gente de eso?

– ¿Los aussies?

– Sí, los australianos.

– Hooligans -exclamó con desdén-. Los aussies no son más que… humpf… hooligans que han venido a vivir a un sitio con sol. No quieren saber nada del calentamiento global.

Filipe se volvió hacia atrás.

– Tú no conoces a James -dijo-. Para él sólo se salva Inglaterra. Todo lo demás es barbarie.

El silencio se instaló en el todoterreno, que recorría la planicie semidesértica bajo el sol ardiente. Admirando el paisaje exótico, Tomás avistó un bulto enfrente, inclinado hacia la izquierda, sobre la línea del horizonte; era un coloso rojizo anaranjado, de piedra desnuda, como si hubiesen arrojado allí un gigantesco menhir.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

El inglés miró en la dirección indicada.

– Uluru.

El historiador analizó el extraño cuerpo que se erguía sobre la sabana, semejante a una montaña árida; no era puntiaguda y aserrada, como las del Himalaya, sino más bien un monstruo de piedra con una altiplanicie en la cima, una especie de mesa maciza.

– Es curioso -comentó-. Ya he visto esta montaña en algún sitio.

– Uluru es famoso -dijo Cummings, sin apartar la vista de la carretera-. También lo llaman… humpf… Ayers Rock.

– Ah, ya sé.

– Toda esta zona es sagrada para los… humpf… aborígenes. Pero hay místicos de todo el mundo que vienen aquí a venerar a Uluru. Dicen que la montaña está situada en una importante coordenada planetaria, tal como… humpf… la Gran Pirámide de Gizeh.

– ¿En serio?

– Humpf… supersticiones.

Tomás examinó mejor la piedra que se alzaba sobre el horizonte.

– Pero no se puede negar que la montaña es extraña -observó-. ¿De qué está hecha?

– ¿Uluru? Arenisca. Es el segundo mayor monolito del mundo. El primer explorador europeo que lo vio lo definió… humpf… como un peñasco impresionante. Y, por cierto, tengo que admitir que esta montaña puede ser algo sorprendente. Una de sus cualidades más curiosas es que cambia de color a lo largo del día. -Señaló la montaña-. Ahora se la ve anaranjada, ¿no? Pero el monolito también puede mostrarse… humpf… rojo, castaño, violeta o azul. Después de la lluvia se vuelve plateado y hasta negro brillante. A veces parece que hay una fuente de luz que mana del interior, como una lámpara.

– ¿En serio? ¿Ya lo has visto así?

– Right ho -asintió-. Ocurre algunas veces por año. Creo que es… humpf… un efecto de luz, como si la naturaleza nos estuviese gastando una broma.

– ¿Y cómo apareció aquí algo semejante?

Cummings hizo una seña con la cabeza al pasajero que iba a su lado.

– Esa es una pregunta para… humpf… nuestro geólogo.

Filipe se movió en el asiento.

– No lo sé muy bien -reconoció-. He oído decir que Ayers Rock formaba parte del fondo del océano, hace unos quinientos millones de años. Pero no conozco en detalle la historia geológica de esta formación.

– ¿Y cómo se explica el extraño fenómeno de las variaciones de color? ¿Eh?

– Bien, como ya ha dicho James, la montaña es de arenisca, ¿no? Pero también está impregnada de otros minerales, no sólo arenisca. Las variaciones de color se deben justamente a la acción de un mineral en particular, el feldespato, que tiene la propiedad de reflejar la luz. Creo que es eso lo que crea la impresión de que la piedra irradia luminosidad. El color rojo, ese matiz herrumbroso del rojo, se debe a la oxidación. -Apreció el aspecto exótico del monolito situado enfrente-. De cualquier modo, no hay duda de que este monstruo es realmente misterioso.

– ¿Y qué dicen los aborígenes?

Cummings retomó la palabra.

– Oh, ellos tratan a Uluru como si fuese Dios en persona -exclamó-. Creen que la montaña es hueca por dentro y tiene una fuente de energía a la que llaman… humpf… tjukurpa.

– ¿Qué quiere decir esa palabra?

– Tiempo de sueño. Es una especie de historia aborigen sobre la creación del universo y de los hombres. Creen que cada acontecimiento deja una especie de… humpf… vibración en la tierra, un poco como las plantas dejan una imagen de sí en las semillas que liberan. -Hizo un gesto en dirección a la montaña-. Uluru sería el eco de la Creación y, según ellos, está poblado… humpf… por espíritus ancestrales.

– No me digas.

El inglés miró alrededor.

– ¿Ves este desierto en el Red Centre de Australia? Todo esto está lleno de lugares sagrados para los aborígenes. -Señaló otra forma rocosa, más lejos, a la derecha, una mera protuberancia de cumbres redondeadas al filo del horizonte-. Aquélla, por ejemplo, es otra… humpf… formación sagrada. Son las Olgas, pero los aborígenes las llaman Kata Tjuta.