Tomás levantó el brazo derecho y se miró el dorso de la mano.
– Y lo era -confirmó-. El chip que me implantaron aquí en la mano los informaba, por lo visto, de nuestros movimientos.
– Yo no sabía nada del chip. Sólo sabía que los tipos lograban encontrarnos cori una facilidad sorprendente. Por ello decidí separarme de ti en el Baikal. Intuía que, si me alejaba de ti, me alejaría también de aquellos gorilas. Y tenía razón.
Tomás frunció el ceño.
– Al final, como amigo me saliste rana. Los tipos mataron a Nadia y casi me matan a mí también.
– Pero yo no podía saberlo -se apresuró Filipe a aclarar-. Tienes que entender que en ese momento todo me parecía sospechoso, y yo admitía como muy probable que estuvieses confabulado con esos tipos, ¿entiendes? No se me pasó por la cabeza que tú y Nadia podíais correr un verdadero peligro. Creía que estabas implicado en la trama, por lo que no os harían ningún daño.
– Ya te entiendo. Sólo la muerte de Nadia te demostró que no era así.
Filipe meneó la cabeza.
– No, todo lo contrario -exclamó-. Cuando supe que ella había muerto y que tú estabas vivo, se me afianzó la idea de que te encontrabas hundido en la mierda hasta el cuello. ¿De qué otro modo se podría explicar el hecho de que te hubieran dejado vivo? Tu supervivencia me parecía una prueba de tu culpabilidad.
Tomás sonrió.
– ¡Qué confusión!
– Por eso te atrajimos hasta Australia. Pero esta vez nos preparamos con cuidado. Nos pusimos primero en contacto con la Interpol, que nos revelo que jamás te había contratado, lo que pareció confirmar nuestras peores sospechas en relación contigo. De ahí que las compañías de seguros hubiesen montado un fuerte dispositivo de seguridad en Sídney, organizando a toda la gente a nuestro alrededor. Por la misma razón, se había contactado con la policía australiana. Hasta contratamos a un tipo para que te siguiera ostensiblemente por la ciudad para estudiar tu comportamiento.
– No me digas que fue aquel tipo…
– Ese mismo. -Filipe sonrió-. Queríamos ver cómo reaccionabas al darte cuenta de que te estaban vigilando. -Encogió el cuello y abrió las manos, en una expresión de perplejidad-. Incluso me quedé conversando un largo rato contigo, a la espera de que pasase algo. Pero, para nuestra decepción, no ocurrió nada en Sídney.
– Fue entonces cuando comenzaste a tener dudas.
– No, de ninguna manera. Concluí que los asesinos querían llegar también hasta James, por lo que decidimos embarcarnos en el juego y avanzamos hacia el plan B. Te traje aquí, a Yulara, y fuimos a aquella casa, a la espera de los acontecimientos. Queríamos ver si atraías de nuevo a los gánsteres y pillábamos a toda aquella gente de una vez.
– ¿No crees que eso fue un poco arriesgado? ¿Y si los tipos hubiesen llegado allí y nos hubiesen matado inmediatamente?
– Claro que fue arriesgado, pero ése era el precio que teníamos que pagar por vernos definitivamente libres de nuestros perseguidores. Si no hacíamos eso, ¿qué otro cebo tendríamos para capturar a los asesinos? Era ahora o nunca.
– Tienes razón.
– Además, se trataba de un riesgo controlado. La Policía tenía micrófonos por toda la casa, además de agentes escondidos en las inmediaciones. El plan era atraer a esos tipos a la casa, haceros confesar todo allí dentro y después llevaros hasta las Olgas, so pretexto de que las pruebas de la «energía a hidrógeno» se habían hecho aquí, y que era aquí donde estaban guardados los resultados. -Volvió a señalar un punto en la parte de atrás-. Sería en aquel claro donde se procedería a vuestra captura.
– ¿Y si los tipos no querían ir a las Olgas y decidían matarnos dentro de la casa?
Filipe se encogió de hombros.
– Ya te he dicho, Casanova, que era un riesgo que teníamos que correr. De cualquier modo, no te olvides de que la Policía australiana estaba escuchando la conversación y tenía hombres en los alrededores. Si por casualidad surgía algún problema, ellos podían intervenir en el lapso de apenas un minuto.
– Ya, ya entiendo -observó Tomás-. De ahí que estuvieses tan tranquilo cuando apareció Orlov…
– Claro.
– ¡Y yo, como un tonto, admirando tu valentía!
Filipe se rio.
– Con las espaldas cubiertas, querido amigo, todos somos muy valientes.
– Ya veo, ya veo.
– De cualquier modo, cuando apareció el gordo…
– Orlov.
– Cuando apareció con sus matones, enseguida me di cuenta, por la conversación dentro de casa, de que finalmente no estabas implicado con ellos.
– ¿Lograste darte cuenta de eso? -bromeó Tomás-. Eres un genio.
– Lo soy, ¿a que sí?
– Eres un genio, pero las cosas se pusieron feas.
– No es posible tenerlo todo. Pero estamos todos vivos, eso es lo que interesa.
Tomás observó el cuerpo de Igor, tendido de bruces a un metro de distancia.
– ¿Y los otros rusos? ¿Qué fue de ellos?
– Murieron éste y otro más; uno acabó herido, y al cuarto lo pillaron ileso.
– ¿Cómo acabó Orlov?
– ¿El gordo asqueroso?
– Ese.
– Ese es el herido. Le dispararon en un brazo.
– ¿Ya ha contado algo?
– Aún no -dijo Filipe-. Pero quédate tranquilo, que los australianos van a hacerlo cantar como un canario.
Oyeron unas voces que se acercaban y ambos volvieron la cabeza hacia el lugar de donde venían los sonidos. Era el médico acompañado por dos policías, uno de ellos con una cantimplora en la mano. Los tres se acercaron a los portugueses. El médico, un hombre de barba rubia con un estetoscopio al cuello, miró a Tomás con una expresión inquisitiva.
– ¿Fue usted el que cayó desde allí arriba?
– Parece que sí.
El médico adoptó un gesto reprobador.
– Ustedes están todos locos -exclamó-. Nadie debería haber movido al herido. -El australiano se arrodilló junto a Tomás y le analizó el cuerpo con mirada experta-. ¿Le duele alguna parte en especial?
– Sí. La pierna izquierda.
El médico centró su atención en la pierna. Después de observarla detenidamente, se volvió hacia uno de los policías, que miraba a Tomás con curiosidad.
– ¿La camilla?
– Ya la traen, doc.
El médico volvió a observar la pierna.
– Voy a tener que arreglarle esto -dijo.
Estudió con atención la posición de Tomás y después, con mucho cuidado, le tocó la pierna y la giró. En ese instante Tomás volvió a ver las estrellas.
– ¡Aaaay!
Epílogo
La primera persona que lo vio entrar en la vivienda fue la recepcionista, una mujer de mediana edad muy propensa a hablar de todo con todos; ella era muchas veces la confidente de los familiares de los huéspedes.
– Buenos días, profesor -saludó con jovialidad-. Hacía más de un mes que no lo veía por aquí.
– Dos meses -corrigió Tomás, apoyándose en las muletas a cada paso-. He estado fuera mucho tiempo.
La recepcionista miró con curiosidad las muletas y la pierna izquierda escayolada.
– ¿Qué le ha ocurrido? ¿Lo atropellaron?
Tomás forzó una sonrisa. Estaba tan cansado de responder a la misma pregunta que hasta había pensado ya en escribir un texto contándolo todo, sacar unas cuantas fotocopias y entregar un ejemplar a cada persona que le hiciese preguntas sobre la pierna. Otra posibilidad era garrapatearse toda la información en la frente; así hasta se ahorraría el trabajo de distribuir las fotocopias entre todos los idiotas que lo interpelasen.
– Más o menos -dijo, evitando dar más explicaciones-. Por culpa de esta pierna he estado tanto tiempo fuera.