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El polvo se asentó y se oyeron las puertas que se abrían. De la nube que se deshacía asomaron unos bultos, como si fuesen espectros surgiendo de la niebla. Los bultos se acercaron, despacio, y llevaban entre los brazos algo que parecían unos palos largos. Miraron mejor y los corazones se dispararon, desenfrenados. No eran palos.

Eran armas.

Los recién llegados venían armados; en las manos no llevaban unas armas cualesquiera; traían escopetas automáticas, claramente de arsenal militar. Los tres retrocedieron un paso y después otro, recelosos, hasta toparse con la fachada de la casa. No tenían hacia dónde huir.

Un bulto más macizo se distinguió entre los demás. Caminaba pesadamente y, al salir de la nube de polvo, Tomás logró por fin distinguir sus facciones.

– ¡Orlov!

El ruso se detuvo. Tenía la cara empapada de sudor; estaba claro que aquél no era el clima que más le gustaba.

– Hola, profesor. ¿Usted por aquí?

– Eso pregunto yo -exclamó el historiador, aún sorprendido-. ¿Cómo supo que yo estaba aquí?

– Digamos que tengo mis medios.

Filipe le tocó el brazo a Tomás.

– ¿Quién es?

Tomás dio un paso hacia un lado, facilitando el encuentro entre las dos partes.

– Ah, disculpa. -Señaló al ruso-. Este es Alexander Orlov, mi contacto de la Interpol. -Enseguida su mano apuntó a Filipe-. Orlov, éste es Filipe Madureira, mi amigo, el mismo que usted andaba buscando. -Hizo un gesto hacia el inglés-. Y éste es james Cummings, el físico de Oxford que también estaba desaparecido.

El físico y el geólogo avanzaron, extendiendo las manos para saludar al recién llegado, pero Orlov alzó la escopeta automática y los frenó con un gesto brusco.

– Quédense donde están -ordenó.

– ¡Orlov! -se escandalizó Tomás-. ¿Qué está usted haciendo?

– Quietos.

– Pero ellos no son los asesinos -dijo en un esfuerzo por aclarar el malentendido-. Ya se lo expliqué.

Los otros hombres armados se acercaron; eran tres y establecieron un perímetro de seguridad en el patio. Ya sin paciencia para soportar aquel calor opresivo, el ruso hizo un gesto con el arma apuntando hacia la puerta de la casa.

– Entren.

Tomás no entendía la actitud del hombre de la Interpol.

– Pero ¿qué está usted haciendo? Ya le he dicho que ellos no son los asesinos.

Orlov volvió el arma en dirección a Tomás, que se resistía a dar crédito a lo que veían sus ojos.

– Usted también, profesor. Adentro.

Estupefacto, casi sin reacción, Tomás obedeció y entró en la casa; tenía la impresión de que un autómata se había apoderado de su cuerpo.

El interior estaba fresco, para alivio del enorme ruso, que señaló el sofá. Los tres se sentaron, muy juntos, como si los uniese un instinto de defensa. Del grupo, Filipe parecía el más sereno; cruzó las piernas, poseído por una extraña calma, y fijó los ojos en el hombre que los amenazaba.

– Usted no es de la Interpol, ¿no?

Los labios de Orlov se curvaron en una sonrisa maligna.

– Su amigo es listo -observó dirigiéndose a Tomás-. Eso no me sorprende, por otra parte. Sólo un hombre listo logra escapárseme durante tanto tiempo. -Acarició el arma, como si la preparase para el trabajo-. Pero tengo novedades para usted. -La sonrisa se ensanchó en el rostro seboso-. La listeza se ha agotado.

– ¿No es de la Interpol? -preguntó el historiador, perplejo-. ¿Usted no es de la Interpol?

Orlov miró a Tomás con una expresión burlona.

– ¿Usted qué cree?

La verdad cayó sobre Tomás, siniestra y terrible. Había estado todo aquel tiempo trabajando para un desconocido y nunca había sospechado nada; el hombre no era quien él pensaba.

– Pero, entonces, ¿quién es usted?

– ¿Es tan difícil de entender?

Filipe se inclinó hacia delante.

– Ya me he dado cuenta de quién es usted -dijo-. Lo que me gustaría saber es quién le paga.

El ruso volvió el arma hacia el geólogo.

– Tú, listillo. Estate quieto.

– ¿Por qué razón he de quedarme quieto? -preguntó Filipe-. Nos va a matar de todos modos.

Los ojos de Orlov recorrieron los tres rostros ansiosos que estaban frente a él.

– Tal vez.

– Entonces tenemos derecho a saber la verdad.

De los tres hombres que habían venido con Orlov, dos entraron también en la casa y comenzaron a registrar los rincones. Uno de ellos fue a la cocina y apareció en la sala con varias latas de cerveza australiana fría en las manos.

– Smotri, chto ya nashol v jolodilnike -dijo en ruso, exhibiendo lo que acababa de encontrar-. Jolodnoe pivkó.

– Dáy mne odnó -farfulló Orlov pidiendo una lata.

El hombre le entregó la cerveza y el voluminoso ruso la bebió hasta el final, casi de un solo trago. Al final se enderezó, eructó con violencia y se rio.

– Ah, qué maravilla. -Ya saciado y de mejor humor, se sentó en un sillón, suspiró y encaró a los tres académicos que lo observaban intimidados-. Así que ustedes piensan que tienen derecho a saber la verdad, ¿no?

Filipe mantenía la sangre fría, lo que suscitó la profunda admiración de Tomás.

– Si tuviese la amabilidad de explicarnos en nombre de qué vamos a morir -dijo el geólogo, muy controlado, casi desafiante-, se lo agradecería.

– Usted sabe muy bien en nombre de qué -replicó el ruso-. ¿Para qué quiere saber si quien pagó el cheque fue el país A o la sociedad B, la empresa C o la organización D? -Se encogió de hombros-. Eso no interesa para nada. -Alzó el dedo pulgar-. Lo que interesa, lo que realmente interesa, es que ustedes han estado jugando con fuego y ha llegado la hora de que pongamos fin al jueguecito.

– Pero ¿quién ha dado la orden? -insistió el geólogo.

– Quizá fue un país, tal vez fue una petrolera, tal vez fue un grupo de intereses, tal vez no fue nadie. -Cogió la lata vacía y se la mostró a uno de sus compañeros-. Igor -llamó pidiendo una nueva cerveza-. Dáy mne yeshó odnó. -Se volvió hacia los tres prisioneros y retomó su discurso-. ¿Qué interesa quién dio la orden? -apuntó a Filipe y a Cummings-. Lo que interesa es que ustedes deberían haber tenido un poco de juicio. Cuando liquidamos a sus dos amigos, deberían haber aprendido la lección y haberse quedado quietecitos. -Meneó la cabeza-. Pero no. No pudieron quedarse quietos, ¿no? No pudieron parar con sus maquinaciones, ¿no? Nos obligaron a ir otra vez detrás de ustedes. -Adoptó una expresión de impotencia, como un padre que, contrariado, se ve en la obligación de castigar a un hijo que se ha portado mal-. Y ahora aténganse a las consecuencias. ¿O pensaban que se iban a escapar?

Igor se acercó con una nueva lata en la mano, que le entregó a su jefe. Orlov volvió a bebérsela de un trago y a soltar un brutal eructo al acabarla.

– Disculpen -se rio.

Filipe no se dio por vencido.

– ¿Cómo diablos supo usted dónde estábamos?

El ruso señaló a Tomás con el pulgar.

– A través de nuestro profesor. El ha sido nuestro agente infiltrado.

Los ojos de Filipe y Cummings se posaron en Tomás, acusadores. El historiador reaccionó casi anestesiado; con los ojos desorbitados, sintiéndose aún más estupefacto de lo que alguien podría haber pensado alguna vez que sentiría, abrió la boca, pero tardó un buen rato antes de lograr emitir algún sonido.

– ¿Yo? -Miró a Orlov con una expresión absolutamente pasmada-. ¿Yo? -Se volvió a los dos compañeros, como si les implorase que creyesen en él-. ¡Yo no he hecho nada!

– Por favor, profesor. -El ruso parecía divertirse-. Vamos, no sea tímido. Confiéselo todo.