Tomás sintió que el rubor de la irritación le invadía el cuerpo.
– ¿Usted está loco? -dijo casi rugiendo-. Pero ¿qué es eso de que yo he estado informándolo? ¿Cuándo he hecho eso?
– Oh, no se ofenda. Cuando yo era joven, en la época de la Unión Soviética, chivarse era algo totalmente normal, algo mundano.
– ¿Chivarse? -Esbozó una mueca de repugnancia y desprecio, el miedo vencido por el desdén que ahora le provocaba el hombre que tenía enfrente-. Usted está loco, Orlov. Loco perdido.
El ruso soltó una sonora carcajada, sólo interrumpida por un nuevo eructo, la cerveza aún hacía notar su efecto en el estómago.
– ¿Así que estoy loco?
– Sí, loco. Ya no hace más que desvariar.
– ¿Y si pruebo que usted denunció a su amigo? ¿Y si lo pruebo?
Esta vez le tocó a Tomás reírse.
– Nadie puede probar algo que nunca ha ocurrido.
– ¿Ah, no? ¿Y si yo se lo pruebo?
– Pues pruébelo, espero ver cómo lo hace.
Orlov puso la escopeta en posición horizontal y tocó con el cañón el brazo derecho de Tomás.
– Muestre su mano.
– ¿Mi mano?
– Sí, muéstrela.
Sin entender adonde quería llegar el ruso, extendió el brazo y mostró la mano derecha. Orlov le cogió la mano, la analizó durante unos segundos y apretó en un punto.
– ¿Siente algo aquí?
Una sensación molesta recorrió la mano del historiador.
– Sí, ése es el sitio donde me magullé el otro día. Tuve un accidente y me quedó una herida en esa mano.
– Un accidente, ¿eh? ¿Y si yo le digo que aquí hay un pequeño transmisor alimentado con una batería de litio?
– ¿Un transmisor?
– Se llama Proyecto Iridium. Este chip usa una identificación de radiofrecuencia para emitir una señal GPS que captan más de sesenta satélites que operan en el planeta. Gracias a esa señal, los satélites pueden identificar el lugar donde usted se encuentra con un margen de error de apenas unos centímetros.
Tomás analizó su mano, completamente atónito.
– ¿Un transmisor? -repitió, intentando aún digerir lo que acababa de decirle el ruso-. Pero…, pero ¿cómo? ¿Cómo me han puesto aquí un emisor?
Una sonrisa condescendiente llenó el rostro de Orlov.
– ¿Y, profesor? ¿No se acuerda del día en que lo llamé por primera vez? ¿Se acuerda de eso?
– Sí. Estaba en el hospital, esperando a mi madre.
– ¿Se acuerda de lo que ocurrió esa noche?
El historiador hizo un esfuerzo de memoria.
– ¿Esa noche?
– Sí. ¿No se acuerda de lo que ocurrió? Usted subió al coche para ir a Lisboa y… ¡pumba!, ¿dónde despertó?
El recuerdo llenó su memoria en ese instante. Vio al hombre de bata blanca y bigote fino al lado de la cama y a la enfermera pecosa justo detrás.
– En la clínica -exclamó-. Desperté en la clínica.
– ¿Y qué estaba haciendo allí?
– Tuve un accidente. Mi coche chocó con un poste.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Se acuerda de haber visto el coche chocando con el poste?
– Bien… No, no me acuerdo.
– Entonces, ¿cómo sabe que chocó con el poste?
– Me lo dijeron.
Orlov sonrió, con una expresión sarcàstica que destellaba en sus ojos azules.
– Se lo dijeron, ¿no?
Tomás miró al ruso, vacilante.
– ¿No fue así? ¿No tuve un accidente?
Orlov apuntó a la mano derecha de su prisionero.
– ¿Cómo cree usted que el transmisor fue a parar ahí? ¿Por obra y gracia del Espíritu Santo?
El historiador observó la mano con ojos escrutadores, como si intentase ver a través de la piel.
– ¿Me pusieron este implante en la clínica? ¿Fue eso? ¿El accidente fue una farsa? ¿No tuve ningún accidente?
El ruso le hizo una seña para que volviese a su lugar. Tomás se acomodó de nuevo en el sillón.
– Creo que ahora puede imaginar lo que ocurrió esa noche, no es difícil. Lo cierto es que, aun antes de nuestro primer encuentro, ya teníamos su posición en el mapa perfectamente identificada. Gracias a ese transmisor, lo seguimos por Siberia hasta Oljon y lo sorprendimos después en la taiga, ¿recuerda?
– Cabrones -farfulló Tomás-. Fueron ustedes…
– Lo lamento por su amiga. -Señaló a Tomás-. Y usted se salvó simplemente porque aún nos hacía falta. ¿Sabe por qué? -Miró a Filipe-. Para llegar a él. Su suerte fue que se hubiesen separado en el Baikal, por la noche. El GPS sólo nos daba su posición, no la de su amigo. Cuando lo descubrimos con la muchacha en las márgenes del Baikal, pero sin su amigo, entendimos que tendríamos que dejarlo suelto, con la esperanza de que nos llevase hasta él. -Hizo un gesto hacia Cummings-. Conseguir la pista del inglés ya fue el colmo de la suerte. Nunca pensamos que también nos condujese hasta él. -Sonrió-. Pero nos condujo. -Hizo un gesto admirativo con la cabeza-. Usted sería un agente cojonudo, ¿lo sabía? En la época de la Unión Soviética, seguro que lo habría reclutado el KGB. -Suspiró-. Pero la Unión Soviética ya se ha acabado y me temo que usted tendrá que seguir su ejemplo.
– ¡Hijo de puta!
– ¿Qué pasa, profesor? ¿Estamos bajando de nivel?
– ¿Por qué no nos mata ya?
Orlov balanceó la cabeza, como si estudiase esa posibilidad.
– Es una alternativa -dijo-. Pero antes de pasar a la parte más desagradable de nuestra conversación, hay algunas cosas que me gustaría entender, si no les importa.
– ¿Qué cosas?
El ruso desvió los ojos de Tomás y fijó su atención en Filipe y Cummings, las personas que podrían darle las respuestas que buscaba desde hacía mucho.
– ¿Qué es eso del Séptimo Sello?
Capítulo 35
El cuerpo largo y esbelto de James Cummings, hasta entonces encogido en el sofá, adquirió vida como si de repente lo hubiesen conectado a la corriente eléctrica. El profesor de Oxford se levantó del rincón y, con sus característicos gestos bruscos y desmañados, casi a trompicones, cogió el cuaderno que había dejado sobre un mueble y se volvió hacia ese público inesperado.
– El proyecto del Séptimo Sello está recogido en este cuaderno -anunció-. Lo concibió, en términos teóricos, mi colega de Barcelona, el profesor Blanco Roca, cobardemente… humpf… asesinado en su despacho.
Orlov se movió en el sillón, acusando el golpe.
– Adelante -ordenó-. Adelante.
El inglés se enderezó y se mantuvo muy erguido, mirando al ruso con actitud altanera.
– Este proyecto presenta lo que podrá ser la solución para los problemas que ya está afrontando la humanidad y que se van a agravar en el futuro. Se trata de una batería que no precisa nunca de recarga, que no emite calor, que no emite sonido, que no contamina y que se alimenta de un combustible muy abundante en nuestro planeta.
– ¿Un combustible muy abundante? -se sorprendió Orlov-. ¿Qué? ¿Caca de vaca?
Cummings miró al ruso con frialdad glacial, centelleándole el desdén en los ojos.
– Agua.
Los hombres reunidos en la sala, salvo Filipe, contrajeron el rostro en una mueca incrédula.
– ¿Agua? -interrogó Tomás, que había decidido quedarse callado, pero que en aquel instante no pudo reprimir la sorpresa-. ¿El agua como combustible del futuro?
– El agua -insistió el inglés.
– Pero…, pero ¿cómo?
El profesor de Oxford se volvió hacia el mueble y abrió un cajón, lo que llevó a los rusos a amartillar las armas, en actitud de alerta, sin saber qué saldría de allí. Cummings metió las manos en el cajón y sacó un gran panel blanco, que fue a colgar de un clavo ya colocado en la pared. Era una pizarra, de superficie láctea y lisa como el marfil, igual a tantas otras usadas en las reuniones de trabajo de las empresas. El académico cogió un rotulador y marcó un punto negro en la blancura.