– No imagino quién puede ser.
– Anda, haz un esfuerzo.
Tomás se encogió de hombros.
– ¿El Ejército de los Estados Unidos?
Filipe volvió a soltar una carcajada.
– Graciosillo -comentó-. Vamos, ¿no llegas realmente a imaginar a nadie?
– Ya te he dicho que no. Anda, suéltalo. ¿Quién es vuestro poderoso aliado secreto?
Filipe se inclinó sobre Tomás y le susurró la respuesta al oído.
– La industria aseguradora.
– ¿Quién?
– La industria aseguradora.
Tomás frunció el ceño, desconfiado, y miró a su amigo, intentando descubrir si estaba bromeando. Por la expresión del rostro, sin embargo, dedujo que hablaba en serio.
– ¿Esos embusteros?
Una carcajada más de Filipe.
– Tal vez sean unos embusteros, no lo sé, pero puedes estar seguro de que gracias a ellos aún estamos vivos y hemos podido proseguir con nuestras investigaciones durante todo este tiempo.
– No llego a entender -balbució Tomás-. ¿Qué interés podían tener las aseguradoras en salvaros el pellejo?
– Al salvarnos el pellejo, como tú dices, la industria aseguradora estaba salvando su propio pellejo.
– ¿Cómo es eso?
Su amigo adoptó un tono condescendiente.
– Como casi siempre ocurre, Casanova, todo tiene que ver con el dinero. -Abrió bien los ojos para enfatizar la idea-. Con el dinero y sólo con el dinero.
– No te entiendo.
– Es muy sencillo -dijo Filipe-, En los años ochenta, la industria aseguradora estadounidense pagó una media de menos de dos mil millones de dólares anuales por daños que había provocado el mal tiempo. Pero de 1990 hasta 1995 esos costes se elevaron a más de diez mil millones de dólares anuales, valor que volvió a subir después de 1995. Las inundaciones y las tormentas cada vez más extremas causaron perjuicios muy graves, y las aseguradoras acabaron pagando la factura más pesada. La situación se agravó tanto que las mayores aseguradoras del mundo firmaron un pacto en el que introdujeron consideraciones climáticas en sus evaluaciones de riesgo. Viven ahora en un clima de pánico latente y temen que el calentamiento global produzca fenómenos meteorológicos catastróficos. Según ciertos cálculos, bastan algunos grandes desastres provocados al extremarse las condiciones atmosféricas para que toda la industria entre en bancarrota. -Hizo una pausa, tratando de enfatizar la idea-. ¿Entiendes, Casanova? Toda la industria aseguradora se enfrenta a la posibilidad de una quiebra por culpa del calentamiento global.
– Caramba -exclamó Tomás-. No tenía idea.
– La Lloyds de Londres preguntó hace unos años a un grupo de expertos si las tormentas, las sequías y las crecidas cada vez más violentas se debían al calentamiento del planeta. En ese momento los expertos dijeron que no podían probar que el planeta estaba, en efecto, calentándose, pero que, cuando lo pudiesen probar, las aseguradoras estarían en apuros. -Balanceó la cabeza-. El calentamiento global ahora ya está probado, lo que significa que están en apuros.
– Ya veo.
– De modo que, cuando james y yo nos pusimos en contacto con determinados miembros de las mayores compañías de seguros del mundo, y les explicamos nuestra investigación y la persecución a la que nos estaba sometiendo la industria petrolera, se aferraron a nosotros como si hubiesen encontrado un tesoro. Fueron las aseguradoras las que proporcionaron los medios que nos permitieron desaparecer del mapa y proseguir las investigaciones en secreto. Nos consiguieron una nueva identidad, nos dieron documentos, dejaron disponible una cuenta casi inagotable y nos escondieron donde no nos podrían encontrar los tipos del petróleo: a mí en Siberia y a James aquí, en el desierto australiano.
– Que es donde habéis estado todo este tiempo.
– Sí -confirmó Filipe-. Mejor dicho, a veces hemos tenido que viajar. Necesitábamos ir a un sitio u otro para investigar determinado asunto u obtener cierto componente, ese tipo de cosas. La nueva identidad y el fondo de investigación fueron muy útiles para ello. Pero, en lo esencial, nos mantuvimos escondidos, y sólo dos o tres ejecutivos poderosos de las grandes compañías de seguros conocían nuestro paradero.
– ¿Y la Policía?
– Nada. No le dijimos nada a nadie. La Policía ni siquiera tenía conocimiento de que nosotros estábamos vivos. En lo que se refiere al resto del mundo, James y yo no existíamos.
Tomás hizo un gesto con la mano en dirección al lugar adonde el policía había ido a buscar agua.
– Así pues, ¿cómo se explica que ellos estén aquí?
– Ahora te lo explico -le dijo su amigo-. Lo que ocurrió fue que yo concluí la investigación sobre el estado de las reservas mundiales de petróleo y, poco después, James terminó los trabajos de desarrollo del hidrógeno como fuente energética del futuro. Por fin estaban creadas las condiciones para que avanzáramos. Por un lado, el mercado se acerca al momento en que va a comprobar que no hay petróleo suficiente para satisfacer sus necesidades. Por otra parte, ya tenemos preparada la alternativa que resolverá este problema. Esto significa que es éste el momento justo, pero aún nos faltaba sortear un último obstáculo.
– ¿Cuál?
– Neutralizar a los jefes de los asesinos. Había que desenmascarar a los autores morales de los asesinatos de Howard y de Blanco, so pena de que toda la operación se encontrase bajo una permanente amenaza. James y yo mismo jamás habríamos podido volver a dormir tranquilamente. Habríamos vivido siempre con miedo a que los homicidas del triple seis se nos apareciesen por la noche junto a la cabecera de la cama. Era imperioso neutralizar esta amenaza.
– Fue entonces cuando llamasteis a la Policía.
– Ten calma -insistió Filipe, indicando que ya llegaría a esa parte-. Decidimos tenderles una trampa a los asesinos. Utilizando un canal en Internet que sabíamos que estaba sometido a vigilancia, James me mandó un e-mail con la cita bíblica.
– La del Séptimo Sello.
– Esa. El me mandó el e-mail y esperamos a ver qué ocurría.
Tomás miró a su amigo con una expresión intrigada.
– Pero ¿por qué razón no me contaste todos esos detalles cuando nos encontramos?
– Disculpa, pero tuve que ser prudente. El éxito de la operación dependía del sigilo. Además, y vas a tener que comprenderlo, tú acabaste siendo blanco de sospechas.
– ¿Yo?
– Claro, Casanova. Fíjate en que, en un primer momento, escribimos un e-mail en Internet para atraer al asesino. Semanas después, ¿qué aparece en el sitio del instituto? Un mensaje tuyo buscándome.
– Ah, ya entiendo -exclamó Tomás, cayendo en la cuenta-. Dedujiste que los asesinos se habían puesto en acción.
– Al principio, no. Reconozco que no establecí inmediatamente la relación. Como te he contado en otra ocasión, lo que ocurrió fue que tu mensaje me despertó añoranza por mi país y por mis tiempos de juventud, y por eso quise verte. Además, creí que, como tú no tenías relación alguna con el mundo del petróleo, no habría ningún problema en que nos encontrásemos. Podría hasta haber alguna utilidad en ello.
– ¿Y cuándo entendiste que nuestro encuentro estaba relacionado con la persecución de los asesinos del triple seis?
– Cuando nos persiguieron en Oljon -dijo Filipe-, me resultó extraña la aparición de los hombres armados en el campamento yurt horas después de que tú llegaras. La desconfianza se convirtió en certidumbre cuando vi que nos seguían por todos lados en la isla. Íbamos a un sitio y ellos venían también, íbamos a otro, ellos iban también. No era normal, parecía que alguien los estaba informando. Ese alguien sólo podías ser tú.