Sintió una mano que lo tiraba del brazo y volvió la cabeza. Filipe le hacía una seña con los ojos.
– Vamos -murmuró, tenso.
– ¿Vamos adonde?
– Deprisa -dijo en un tono concluyente.
Su amigo comprobó una última vez que Igor miraba para otro lado y se arrojó más allá de la piedra, arrastrándose y gateando entre matas y rocas. Cummings lo siguió de inmediato, con una agilidad sorprendente para su edad. Tomás, venciendo una última vacilación, se lanzó detrás de él.
– Stop! -gritó alguien atrás.
Era la voz de Igor.
En un impulso, moviéndose lo más deprisa posible, intentando fundirse con el aire, Tomás saltó hacia una zona de sombra: era un pequeño declive, rodó por el suelo, dio con la mano en el ángulo de una piedra, sintió dolor pero lo ignoró, se echó hacia delante y buscó protección entre las rocas.
Pam.
El arma, disparada desde muy cerca, produjo un estampido que sonó junto a sus oídos con violencia.
Pam.
Igor estaba abriendo fuego contra los fugitivos. Con horror, el pánico invadiéndole el cuerpo, Tomás se dio cuenta de que el matón les daba caza. Si no los capturaba, los mataría. O tal vez ya ni siquiera pretendía capturarlos: le bastaba con liquidarlos.
Le dieron ganas de levantarse y correr como alma que lleva el diablo por el desfiladero; el cuerpo le imploraba que lo hiciese, correría como el viento, pero un resquicio de lucidez dominó su impulso primario, una voz en la mente lo avisó de que, si se levantaba en aquel instante, caería de inmediato y para siempre. Confió en esa voz como un ciego confía en el perro que lo guía y se mantuvo agachado, rodando en los declives, trepando por las crestas, arrastrándose por la tierra roja y polvorienta como una víbora que serpentea pegada al suelo. Se detuvo un instante para orientarse, intentando localizar a los otros fugitivos, pero Filipe y Cummings habían desaparecido; en la desesperación de la fuga cada uno había seguido su camino, uno para un lado y otro para otro.
Pam.
La bala silbó cerca del oído de Tomás y el sonido tuvo el efecto de un choque eléctrico. Los movimientos del historiador redoblaron su energía y el cuerpo rodó, buscando la protección del suelo. Sintió que se estrellaba contra una de las paredes que comprimían el desfiladero y gateó entre las matas, cuyas ramas le rasguñaban la piel, hasta que descubrió una hendidura en la roca y se metió por ella.
Era una abertura estrecha y oscura. Con el corazón tamboreándole en el pecho, miró alrededor y se esforzó por absorber la topografía del terreno que lo cercaba. Sabía que su seguridad era momentánea, que Igor iba a su alcance, que disponía de sólo unos segundos para escapar de aquella ratonera. La grieta rajaba la piedra por el interior y Tomás experimentó un terrible sentimiento de indecisión. Podría saltar de nuevo al desfiladero y gatear a lo largo de la pared, pero probablemente Igor lo vería y lo perseguiría de nuevo. Era un riesgo. Podría subir por la grieta y ver adonde lo llevaba, pero era probable que no fuese más que a un callejón sin salida, que lo dejara sin escapatoria cuando Igor llegase al hueco. Era otro riesgo.
¿Qué hacer?
El tiroteo proseguía en el desfiladero, intenso y caótico, hasta que, entre las detonaciones que retumbaban por Walpa Gorge, se dio cuenta de que alguien se acercaba. Era Igor. Al comprobar que era imposible regresar al desfiladero, Tomás se sumergió en las profundidades de la abertura y trepó en dirección a la luz; apoyando el pie en un saliente, aferrando la tierra con una mano, haciendo de una roca un escalón, resbalaba y comenzaba de nuevo, inquieto, intentando controlar el pánico, esforzándose por escalar a toda costa, con la determinación de los desesperados.
Alcanzó un parapeto y s^ sentó para descansar un momento. Le caían gotas de transpiración en abundancia; en realidad no eran gotas, sino un hilo de agua que se le escurría por la punta de la nariz y por la barbilla: nunca pensó que fuese posible sudar tan intensamente. Sintió una sed increíble y la boca muy seca; se pasó la lengua por los labios, pero era como si aquélla fuese de corcho, no consiguió obtener ni una gota de saliva. Se encogió de hombros, resignado. Sabía que en aquel momento crítico el agua constituía la última de las prioridades.
Oyó un movimiento abajo y vio un bulto; era Igor, que se acercaba con la escopeta automática en las manos. Los ojos de ambos se cruzaron en un instante de reconocimiento, pero fue realmente un momento efímero, porque deprisa el ruso giró el arma y dirigió el cañón hacia arriba, en su dirección.
Pam .
Tomás rodó hacia un lado, en el parapeto, y escapó a tiempo de la bala asesina. El parapeto tenía unos dos metros, lo que le daba espacio de retroceso, pero el cerco se estaba estrechando. Cada vez estaba más claro que Igor no necesitaba subir; le bastaba con escalar hasta el borde y apuntar el arma, cosa de segundos.
El fugitivo exploró apresuradamente el parapeto, andando de aquí para allá, como un león enjaulado, siembre en busca de una salida de aquella trampa. No había nada, estaba acorralado. Sintió la respiración jadeante de Igor en el esfuerzo de la escalada y vio que el cañón del arma subía por encima de la línea del borde del parapeto: parecía un periscopio emergiendo de las aguas del mar.
En un acceso de desesperación, Tomás dio un salto hasta el borde, miró hacia abajo y vio la cabeza de Igor a medio metro de distancia. El ruso jadeaba agarrado a los salientes para subir al parapeto. Sin vacilar, el fugitivo levantó la pierna y, en ese instante, pasando de presa a predador, asestó un brutal puntapié en la nuca del ruso. Pillado por sorpresa, Igor dio con la cabeza en la pared, perdió el equilibrio y cayó con estruendo al suelo de la grieta.
El contraataque dio un tiempo adicional a Tomás, que retrocedió hasta la pared del parapeto y sopesó de nuevo la situación. Desde donde se encontraba, no podría subir más. ¿Habría algún otro camino que, en la locura de la fuga, se le hubiese escapado? Estudió mejor la grieta y vio que, si daba un salto sobre el parapeto, pasando por encima del lugar de donde había venido y donde ahora se encontraba su perseguidor, podría acceder a una pequeña plataforma con un sendero abierto en la roca. Pero era arriesgado, ya que tendría que exponerse unos instantes a la mira de Igor; además, si fallaba el salto, se arriesgaba a caer en la grieta donde el ruso lo esperaba.
Mientras evaluaba los pros y los contras, oyó el sonido de la respiración de Igor y se dio cuenta de que éste intentaba acceder de nuevo al parapeto. Fue en ese instante cuando tomó la decisión. Antes de que su perseguidor subiese más, Tomás se acercó al borde y miró hacia abajo. Lo primero que vio fue el cañón del arma apuntando en su dirección.
Pam .
La bala le rozó la cabeza; el estruendo zumbó en sus oídos y lo dejó un rato aturdido.
«Cabrón -pensó-. Estaba pendiente de que yo me asomase.»La táctica del puntapié, comprendió, ya no volvería a sorprender a su enemigo, que ahora escalaba la grieta con cautela redoblada. El tiempo le urgía a hacer algo. Tomás cogió impulso, llenó los pulmones como quien se llena de valor, corrió hasta el borde y saltó.
Aterrizó con un gemido en la plataforma a la que había saltado. Sintió que perdía el equilibrio, giró los brazos en el aire en busca de estabilidad y se agarró por fin a un saliente, con lo que evitó la caída en la grieta. Oyó detrás los movimientos de Igor acelerando su escalada y se dio cuenta de que pronto el ruso lo alcanzaría. Se levantó y recorrió el sendero rasgado en la piedra. Unos metros más adelante, el sendero parecía desaparecer en la sombra, engullido por un hueco del tamaño de un perro. La sensación de que estaba acorralado resurgió con fuerza, porque no podía volver atrás.