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Con los ojos desorbitados, intentando de ese modo liberarse de la neblina que le empañaba la visión, se esforzó en aprehender el mundo allí y en aquel momento; sabía que para comprender necesitaba ver, pero ver le resultaba difícil. Tan difícil… Hizo un esfuerzo para captar lo que ocurría, para registrar las imágenes, para vencer el aturdimiento, para atravesar la niebla que todo lo volvía opaco.

Fijó la atención en el bulto blanco y los ojos lo enfocaron gradualmente. Era una mujer, eso es lo que pudo distinguir al principio. Llevaba algo en la cabeza: ¿un pañuelo? No, era una cofia, una cofia blanca. La mujer vestía de blanco, parecía una monja. Claro que no era una monja, concluyó despacio; la mente, aún desorientada, tardaba en ajustar los reflejos. No era una monja. Era una enfermera.

– ¿Nuestro paciente ya se está despertando? -preguntó la enfermera, inclinándose sobre él con una sonrisa.

Tenía los ojos castaños y pecas en la nariz, le recordaba vagamente a su ex mujer.

– Hmm -murmuró.

– ¿Ha dormido bien?

– ¿Hmm?

– Ande, descanse -dijo la enfermera con infinita dulzura-. Vuelvo dentro de un rato.

El rostro pecoso salió de delante y Tomás miró alrededor, con una modorra despreocupada. Se dio cuenta con esfuerzo de que se encontraba en una pequeña habitación de aspecto aséptico. Había una maquinilla a la derecha, un mueble con un televisor enfrente y una ventana a la izquierda que daba a unos plátanos frondosos, las ramas iluminadas por la luz del día. Era por la mañana, comprobó, y se encontraba en un sitio inesperado. Un hospital. La idea se afirmó despacio en su mente y lo sorprendió. «Pero ¿qué rayos estoy haciendo yo en un hospital?», se preguntó.

Sintió que el cansancio invadía su cuerpo y que le pesaba en los ojos: la absurda embriaguez lo acosaba irresistiblemente. Se recostó en la cama, se arrebujó disfrutando del calorcito, acomodó la espalda, respiró hondo y se dejó llevar por la modorra del sueño.

Una voz masculina lo hizo despertar de nuevo. Abrió los ojos y vio a un hombre con bata blanca y bigotes finos al lado de la cama; la enfermera pecosa, detrás de él.

– Entonces, muy buenos días, profesor Noronha. ¿Cómo se siente?

Tomás lo miró interrogativamente.

– ¿Dónde estoy?

– En la Clínica do Choupalinho. ¿Cómo se siente?

El paciente se dio cuenta de que recuperaba gradualmente sus facultades, incluida el poder de razonar con claridad. Con los ojos desorbitados, recordando.¡El control! ¿Y el control, pues? «¡Los alumnos me están esperando en la facultad para el control!» Levantó la mano izquierda y consultó el reloj. Eran las nueve de la mañana, aún estaba a tiempo. El control se había fijado para dentro de una hora.

– Oiga, necesito salir de aquí-dijo, con la lengua aún algo trabada-. Tengo un control a las diez y no puedo faltar.

– ¿Ah, sí? ¿Y dónde es ese control?

– En la facultad.

– ¿Qué facultad? ¿La de Coimbra?

– No, mi facultad, en Lisboa.

– Pero usted está en Coimbra, hombre -se rio el médico-. Aunque saliese ahora de aquí corriendo, no llegaría a tiempo.

Tomás hizo un esfuerzo por recuperar sus últimos recuerdos.

– ¿Aún estoy en Coimbra?

– Sí, señor. En la Clínica do Choupalinho.

Dejó caer la cabeza en la almohada, frustrado.

– ¡Caramba!¡Voy a faltar al control!

– Me temo que sí-asintió el médico-. ¿Cómo se siente?

Tomás ponderó la pregunta.

– Un poco raro -observó descubriendo un sabor pastoso en la boca-. Me duele ligeramente la cabeza.

– Pues sin duda tiene que dolerle.

– ¿Qué ha ocurrido?

– ¿No se acuerda de nada?

Tomás volvió a hurgar en los archivos más recientes de su mente.

– Me acuerdo de que puse el coche en marcha para ir a Lisboa. Fue anoche.

– ¿Nada más?

Reflexionó un instante.

– Pues… creo que nada más.

– ¿Cuál es la última imagen que guarda en su memoria?

– Fue…, fue la estación. -Alzó las cejas-. No, fue el semáforo. Iba a girar hacia el puente y paré en el semáforo.

– ¿No se acuerda de nada más?

– No -dijo Tomás.

Meneó la cabeza para reforzar la negación, pero pronto tuvo que parar, le retumbaba el cerebro.

– ¿Seguro? -insistió el médico.

– Sí -confirmó con impaciencia el paciente-. ¿Qué ha ocurrido?

El médico cogió un bloc de folios A4, como si consultase unas notas.

– Ha tenido un accidente. Cruzó el puente e iba a pasar por la Praça da Canção, supongo que camino de la autopista para Lisboa, cuando el coche se estrelló contra un poste y usted perdió el sentido.

– ¿Yo me estrellé contra un poste?

– Sí. -Volvió a consultar las anotaciones-. A eso de las diez de la noche.

– ¿En la Praça da Canção?

– Sí.

Tomás adoptó una expresión intrigada.

– Tiene gracia, no me acuerdo de nada de eso. Sólo recuerdo que arranqué y paré en el semáforo esperando que se pusiera en verde.

El médico sonrió.

– Es natural. Cuando se sufre un traumatismo en la cabeza y se pierde el sentido, es normal que en las personas se borre el recuerdo de los cinco minutos anteriores al accidente. Hay incluso quien pierde la memoria de las horas anteriores, fíjese.

– ¿En serio?

– Es muy común, quédese tranquilo.

Esta vez fue Tomás quien sonrió.

– Caramba, no me acuerdo realmente de nada. Es como si no hubiese ocurrido. En un momento estoy parado en el semáforo; al momento siguiente estoy mirando a su enfermera. Es como si no hubiese pasado nada entre tanto. He saltado automáticamente de un lado al otro, ¿entiende?

– Es extraño, sí -asintió el médico-. Pero muy común.

Tomás se palpó la cabeza. Sintió unas vendas ceñidas al pelo y se alarmó.

– ¿Qué es lo que tengo? ¿Es grave?

– No, no es nada especial, tranquilícese. -El médico se acercó y le tocó suavemente la nuca-. Debe de haber hecho un movimiento extraño con la cabeza cuando se estrelló contra el poste, porque el traumatismo fue aquí atrás, en la nuca. -Le cogió el brazo derecho y le mostró una venda en el dorso de la mano-. Y se magulló ligeramente en la mano, ¿lo ve? Nada grave, pero no debe hacer esfuerzos, ¿entendido?

– Sí.

– Si le pica el dorso de la mano, no se rasque. Eso es muy importante. No se rasque. Es señal de que la herida está cicatrizando.

– Muy bien, no me voy a rascar -prometió Tomás, observando la venda en la mano derecha. Alzó la cabeza hacia el médico, cuyo nombre leyó en una plaquita que llevaba colgada del pecho-. ¿Usted es el doctor Cariano?

El médico sonrió.

– Sí, Luís Cariano.

– Doctor, esta noche tengo una cena en Lisboa -dijo el paciente-. ¿Cree que podré ir o tendré que anular la cita?

– Puede ir, claro. -Consultó el reloj-. Veamos… Son las ocho, ¿no? Mire, pretendo darle el alta a primera hora de la tarde. Quiero que se quede toda la mañana aquí para comprobar si todo va bien. Después del almuerzo, lo dejaré en libertad.

– Ah, qué maravilla.

– Pero sea prudente, ¿ha oído? No quiero volver a verlo aquí otra vez.

La enfermera se llevaba la bandeja con el almuerzo consumido y Tomás se ponía los zapatos y se preparaba para abandonar la habitación de la clínica cuando sonó el móvil.

– Hola, Tomás. Aquí Gouveia.

Caramba. ¿Cómo diablos se habría enterado el médico de cabecera de que lo habían hospitalizado en esa clínica? Bien, la comunicación entre médicos debía de ser rápida, concluyó.