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– Todo comenzó en un punto, hace quince mil millones de años -dijo-. Toda la materia, el espacio y las fuerzas estaban comprimidos en un punto infinitamente pequeño que, de repente, sin que sepamos por qué, se expandió… humpf… y fue creando el universo.

– El Big Bang -observó Tomás, ya familiarizado con ese tema.

– Exacto -confirmó Cummings-. El Big Bang. Los primeros segundos fueron, como debéis imaginar… humpf… muy atribulados. Comenzaron a formarse quarks y anti-quarks, que constituyeron los hadrones. Al cabo de un milisegundo, se formaron los electrones y los neutrinos, junto con sus antipartículas. El universo estaba en… humpf… expansión acelerada y, a medida que crecía, iba enfriándose. Eso permitió que, a los cien segundos, los neutrones comenzasen a convertirse en protones. Unos instantes después, las partículas se reunieron en núcleos, pero aún había poco espacio en el universo y la temperatura era demasiado elevada, por lo que los… humpf… electrones colisionan con los fotones y se destruyen unos a otros. Si pudiésemos viajar en el tiempo, veríamos que el universo parecía, en ese momento, una niebla densa. Sólo al cabo de trescientos mil años, cuando la temperatura descendió hasta menos de tres mil grados Celsius, los núcleos lograron atraer electrones de un modo estable. Se formaron… humpf… los primeros átomos. -Contempló a su extraño público, formado por dos académicos portugueses y cuatro gánsteres rusos-. ¿Y cuál fue, os pregunto, el primer átomo que se formó?

Los rusos se encogieron de hombros, casi indiferentes. Su especialidad era otra.

– Hidrógeno -respondió Filipe, que ya conocía la respuesta.

Cummings se volvió hacia la pizarra y trazó una gran H en la superficie blanca.

– Hidrógeno -confirmó-. El primer elemento de la tabla periódica, el más simple de todos los átomos. -Marcó dos puntos, uno al lado del otro, y dibujó un círculo a su alrededor-. Hay un protón y un neutrón en el núcleo y un electrón que órbita. Humpf…, nada más elemental. -Se volvió a su público-. También se crearon los átomos de helio, pero los de hidrógeno eran los más abundantes. Por cada átomo de helio había nueve de hidrógeno.

Orlov suspiró, claramente impaciente.

– Disculpe, pero ¿qué interés tiene toda esa cháchara?

El inglés alzó la ceja, en una pose muy afectada.

– ¿No quería… humpf…, caballero, que le explicase lo que es el Séptimo Sello?

– Sí, claro. Pero ¿qué tiene que ver eso con el Séptimo Sello?

– Tenga paciencia -pidió Cummings. Su cuerpo de gigante esmirriado se estremeció, como si hubiese sufrido un pequeño impacto-. ¿Por dónde… humpf… iba?

– Por el hidrógeno.

– Ah, right ho. El hidrógeno. -Miró la H que había dibujado en la pizarra blanca-. El hidrógeno, pues, es el átomo más pequeño, más simple, más antiguo y más abundante que existe en el universo. -Alzó la mano-. Destaco sobre todo la idea de… humpf… abundante. El hidrógeno es muy, muy abundante. Tres de cada cuatro de todos los átomos que se pueden encontrar en el universo son de hidrógeno. El hidrógeno… humpf… corresponde al setenta y cinco por ciento de la masa existente en el cosmos. -Arqueó las cejas-. Es mucho. -Golpeó la H con la punta del rotulador-. Siendo tan abundante, sin embargo, es difícil encontrar hidrógeno en estado puro. ¿Alguien sabe por qué razón ocurre eso?

Se hizo silencio en la sala. Nadie lo sabía.

– El hidrógeno es reactivo -dijo por fin Filipe, el único que estaba al tanto del asunto.

– El hidrógeno es altamente reactivo -confirmó el profesor de Oxford. Se hacía evidente que Cummings estaba más habituado a hablar para un público de universitarios imberbes que para bandas de mafiosos mal encarados-. Eso quiere decir que el hidrógeno odia… humpf… la soledad. Como no le gusta quedarse solo en casa, lo que hace es juntarse con gran facilidad con otros átomos. Si fuese una mujer… humpf…, el hidrógeno sería una prostituta.

Los rusos se rieron. Estas alusiones estaban más a su alcance.

– ¿Y las tetas? -preguntó Igor con un tono grosero, mientras la escopeta automática se balanceaba excitadamente de una mano a la otra-. ¿Y las tetas? ¿Son grandes? ¿Eh? ¿Son grandes?

Cummings se arrepintió de la imprudencia de haber recurrido a aquella metáfora frente a tales asistentes y adoptó una actitud digna, como si no hubiese escuchado los comentarios.

– Lo que quiero decir con esto es que el hidrógeno, siendo extraordinariamente abundante, casi sólo se encuentra… humpf… en forma híbrida. Por ejemplo, cuando el hidrógeno se acerca al oxígeno, se adhiere enseguida a él, y forma el agua. Si por casualidad pasa el nitrógeno por allí, el hidrógeno se asocia de inmediato a él y ambos forman amoniaco. Y, si el átomo que pasa por allí cerca es el carbono, el hidrógeno se aferra a él y… humpf… nacen los hidrocarburos.

– ¡Vaya putón! -gruñó un ruso a carcajadas-.¡Se va con el primer átomo que le pasa por delante!¡Quiere que se la metan los electrones de todo el mundo!

– Silencio -farfulló Orlov, alzando la voz para mandar callar a sus hombres-. Dejad escuchar.

Los gánsteres se calmaron, intimidados por la orden del jefe, entre risitas reprimidas, y Cummings, que se había callado para dejar pasar la broma obscena, manteniendo una actitud imperturbable, reanudó su argumentación.

– Al juntarse a los otros átomos, el… humpf… hidrógeno almacena energía.

– ¿La energía nuclear? -preguntó Orlov, en cuya mente la palabra «energía», asociada a «hidrógeno», daba como resultado «bomba de hidrógeno».

– No -corrigió el inglés-. Eso es otra cosa. Se llama energía nuclear a la energía asociada a la fuerza fuerte que… humpf… mantiene el núcleo unido. En este caso, sin embargo, estamos hablando de otro tipo de energía, una energía que se almacena cuando el hidrógeno se une a otros átomos.

– Ah, bien.

Cummings dio dos pasos hacia un lado y, acercándose a la ventana, señaló algo que estaba al otro lado del cristal sucio.

– ¿Estáis viendo lo que hay allí? -preguntó.

Orlov se levantó y observó por la ventana en la dirección indicada. Era un enorme arbusto, de aspecto robusto y rudo, semejante a los miles que se extendían por la planicie.

– Sí, ¿qué pasa con eso?

– Se llama wanari y es una especie de acacia. -Se encogió de hombros-. En realidad, me resulta indiferente que sea un… humpf… wanari o cualquier otra cosa. Lo que importa es que se trata de una planta. ¿Y esto por qué? ¿Qué tienen que ver las plantas con… humpf… el hidrógeno?

Orlov, que había vuelto a su sitio, relacionó la pregunta con el anuncio que había hecho Cummings al comienzo de su exposición.

– ¿El agua?

La observación tuvo la virtud de hacer que todos contuviesen la respiración en la sala. Sintiendo la expectativa, el inglés se dirigió despacio hasta la pizarra blanca, donde seguía trazada la H y la estructura esquemática del átomo de hidrógeno, e hizo pleno uso de la pausa dramática.

– El agua -confirmó-. Humpf… ¿Y qué es el agua? -Se volvió hacia la pizarra y escribió «H2O»-. Son dos átomos de hidrógeno, asociados a uno de oxígeno.

– Ménage á trois -soltó desde atrás uno de los rusos, que no pudo resistirse a la tentación del chistecito.

– Zatknis! -vociferó Orlov, mandando callar al impertinente y fijando en él una mirada amenazadora-. Si dices una cosa más, ya verás lo que te ocurre.