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– ¿Y ya ha pasado a la fase de pruebas?

– No he hecho… humpf… otra cosa.

Orlov señaló el desierto alrededor.

– ¿Para eso vino aquí?

– Bien…, no. Yo podía hacer perfectamente esto en Oxford, un lugar que, para ser sincero, se me antoja mucho más agradable. Ocurre que había unos… humpf… nasty chaps que decidieron que este trabajo era inconveniente y que…

– Sí, ya lo sé -interrumpió Orlov, impaciente-. Pero ¿ya ha experimentado ese sistema en automóviles?

– No le quepan dudas.

– ¿Y cuál ha sido el resultado?

– Cuatro litros de gasolina… humpf… dan para que un automóvil normal recorra, como media, unos cincuenta kilómetros, ¿no? Pero en las pruebas que he efectuado aquí, en el desierto, un coche movido por este tipo de batería ha llegado a recorrer más de cien kilómetros… humpf… con sólo un kilo de hidrógeno.

– ¿En serio?

– Casi se ha triplicado la eficiencia -dijo-. Además, las baterías de hidrógeno son silenciosas, no produjeron ninguna vibración y… humpf… sólo despidieron vapor de agua.

– Alzó el índice-. Sobre todo, es muy importante recordar que no hubo liberación de dióxido de carbono, dado que el proceso… humpf… no incluye carbono.

El ruso amusgó los ojos.

– ¿Dónde se realizaron esas pruebas?

Cummings hizo una señal indicando un sitio más adelante. Al final del camino de tierra que serpenteaba por el desierto australiano, los esperaba la extraña estructura de rocas redondeadas; parecían gigantescos guijarros de playa, una fantástica composición esculpida por el soplo de la naturaleza.

– Allí-dijo-. En las Olgas. Fue allí donde se hicieron las pruebas y es allí donde está guardado el equipo. -Se movió en el asiento-. Pero… humpf… ¿para qué necesita usted verlo?

Orlov mostró los dientes, en una cruel caricatura de sonrisa.

– Para destruirlo todo.

Capítulo 37

Los dos todoterrenos estacionaron junto al extraño conjunto de rocas redondeadas, ovilladas como gigantescos tapices, esculpidas por el viento y por el tiempo, algunas tan grandes que la mayor parecía aún más alta que el monolito vecino de Uluru. Los rusos dieron a los prisioneros la orden de que bajasen. Una vez fuera de los coches, todos se mantuvieron inmóviles un largo rato, indiferentes al calor y al polvo, absortos en la contemplación del enigmático panorama que se alzaba frente a ellos.

– ¿Cómo se llama esto? -preguntó Orlov, sin apartar los ojos de las grandes piedras.

– Las Olgas -dijo Cummings-. Pero los aborígenes las llaman… humpf…: Kata Tjuta. Se dice que significa «muchas cabezas».

El ruso miró alrededor, escrutando el horizonte.

– ¿Y dónde guarda usted el material?

– ¿Qué material?

– No se haga el desentendido.

Cummings apuntó hacia la derecha.

– Tenemos que…, humpf…, ir por allí.

Se volvieron hacia el lugar señalado y vieron un profundo desfiladero abierto entre dos de las piedras mayores del conjunto.

– ¿Qué es aquello?

– Es un sendero -explicó el inglés-. Se llama… humpf…: Walpa Gorge.

Respondiendo a una señal, el grupo se puso en movimiento en fila india, Orlov y Cummings delante, después Igor, a continuación los otros dos prisioneros y, a la zaga, los dos rusos restantes. El suelo era árido y la vegetación rastrera escasa. Al llegar a la entrada del desfiladero sintieron que el viento caliente les azotaba el rostro, como si al fondo hubiese un gigantesco ventilador.

Después de una breve vacilación, Orlov rodeó un peñasco y entró en el desfiladero, inmediatamente seguido por el grupo. Avanzaron por aquel sendero estrecho con pasos cuidados, irresolutos, recorriendo despacio el camino rasgado entre las paredes empinadas de las rocas monstruosas. Sus pasos retumbaban en las laderas, creciendo, multiplicándose; el barullo se hizo tan grande que parecía que un ejército estaba bajando por Walpa Gorge.

Una piedra rodó desde lo alto y Orlov, siempre muy atento, se detuvo.

– Alto -ordenó levantando la mano derecha.

El grupo interrumpió la marcha y los rusos analizaron el desfiladero, en busca de movimientos sospechosos.

– ¡Allí! -exclamó Igor, señalando la cresta de la enorme roca que los emparedaba-.¡Allí hay alguien!

– Deben de ser… humpf… aborígenes -se apresuró Cummings a explicar-. Esta tierra es sagrada para ellos.

– Hmm -murmuró Orlov-. Esto no me gusta nada. -Hizo un gesto en dirección al sitio de donde habían venido-. Tal vez sea mejor que volvamos atrás.

– Son sólo aborígenes -insistió el inglés-. No hay… humpf… ningún problema.

Orlov analizó el desfiladero.

– No, no me arriesgo. Para mi gusto, este paso es demasiado estrecho. -Hizo un gesto con la mano-. Volvamos atrás.

Igor dio una orden a los otros rusos y el grupo dio media vuelta. En ese instante, cuando todos ya caminaban en dirección al sitio de donde habían venido, una voz retumbó en el desfiladero, potente como un trueno.

– ¡Todos quietos!

Se quedaron inmóviles en el sendero, sin saber si debían retroceder o avanzar, intentando reordenar los pensamientos.

– Pero qué demonios… -farfulló Orlov, con el arma en ristre, la cabeza dando vueltas en busca de la voz que había gritado la orden.

El Walpa Gorge pareció suspenderse en el tiempo.

– Tiren las armas al suelo -gritó la misma voz-. Pongan las manos encima de la cabeza.

Por un instante, todo se mantuvo congelado, como en una fotografía; sólo el agitarse indiferente del polvo en el aire rompía esa ilusión. Pero algo se movió en aquella imagen estática, un movimiento allí arriba, una cabeza que asomaba desde la cima del peñasco, un cuerpo que salía de la sombra. Los bultos llevaban un sombrero de ala ancha en la cabeza como el de los cowboys, camisetas y pantalones grises.

– ¡La Policía! -exclamó Orlov, petrificado.

La voz volvió a retumbar por el desfiladero.

– No repetiremos el aviso -dijo-. Tiren las armas y levanten los brazos.

Orlov hizo una señal a sus hombres y los rusos se echaron hacia atrás de las peñas. Igor arrastró a los prisioneros hacia un rincón y miró hacia arriba. Sonó un tiro, luego otro y al fin otro más.

Pam.

Pam.

Eran disparos aislados al principio, un tiro por un lado y la respuesta por el otro, pero pronto se sucedieron sin pausa; de repente la situación pareció fuera de control; los disparos eran tantos y tan próximos que se transformaron en un tiroteo cerrado.

Pam. Pam. Pam. Pam. Pam.

El aire en torno al peñasco hasta el que habían arrastrado a los prisioneros estallaba entre detonaciones y zumbidos de proyectiles; por todas partes se levantaban penachos de polvo: eran las balas que daban en las rocas y herían la tierra.

Tomás miró alrededor y ya no sabía quién disparaba sobre quién, tan grande era la confusión que allí se había instalado. Vio a Igor apoyado en el peñasco en busca de objetivos en la cima de las enormes piedras que emparedaban el sendero. Miró hacia arriba y no vislumbró a nadie; era como si los policías se hubiesen esfumado, como si fuesen fantasmas que ensombreciesen el desfiladero.