Jonas sonrió.
– No volverá a atraparme. La última vez iba distraído y, de todas formas, ahora ya sabe que no llevo la llave conmigo, no tiene razones para volver a registrarme.
Em hizo una mueca.
– Supongo que no.
– Seguro que no. Por cierto… -Abrió los brazos, liberándola, y giró la cabeza hacia la mesilla de noche. Em se levantó de la cama arqueando las cejas-. Abre el cajón -le dijo-. La llave está ahí.
La joven abrió el cajón y vio la llave a la derecha.
Jonas se hundió de nuevo sobre las almohadas.
– Si alguna vez la necesitas, y yo no estoy aquí, es ahí donde la encontrarás.
Em le miró y luego cerró el cajón.
– Está segura donde está.
Jonas volvió a cerrar los ojos. Ella se inclinó y le besó una última vez.
– Te veré esta noche.
– Hmm -repuso él, curvando suavemente los labios. Mucho más tranquila que cuando había llegado, Em salió de la habitación y cerró la puerta sin hacer ruido.
Eran casi las nueve de la noche cuando Dodswell se encontró con ella en el salón de la posada y le tendió una nota.
– De su alteza -dijo él con una sonrisa de oreja a oreja-. Me dijo que tenía que entregársela personalmente a usted y a nadie más, y que no se me ocurriera irme a la cama sin habérsela dado antes.
Em sonrió.
– Gracias. -Se mordió los labios y no le preguntó sobre la salud de su «alteza». Sin duda, encontraría dicha información en la nota.
Se la metió en el bolsillo, donde le pareció que ardía, y se obligó a charlar un rato más con los últimos huéspedes que habían decidido convertir Red Bells en su residencia temporal.
Las noticias sobre la reapertura de la posada y las buenas comidas que se servían allí se extendían más rápido de lo que ella se había atrevido a esperar. Ahora alquilaban dos habitaciones más, y todas las noches estaban al completo. Las chicas que habían contratado como doncellas estaban saturadas de trabajo, y Em iba a tener que contratar a dos más en los próximos días.
Observó cómo los huéspedes subían las escaleras, luego se metió con rapidez en su despacho y sacó la nota de Jonas del bolsillo. La desdobló y alisó la hoja antes de inclinarla hacia la luz que emitía la lámpara.
Querida Em,
Con gran pesar mío, tengo que informarte de que la cabeza todavía sigue dándome vueltas cada vez que intento incorporarme y que, dada mi situación actual, no puedo arriesgarme a ir a la posada esta noche.
Le he pedido a Lucifer que se pase más tarde y se asegure de que todo va bien.
Te veré mañana… Hasta entonces, toma todas las precauciones posibles.
Siempre tuyo, etc, etc.
JONAS
Em leyó la nota dos veces y luego soltó un bufido.
– Tiene gracia que me diga que tome todas las precauciones posibles cuando es él quien tiene un chichón del tamaño de un huevo en la cabeza.
Se quedó mirando la nota durante un minuto -pensando y debatiendo consigo misma-, y luego se dio la vuelta y se sentó en la silla detrás del escritorio. Cogió un papel en blanco y abrió el tintero, mojó la punta de la pluma y escribió unas líneas con rapidez.
Después de secar la tinta, dobló la hoja y anotó el nombre del destinatario. Salió del despacho y buscó a John Ostler para que llevara la misiva a Grange.
– No espero respuesta -le dijo.
Él se despidió con la mano y se dirigió con grandes zancadas al bosque.
Em miró a los oscuros y densos árboles, y se estremeció interiormente. Se giró en redondo y se apresuró a volver al cálido interior de la posada.
Poco después de las diez, que era la hora habitual de cierre, Lucifer entró en la posada y se acercó a la barra para invitar a los acostumbrados rezagados a abandonar el establecimiento, una tarea que Jonas había realizado durante las últimas semanas. En cuanto salió el último cliente, Lucifer se despidió de Em y se marchó a su casa.
Eran casi las once cuando Em se despidió de Edgar y cogió la única lámpara encendida antes de retirarse. Mientras subía las escaleras, la joven se negó a replantearse sus planes, los que estaba a punto de llevar a cabo. No era que se cuestionara si debía o no ponerlos en práctica, sino si tendría el valor suficiente para hacerlo.
Atravesó sus aposentos en dirección a. las escaleras de servicio y subió al ático para comprobar que las gemelas, Issy y Henry, estaban profundamente dormidos. Sanos y salvos.
Al regresar a sus habitaciones, recogió algunos artículos de primera necesidad y los envolvió en una vieja bufanda. Luego se colocó su chal más grueso sobre los hombros para protegerse del frío y recogió la lámpara, comprobando el nivel de aceite. Al ver que era suficiente, ajustó la mecha para que la lámpara emitiera un suave resplandor, suficiente para que iluminara el camino. Después, sin nada más que revisar o hacer, bajó las escaleras, pasó ante el despacho y salió por la puerta trasera de la posada.
La cerró con cuidado tras ella. Entonces, sin pensárselo dos veces, atravesó el patio a paso vivo y se encaminó hacia el sendero del bosque.
Se obligó a pensar en otras cosas: en la iglesia bajo la luz del sol, en la calidez de la cocina de Hilda, en el febril ajetreo habitual del lavadero, en el murmullo de voces en el salón… En cualquier cosa que la distrajera de las negras sombras bajo los árboles que abrumaban sus sentidos.
No quería pensar en la oscuridad. No es que le diera miedo exactamente; era sólo que tendía a quedarse paralizada cuando se dejaba envolver por las sombras oscuras. Mantuvo los ojos clavados en el pálido resplandor que la lámpara arrojaba sobre el camino, concentrándose en caminar, en poner un pie delante del otro, hasta que llegó a la intersección con el camino principal y giró hacia el sur, hacia Grange.
La enorme mansión apareció ante ella, más allá del límite del bosque. Respiró hondo, sintiéndose más tensa de lo que le gustaría, luchando para no dejar que las sombras la distrajeran, evitando mirar de soslayo a las espectrales formas bajo las ramas de los árboles.
Em sintió que se le aceleraba el corazón y se le subía a la garganta. Se sintió impulsada a levantarse las faldas y correr, escapar del camino, pero estaba resuelta a no irrumpir como una histérica en la habitación de Jonas.
Jonas.
Conjuró en su mente una imagen de él. Se concentró en ella para no permitir que su alma se hundiera, se aferró con fuerza a aquella visión, dejando que le inundara los sentidos, y no pensó en nada más mientras apretaba el paso y luchaba contra el insidioso tirón de la oscuridad.
Siguió andando bajo las ramas de los árboles, con la respiración todavía jadeante, pero más tranquila. Siguió mirando fijamente el resplandor de la lámpara, moviendo los pies con más seguridad, con más firmeza, con los sentidos enfocados en la imagen de Jonas que resplandecía en su mente.
Entonces llegó al claro, iluminado por la débil luz de la luna, lejos de los árboles. De la oscuridad. Casi pudo sentir cómo desaparecían las punzadas de miedo que la atenazaban, evaporándose mientras atravesaba los senderos del huerto de Grange.
Se dirigió directamente a la entrada trasera. Giró el picaporte, abrió la puerca y entró. Había una veía encendida a la izquierda, en el tocador, como si estuviera esperándola. Sonrió para sí misma y bendijo a Mortimer para sus adentros. Apagó la vela, pues prefería llevar su propia lámpara arriba.
Contraviniendo descaradamente todas las normas del decoro, Em le había escrito directamente a Mortimer y le había pedido sin rodeos que dejara abierta la puerta trasera, diciéndole que quería ir a ver cómo estaba Jonas antes de retirarse a dormir.
Lo que era totalmente cierto.
Cerró la puerta y volvió a colocarse el chal, recogió la lámpara y, silenciosa como un ratón, cruzó la casa hasta las escaleras principales y las subió.