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– Deja de formarse el dióxido de carbono, porque no hay carbono.

Los ojos de Cummings se posaron en Orlov, insinuando que no era necesario añadir nada más.

– ¿Está entendiendo ahora cuál es la ventaja de quemar solamente el hidrógeno? -Sí.

– Si eliminamos el carbono y nos quedamos sólo con el hidrógeno, retenemos la parte energética del combustible y, al mismo tiempo, dejamos de lanzar dióxido de carbono a la atmósfera. Es una solución beneficiosa en todos los niveles. Ganamos más energía… humpf… y ganamos una energía limpia.

– ¿El hidrógeno puro tiene más energía que la gasolina?

– Claro -exclamó Cummings, casi escandalizado por la pregunta-. Un litro de hidrógeno posee tres veces más energía que un litro de gasolina.

– Hmm .

– Y así matamos dos pájaros… humpf… de un tiro -exclamó el inglés-. Detenemos el calentamiento del planeta y dejamos de depender del petróleo, recurriendo al… humpf… átomo más abundante del universo para ir a buscar el combustible que precisamos.

Orlov se revolvió en el sillón, reflexionando sobre lo que acababa de escuchar.

– Eso es muy poco conveniente para mis jefes -observó sombríamente-. Si esa idea se da a conocer y se desarrolla, van a quedarse sin empleo. -Hizo una pausa-. Y yo también.

Cummings se atusó la barba blanca.

– Pues sí, supongo que eso puede ser… humpf… un poco desagradable para la industria del petróleo, claro.

El ruso acarició el arma.

– Vamos a tener que hacer algo para resolver ese problema, ¿no le parece?

El inglés miró, horrorizado, la escopeta automática en las manos de Orlov.

– Espere, de todos modos, aún hay un problema sin resolver -se apresuró a añadir; sus ojos le saltaban nerviosamente del arma al ruso.

– ¿Problema? ¿Qué problema?

– ¿Adónde vamos a buscar el hidrógeno?

Orlov parecía no entender la pregunta.

– Bien…, ¿no fue usted quien dijo que tres de cuatro átomos existentes en el universo son de hidrógeno?

– Lo dije y… humpf… es verdad.

– Entonces, ¿cuál es el problema? ¿-Es un hecho que el setenta y cinco por ciento de la masa existente en el cosmos es hidrógeno. Pero yo añadí también otra cosa, ¿no lo recuerda?

Orlov hizo un esfuerzo de memoria, pero no llegó a nada.

– ¿Qué?

– Expliqué que el hidrógeno, siendo inmensamente abundante, detesta vivir solo. Lo que le gusta es asociarse con otros átomos.

– Ah, sí -sonrió el ruso-. El hidrógeno es una puta.

– Pues… humpf… así es -murmuró Cummings, revirando los ojos-. Pero la facilidad que tiene el hidrógeno para asociarse con otros átomos hace que sea muy raro encontrar átomos aislados de hidrógeno.

El rostro del ruso se expandió en una sonrisa.

– Ah, pues sí-exclamó-. Fue eso lo que dijo, claro que lo dijo. -Cruzó las piernas, satisfecho-. Entonces, ¿cómo van ustedes a resolver ese problema?

– ¿Quiere realmente saberlo?

– Tengo curiosidad. Esta vez fue el inglés quien sonrió.

– Entonces cojan sus cosas y vengan con nosotros.

– ¿Adónde?

– Ya… humpf… lo verá.

Capítulo 36

Como un rebaño vigilado por feroces perros molosos mostrando los dientes, los tres prisioneros fueron escoltados hasta los dos todoterrenos. Tomás y Cummings entraron en el asiento trasero de uno de los vehículos de los rusos, Igor se puso al volante y el cuerpo macizo de Orlov se sentó al lado, con el arma en las manos, vuelto hacia atrás y atento a los cautivos; Filipe tuvo que ir en el segundo jeep, entregado a los otros dos rusos.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Orlov.

El inglés señaló las rocas de cumbre redondeada, que se alzaban como ampollas rojizas en el horizonte.

– Las Olgas -dijo Cummings-. Esas formaciones que se ven allí.

Igor identificó el destino y miró alrededor, en busca de un camino en esa dirección.

– ¿Cómo se va hasta allí? ¿Tenemos que cruzar el desierto?

– No, es mejor coger la carretera Cuatro y, antes de Uluru, enfilar el sendero a la derecha.

Los todoterrenos arrancaron con fragor, las ruedas patinando en la arena púrpura del desierto australiano y levantando una enorme polvareda, y siguieron por el sendero por donde habían venido, dirigiéndose hacia la carretera asfaltada entre el aeropuerto y Yulara. Hacía un calor infernal, pero esa vez Tomás no lo notó; se sentía demasiado preocupado por su destino inmediato como para preocuparse por naderías.

– ¿Qué es lo que va a mostrarnos, en definitiva? -quiso saber Orlov, interrogando a Cummings.

– Ya lo va… humpf… a ver.

– No -insistió el ruso, con un tono firme-. Quiero saberlo ahora.

Cummings y Tomás intercambiaron una mirada temerosa. Cuanto más deprisa los rusos lo supiesen todo, más pronto llegaría su final. Es verdad que el historiador no se hacía muchas ilusiones sobre sus posibilidades de supervivencia en manos de aquellos hombres; los había visto ejecutar a Nadezhda con espeluznante frialdad y sabía que, para sus carceleros, la vida humana no valía más que la de una hormiga; tenía plena conciencia de que en aquel instante él y los otros dos prisioneros no eran más que insectos a los ojos de sus guardianes, seres insignificantes que habían tenido la osadía de cruzarse en el camino de intereses poderosos y que, entregados ahora a su suerte, afrontarían en breve el final en un rincón cualquiera de aquel remoto desierto. Pero, aun sabiéndolo, aun entendiendo que tenía el destino irrevocablemente trazado y que no podría hacer nada, Tomás se aferraba todavía a la ilusión de la vida, al deseo de escapar, a la esperanza de salvarse; hasta podrían ganar solamente diez minutos, diez miserables minutos, pero siempre serían diez minutos más de vida y valía la pena luchar por ellos.

– ¿Qué pasa? -porfió Orlov, con los ojos clavados en el inglés-. ¿Le han comido la lengua? -Giró el arma, como para hacerse espacio en el asiento casi totalmente ocupado por su cuerpo enorme, y apoyó el cañón en la frente de Tomás-. Si no comienza ya a cantar, me cargo de inmediato al profesor portugués. -Sonrió, malicioso-. Le aseguro que no le va a gustar nada el espectáculo. Verá lo desagradable que es andar limpiando los sesos que queden desparramados en el asiento.

La transpiración de Tomás se hizo copiosa y, en un estado febril, empezó a preguntarse sobre cómo sería el final. ¿Sentiría dolor? ¿O dejaría de existir de un momento a otro? Ahora veía el cañón de la escopeta automática apuntando a su frente, después serían las tinieblas eternas, la enorme nada.

– Por favor -imploró Cummings-. No hay necesidad de eso. Somos todos… humpf… personas razonables, ¿o no?

– Entonces es mejor que usted comience a ser razonable y cuente el resto de la historia -farfulló Orlov, golpeando el reloj de pulsera con el pulgar -. Tenemos un vuelo al atardecer y yo tengo prisa por acabar con mi trabajo, ¿me entiende? No quiero perder el avión y mucho menos quedarme un día más en este pozo perdido en medio de la nada.

– Ya se la contaré, tenga calma. No voy a hacer retrasar su… humpf… trabajo, quédese tranquilo.

El ruso recogió el arma y mantuvo los ojos fijos en el profesor de Oxford, aguardando el resto de la historia. Ya sin el cañón pegado a la frente, Tomás casi tuvo un colapso nervioso; el corazón le saltaba como una pelota rebotando en el pecho, sentía el cuerpo flojo y las rodillas y las manos le temblaban desconsoladamente.

– ¿Y? -volvió Orlov a gruñir, impaciente-. Mire que no tengo todo el día.

Los todoterrenos abandonaron el sendero en el desierto y subieron hacia el impecable asfalto de la carretera Cuatro, justo después de Yulara, girando allí en dirección al magnífico macizo rojo de Uluru.