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– ¿Sabe por casualidad dónde se reúnen las mujeres del pueblo?

Cuando él respondió, Em percibió un deje de interés en su voz.

– No sé si lo hacen.

Ella sonrió, y volvió a mirarle por encima del hombro.

– Mucho mejor para nosotros.

Jonas la miró a los ojos, sintiendo de nuevo el poder de aquella devastadora sonrisa.

No estuvo seguro de si se sintió decepcionado o aliviado cuando, después de sostenerle la mirada brevemente, ella se volvió hacia el salón.

– ¿Quién es el hombre con el que habla Crabbe?

Se lo dijo. Ella fue preguntándole sobre los clientes, pidiéndole que le dijera los nombres, las direcciones y el estado civil de cada uno. A Jonas le sorprendió y le desconcertó que ella pudiera ignorar con total facilidad la atracción que parecía existir entre ellos. Incluso habría dudado de que la joven la hubiera notado siquiera si no fuera porque la oyó contener el aliento al mirarlo por primera vez y la vio agarrarse los codos con firmeza, como si estuviera buscando algo en lo que apoyarse.

Jonas podía comprenderla. Estar tan cerca de ella, entre las oscuras sombras, inspirar el olor que emitía su piel y su pelo brillante, le hacía sentirse ligeramente mareado.

Lo que era muy inusual, jamás había conocido a una mujer, ni mucho menos a una dama, que atrajera su atención de una manera tan intensa casi sin ningún esfuerzo.

Aunque sin ningún esfuerzo era la definición más adecuada, Jonas era plenamente consciente de que ella no había intentado, al menos por ahora, atraerlo de esa manera.

Alentarlo.

El cielo sabía que ella estaba haciendo todo lo posible para no alentarlo en absoluto.

Era una pena que él fuera todavía más terco de lo que intuía que era ella.

En cuanto le dijo los nombres de todos los clientes, ella se dio la vuelta y le lanzó una rápida mirada a la cara.

– He examinado el despacho, pero no he podido encontrar ningún libro de cuentas de la posada. De hecho, no he encontrado ningún tipo de registro. ¿Están en su poder?

Jonas no respondió de inmediato, pues su cerebro tenía problemas para asimilar la pregunta ya que estaba demasiado ocupado considerando las brillantes posibilidades de la posición en la que se encontraban. El vestíbulo era pequeño y estrecho, y estaba relativamente oscuro. Se había detenido justo detrás de la joven y, ahora que ella se había dado la vuelta, la parte superior de su cabeza apenas le llegaba a la clavícula. Para mirarle a la cara, ella tenía que echar la cabeza hacia atrás y levantar la vista, por lo que quedaban tan cerca el uno del otro que sí él respiraba hondo, las solapas de su chaqueta le rozarían los pechos.

Jonas la miró directamente a los ojos. Incluso en la oscuridad podía percibir la batalla que ella libraba consigo misma para poner distancia entre ellos, aunque permaneció inmóvil.

El silencio se extendió, incrementando la tensión entre ellos, hasta que Jonas se rindió, dio un paso atrás y señaló la puerta del despacho.

Ella pasó con rapidez junto a él y cruzó la diminuta estancia hasta situarse detrás del escritorio, dejando que la gastada mesa se interpusiera entre ellos. No se sentó, pero observó cómo él llenaba el umbral.

Jonas no dijo nada, se quedó allí de pie, observando a la joven que lo miraba con el ceño fruncido.

Entonces recordó la pregunta y apoyó un hombro contra el marco de la puerta antes de responderle.

– No existen libros de cuentas ni registros, al menos de la última década, Juggs no creía que fuera necesario dejar constancia de nada por escrito.

El ceño de la joven se hizo más profundo.

– Entonces ¿cómo sabía cuáles eran las ganancias?

– No lo sabía. El acuerdo que tenía con mi padre era pagarle una renta fija al mes, disponiendo del resto de las ganancias para sí mismo. -Vaciló y admitió-: Mirándolo retrospectivamente, no fue, desde luego, el acuerdo más inteligente. A Juggs no le importaba si la posada tenía éxito o no, así que trabajaba lo suficiente para pagar el alquiler y nada más. -Sonrió-. El trato que hemos hecho nosotros es mucho mejor.

Ella carraspeó levemente y se dignó a sentarse, hundiéndose en la desvencijada silla que había detrás del escritorio. Parecía un tanto abstraída.

Jonas la observó fingir que le ignoraba, aunque la señorita Beauregard sabía de sobra que él estaba allí.

– Los suministros -dijo ella finalmente, alzando la mirada hacia él-. ¿Hay algún lugar donde la posada tenga una cuenta?

– Hay un comerciante en Seaton que se encarga de suministrar todo lo necesario a la hacienda. Debería hablar con él y decirle que anote los gastos de la posada a la cuenta de Grange.

Ella asintió con la cabeza, entonces abrió un cajón del escritorio y sacó una hoja en blanco y un lápiz. Dejó el papel sobre el escritorio y sostuvo el lápiz entre los dedos.

– Tengo intención de hacer una amplia oferta culinaria en la posada. Cuando la gente sepa que servimos comidas, vendrán y se convertirán en clientes regulares. -Tomó algunas notas antes de hacer una pausa para repasar lo que había escrito-. Creo -dijo ella sin levantar la mirada-que podemos conseguir que la posada se convierta en el centro de reuniones del pueblo. Que no sólo vengan aquellos que quieren tomarse una cerveza al terminar la jornada laboral, sino que sea frecuentada durante todo el día. Un sitio donde las mujeres puedan charlar mientras toman una taza de té, y las parejas puedan venir a comer. Todo eso, mejorará en gran medida los ingresos de la posada, y de ese modo se incrementarán las ganancias. En cuanto al alojamiento, pienso ocuparme de mejorar las habitaciones y hacerlas más confortables. Quiero que todos los huéspedes sepan que aquí ofrecemos algo más que un sitio donde beber cerveza.

Ella había estado escribiendo sin parar, haciendo una larga lista mientras hablaba, pero ahora levantó la mirada hacia él con un reto definitivo en los ojos.

– ¿Aprueba mis ideas, señor Tallent?

Quiso decirle que le llamara Jonas. Se quedó mirando aquellos ojos brillantes, sabiendo que ella tenía en mente un desafío más amplio del que suponía la posada.

No le había pasado desapercibido que ella le había incluido en su monólogo. No sabía si había sido aposta o no, pero que hablara en plural le recordó que la necesitaba allí, como posadera de Red Bells. Y que si quería que se quedara allí, que se encargara de la posada, algo que estaba cada vez más seguro que ella era capaz de hacer, entonces no podía permitirse el lujo de ponerla nerviosa, empujándola a marcharse.

Aunque la señorita Beauregard estaba más a la defensiva que nerviosa, con todas las defensas alzadas y se negaba a admitir la atracción que existía entre ellos.

Jonas podía atravesar esas defensas con facilidad; todo lo que tenía que hacer era entrar en el despacho, cerrar la puerta y… Pero no era el momento de arriesgarse a hacer tal movimiento. Además, seguía sin saber qué era lo que la había llevado hasta allí, qué era lo que la había conducido a ser su posadera. Y hasta que lo supiera…

Jonas se apartó de la jamba de la puerta y ladeó la cabeza.

– Sí, señorita Beauregard. Sus ideas me parecen buenas. -Curvó los labios en una sonrisa-. La dejaré trabajar en paz. Buenas noches, señorita Beauregard.

Ella se despidió con un regio gesto de cabeza.

– Buenas noches, señor Tallent.

Él se dio la vuelta y abandonó el despacho sin mirar atrás.

Era más de medianoche cuando Em subió las escaleras para dirigirse a su habitación. En la cocina había encontrado una vela, una que duraría toda la noche. No es que le diera miedo la oscuridad, pero si podía remediarlo, prefería disponer de luz.

La oscuridad le recordaba la noche en la que murió su madre. No sabía por qué exactamente, pero si permanecía mucho rato a oscuras, tenía la impresión de que un peso, un peso creciente, le aplastaba el pecho, haciendo que le costara trabajo respirar, hasta que era presa del pánico y tenía que encender una vela.