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Una aglomeración urbana apareció de repente al borde de la carretera, por entre las dunas, una visión inesperada en medio de aquel desierto rojizo. Un cartel anunciaba Yulara y el todoterreno abandonó la carretera y se encaminó hacia el caserío.

– ¿Vosotros tenéis una ciudad aquí en el desierto? -se sorprendió Tomás.

– Vosotros no -corrigió James, casi ofendido-. Que yo sepa no soy ningún… humpf… Aussie hooligan.

– Disculpa -dijo, y volvió a formular la pregunta-: ¿los australianos han construido una ciudad en medio del desierto?

– Yulara es lo que los aussies designan como aldea turística. Fue construida para recibir a los… humpf… turistas que vienen a visitar Ayers Rock.

– ¿Hay muchos turistas?

– Humpf…, no te imaginas cuántos. Medio millón por año.

– ¿Medio millón? ¿Esta aldea consigue alojar a medio millón de personas?

Cummings señaló las fachadas elegantes y bien cuidadas de la población, los espacios verdes decorados con palmeras y arbustos, como si allí hubiese un oasis.

– Lo que no faltan aquí son sitios para alojarse. Desde hoteles de cinco estrellas hasta campings. Pero te advierto ya que el mejor sitio para estar es… humpf… la piscina. En Yulara, la piscina no es un lujo, old chap, sino una necesidad. Con el calor que hace aquí, es el único sitio donde se puede estar cuando queremos evitar el aire climatizado del interior.

El todoterreno deambuló despacio por las calles cuidadosamente trazadas de Yulara. En cierto momento abandonó la zona poblada y enfiló un camino de tierra, internándose en el desierto. El Land Rover iba a trompicones por los baches de la tierra apisonada y casi volaba sobre las crestas onduladas de las dunas, levantando detrás de sí una nube cobriza de polvo seco. Avanzó por el desierto durante diez minutos, rugiendo y estremeciéndose, hasta que por fin se detuvo bruscamente. La nube de polvo cubría el todoterreno como un manto, deslizándose despacio por el aire a merced del viento; parecía una sombra colorida, y fueron necesarios algunos instantes para que Tomás pudiera vislumbrar, entre el denso polvo que había levantado el vehículo, las paredes blancas de una casa.

Bajaron y avanzaron hacia la vivienda. Cummings había apagado el motor y un silencio profundo se abatió sobre los recién llegados. Era un mutismo vacío, sin un tenue zumbido de fondo siquiera. La ausencia de sonido se revelaba de tal modo desoladora que llegaba a desconcertar, a ser incluso asfixiante.

– ¿Esta es tu casa? -preguntó Tomás, rasgando su voz el silencio.

Cummings asintió.

– La he bautizado con el nombre de Arca.

Tomás sonrió. El nombre le parecía prometedor; hacía mucho calor y realmente sólo la frescura de un frigorífico podría aliviarlo en aquel momento.

– Arca, ¿eh? ¿Fresca como un arca frigorífica?

– No. Como el Arca de Noé.

– ¿El Arca de Noé?

El inglés caminó en dirección a la casa; sus pasos resonaban en la arena seca.

– Aquí se encuentra algo precioso para la humanidad.

– ¿Qué? Cummings aferró el picaporte y abrió la puerta.

– La última esperanza.

Capítulo 33

La casa parecía un sitio ruinoso a merced de los animales. Había papeles por casi todos lados, libros amontonados en sofás rotos, ropa desparramada por los rincones, los muebles cubiertos por una espesa capa de omnipresente polvo rojizo; a diestro y siniestro se veían en el suelo restos de comida seca y cartuchos vacíos de patatas fritas, mientras que montones de latas de cervezas y de gaseosas yacían abandonadas sobre los muebles de madera exótica. Las cortinas tenían lamparones de grasa, y el cristal de las ventanas estaba empañado de tan sucio.

– Disculpad el… humpf… desorden -dijo Cummings, que se movía por la sala como un explorador que atravesara la selva espesa-. Nunca se me han dado bien las tareas domésticas.

Tomás no era un modelo de hombre ordenado, pero aquello le pareció excesivo; la casa llevaba por lo menos seis meses sin que se hiciera una limpieza. El y Filipe se abrieron camino hasta los sofás y se acomodaron cautelosos, evitando las partes de la tela donde las manchas parecían más frescas.

– ¿Así que es aquí donde has trabajado?-preguntó Filipe reprimiendo una mueca de asco.

– Right ho -confirmó el inglés-. Éste es mi cubil secreto.

Tomás miró a su amigo con sorpresa.

– ¿Nunca habías estado aquí?

– No -dijo el geólogo-. Sabía que James estaba escondido en Yulara, claro, pero nunca había venido. -Inclinó la cabeza, como si explicase algo obvio-. Por motivos de seguridad.

El anfitrión salió momentáneamente de la sala y volvió enseguida, con la cabeza asomando por la puerta.

– ¿Queréis beber algo? ¿Té? ¿Café? ¿Cerveza?

– Tal vez un poco de agua fría -pidió Tomás, con la boca seca por el calor del viaje desde el aeropuerto hasta allí.

Cummings reapareció con una botella de litro bien fría y se la entregó a Tomás.

– No he traído vasos -se disculpó-. Están todos… humpf… sucios.

El historiador no quería ningún vaso de aquella casa; el gollete sellado le daba mayores garantías de higiene. Abrió la botella de agua mineral y bebió con avidez casi hasta la mitad. Cuando acabó, Filipe le pidió la botella y aplacó su sed con la mitad que quedaba.

– Entonces decidme -comenzó Tomás, yendo derecho al grano-: ¿qué queréis de mí?

Filipe y Cummings intercambiaron una mirada; el inglés se sentó frente a ellos e hizo una seña a su amigo portugués para que fuese él quien explicase las cosas.

– Creo, Casanova, que ya conoces lo esencial de la historia -dijo Filipe, que cruzó las piernas y se relajó en el sofá-. Desde la muerte de Howard y de Blanco, James y yo hemos tenido que escondernos. Yo me fui a Siberia, él se vino a Australia. Pero no dejamos de trabajar. Yo seguí analizando la situación de las reservas petrolíferas mundiales y él prosiguió las investigaciones que había iniciado con Blanco. Cuando nos separamos, quedamos en que no nos pondríamos en contacto, a no ser en caso de necesidad extrema y siempre a través de mensajes codificados. Hasta que, hace algunas semanas, James me envió uno de esos mensajes, el de la cita bíblica que ya he mencionado.

– La del Apocalipsis.

– Esa -asintió-. La que contiene el nombre de código de nuestro proyecto.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama el proyecto, en definitiva?

– El Séptimo Sello.

Tomás balanceó afirmativamente la cabeza.

– Hmm -murmuró-. De ahí esa frase de código.

– Exacto -confirmó Filipe-. Que James me mandara esa cita era una señal de que el proyecto estaba concluido y de que debíamos encontrarnos en Australia para ultimar los detalles. El problema es que teníamos conciencia de que solos no llegaríamos a ningún sitio y yo no sabía adónde debería volver. Hasta que vi tu mensaje en el sitio del instituto y, además de avivarme la nostalgia, confieso que creí que podrías ser un contacto importante, una especie de agente invisible, ¿me entiendes? Eso reforzó mi decisión de invitarte a venir para reunirte conmigo. Necesitaba de la ayuda de alguien que estuviese fuera del circuito, alguien cuya existencia desconociesen en absoluto los intereses del petróleo.

– Entiendo.

– Cuando en Oljon me revelaste que estabas al servicio de la Interpol, me llevé un gran disgusto, pues significaba que, al fin y al cabo, no estabas fuera del circuito. Si la Interpol te había llamado para que ayudases en la investigación de los homicidios, era evidente que los autores morales de esos asesinatos se enterarían de tu existencia.