Sin alternativas, Tomás se tumbó en el suelo y se arrastró por la entrada del hueco, sin saber qué encontraría en las tinieblas. Nada bueno, imaginó, pero aquélla era la única salida, de manera que siguió el camino. Sintió zumbidos en torno a su cabeza; eran insectos que volaban, sorprendidos por la presencia del intruso. Un haz de luz incidió sobre un extraño lagarto lleno de picos, de aspecto temible; se trataba de un diablo espinoso que lo miraba con asombro al verlo en aquellos parajes.
El fugitivo hizo un esfuerzo por ignorar los bichos, pero aquello era más fuerte que él. Sintió comezones por todo el cuerpo y se dio prisa, no sabía si eran los insectos los que andaban bajo su ropa o si era su imaginación febril, pero decidió no comprobarlo, pues quizá lo que podía descubrir no le gustaría. La verdad es que presentía movimiento por todas partes y tuvo que hacer un esfuerzo para controlar sus miedos. Se internó en el hueco y, entre contorsiones, logró seguir una curva hacia la izquierda y dejar la entrada bien atrás.
Negro.
Como el abismo más profundo, como la sombra más tenebrosa, era negro todo lo que rodeaba a Tomás. Allí ya no llegaba siquiera la claridad de la entrada, no se distinguía nada y todo se sentía. Casi hacía frío y el intruso tanteaba ahora a ciegas, con la cabeza dando en un saliente invisible, las manos intentando adivinar las curvas abiertas en la roca, los oídos siempre atentos a los sonidos de los animales que se ocultaban allí. «¿Qué amenazas acechan aquí?», se preguntaba Tomás casi sin cesar. ¿Qué insectos, qué lagartos, qué náuseas, qué venenos? ¿Habría escorpiones? ¿Habría serpientes? ¿Cómo podría no haberlos en un antro semejante, tan grande y tan profundo, tan escondido y tan tremendo?
Se detuvo con la respiración pesada, jadeante, afligida. Tuvo ganas de retroceder y volver al punto de partida, de huir de allí, la amenaza desconocida le parecía más terrible que la que sabía que lo esperaba allí atrás; sin embargo, tuvo que cerrar los ojos y controlar el pánico, tuvo que reunir fuerzas para dominar la claustrofobia que lo sofocaba, tuvo que concentrarse y recordar que allí atrás lo acechaba la muerte y que, cualquiera fuese la amenaza invisible que se escondiese en aquel hueco, jamás podría ser peor que la certidumbre que lo aguardaba si retrocedía.
Se llenó de valor y se enfrentó a lo desconocido. Reanudó el rastreo, tanteando en la oscuridad, como un ciego desmañado, buscando con las manos formarse en la mente la imagen de los contornos invisibles de aquel túnel excavado en la roca. Tropezó con una enorme superficie que bloqueaba el camino y se inmovilizó, ansioso. ¿Sería el final? Palpó las paredes frías del hueco, acariciando las piedras y la tierra, hasta que sintió que a la derecha se abría una salida. ¿Sería una guarida de serpientes? Cogió unos guijarros sueltos y los arrojó en esa dirección, como si avisase a los animales que era mejor salir de allí porque iba a pasar gente; y aguardó, expectante, intentando percibir si había movimiento, si los guijarros habían ahuyentado a lo que fuera que se encontrase allí. Nada. No oyó nada. Alentado, se esforzó y se deslizó por la abertura.
Distinguió claridad al fondo. Era la salida. El hueco tenía una salida. Cuando se dio cuenta de ello, sintió que recuperaba el ánimo, que la esperanza le llenaba el alma y que la fuerza regresaba a su cuerpo. Se arrastró muy rápido, desasosegado, ansioso por escapar de allí lo más deprisa posible. Sus movimientos se hicieron frenéticos, bruscos, casi espasmódicos. Ya veía los contornos del túnel, las sombras de las piedras, las hormigas, las cucarachas, los lagartos y sobre todo el cielo azul del otro lado, la libertad que lo esperaba más allá de la gruta. El hueco se ensanchó. Tomás logró erguirse ligeramente, lo que le permitió gatear los últimos metros y, en un último esfuerzo, estirar la cabeza y sentir el aire caliente exterior dándole en el rostro sudado.
– Priviet -saludó una voz.
La luz del sol lo encandilaba después de esos minutos en la oscuridad profunda, y por ello le llevó unos segundos readaptar los ojos a la claridad diurna y distinguir la figura que se agigantaba frente a él, a la salida del hueco.
Igor.
El ruso lo miraba con una sonrisa sarcàstica bailándole en la cara y tenía la escopeta automática con el cañón casi pegado a la frente de Tomás. ¿Cómo diablos había llegado allí? Estaba sorprendido, perplejo y desconcertado ante aquello. «¿Y ahora? ¿Qué va a ocurrir? ¿Acaso me va a llevar como prisionero? ¿Acaso me va a usar como escudo para escapar de aquí? ¿Acaso me va a matar?»Clic.
Tomás se dio cuenta de que Igor acababa de cargar la escopeta y que se preparaba para apretar el gatillo. Estaba perdido, concluyó. Suspiró y se resignó a su destino. Tenía la conciencia de haberlo intentado todo para escapar, pero la verdad es que acababan de atraparlo y no había escapatoria posible. Igor mantenía el arma apuntada a su cabeza y dispararía en cualquier momento. Se acabó.
Fue en ese instante de rendición, sin embargo, cuando, como un animal acorralado y enloquecido de miedo, una parte de sí mismo se sublevó. ¿Moriría como un cordero o lucharía como un lobo? ¿Se entregaría al verdugo o se enfrentaría a él? Cercado, desesperado, sin nada que perder, decidió luchar.
Se echó hacia delante como un nadador que se tira a la piscina y dio con la cabeza en el estómago del ruso.
Pam.
Como el movimiento y la violencia del asalto lo pillaron por sorpresa, Igor disparó contra la pared de piedra y perdió el equilibrio. Sabiendo que no podía dar espacio ni tiempo a su enemigo, Tomás lo abrazó por la cintura y volvió a impulsar el cuerpo. Los dos rodaron por la roca y sintieron de repente que les faltaba el suelo y que caían al vacío.
Al abismo.
Capítulo 38
– ¿Tomás?
La voz, tensa y afligida, surgió de la nada.
– ¿Tomás?
Sintió un líquido fresco que le caía por los ojos. La negrura de la oscuridad se volvió clara.
– Hmm -gimió levemente.
– Está despertando -dijo la misma voz, muy cerca-. ¿El médico? -preguntó, proyectándose ahora en una dirección diferente, como si hablase hacia un lado o hacia atrás-. ¿Cuándo llega?
– Ya viene -repuso una segunda voz más alejada, con un acento australiano arrastrado-. No worries, mate.
– Tomás, ¿te encuentras bien?
La primera voz parecía ahora otra vez muy cerca. En el sopor del despertar, Tomás entreabrió los ojos muy despacio y sintió que la luz le invadía los sentidos.
– Hmm -volvió a gemir.
Una sombra indefinida se recortaba justo enfrente y llenaba su visión, aún desenfocada. Era una figura humana que, inclinada sobre él, con una de las manos le sujetaba la cabeza y movía la otra delante de su nariz.
– ¿Estás viendo mi dedo?
Tomás fijó la vista en el objeto erguido frente a él.
– Síííí.
El dedo osciló hacia la derecha y hacia la izquierda.
– ¿Y ahora? ¿Aún lo ves?
– Síííí.
El hombre inclinado sobre su cuerpo suspiró de alivio.
– ¡Uf! Menos mal.
– Haw, she'll be right, mate -dijo la segunda voz, despreocupada.
En el sopor del despertar, Tomás hizo un esfuerzo por desvelar la confusión que le nublaba las ideas y entender lo que estaba pasando a su alrededor. Con los ojos entreabiertos, identificó finalmente la voz y la figura que se curvaba sobre él. Era Filipe. Sonrió con debilidad al reconocer a su amigo. Después observó más allá de él y se dio cuenta de la presencia de un hombre uniformado atrás, de pie, mirando por encima del hombro de Filipe. Un policía.
Tranquilizado, y con la mente gradualmente más clara, Tomás respiró hondo, apoyó los codos en el suelo árido e incorporó el tronco. Sintió un dolor desgarrador en la pierna izquierda que subió por su cuerpo con la fuerza de un trueno.