No era que él necesitara que lo aguijonearan mucho en ese aspecto.
Sí, realmente era el momento perfecto. Sólo había un obstáculo en su camino, y tenía intención de eliminarlo en el acto.
Al llegar a la parte posterior de Grange, atravesó el huerto a paso vivo y entró por la puerta trasera. Devolvería la llave de la celda a su escondite y luego saldría a cumplir sus objetivos.
Le había dicho a Em que estaría en Grange toda la tarde; no había querido que la joven se preocupara por lo que podía ocurrirle cuando interrogara a los dos principales sospechosos del ataque.
Harold Potheridge era quien encabezaba la lista; según Dodswell, Potheridge no había regresado a casa de la señorita Hellebore hasta bien entrada la noche. Sin embargo, creía que lo más conveniente era empezar por Silas Coombe.
Tras dejar la llave a buen recaudo, salió de su habitación, bajó las escaleras y se puso en camino hacia la casa de Silas.
A las tres, Em subió a la salita del ático en busca de las gemelas. En ausencia de Issy, les había dicho que podrían jugar media hora después del almuerzo antes de que se presentaran en su despacho para estudiar aritmética bajo su atenta mirada.
Cuando las niñas no habían aparecido a las dos y media, no se había sorprendido ni preocupado, pero cuando a las tres menos cuarto seguían sin aparecer, había cerrado el libro de cuentas y se había puesto a buscarlas.
Tras la terrible experiencia con Harold, estaba segura de que no andarían muy lejos. Había esperado encontrarlas con las lavanderas o acosando a John Ostler, pero no había ni rastro de ellas ni en la lavandería ni en los establos. Nadie las había visto desde el almuerzo.
Desconcertada se dirigió a la habitación de las gemelas. Dado que hacía buen tiempo, era extraño que las niñas se quedaran dentro, pero quizás una de ellas no se encontrara bien.
Al llegar a la habitación al final del pasillo, abrió la puerta y vio las dos camas vacías, y una nota muy visible en la mesilla de noche que había entre ellas. Frunció el ceño, preguntándose qué sería aquello, y cruzó la estancia para cogerla. Sintió un estremecimiento de aprensión cuando vio que estaba dirigida a ella con letras mayúsculas y no con la caligrafía infantil de las niñas.
Un escalofrío le bajó por la espalda. Por un instante, miró fijamente la nota, luego la desdobló y comenzó a leerla.
SI DESEA VOLVER A VER A SUS HERMANAS, COJA EL TESORO, MÉTALO EN LA BOLSA DE LONA QUE HAY DEBAJO DE LA MESILLA Y DEVUÉLVALO AL MISMO LUGAR DONDE LO ENCONTRÓ. ALLÍ ENCONTRARÁ MÁS INSTRUCCIONES. DÉSE PRISA, SÓLO TIENE UNA HORA DESDE EL MOMENTO EN QUE LEA ESTA NOTA PARA VOLVER A LA TUMBA. NO SE LO DIGA A NADIE. LA ESTARÉ VIGILANDO. SI LA VEO LLEGAR CON OTRA PERSONA, NUNCA MÁS VOLVERÁ A VER A SUS HERMANAS CON VIDA.
Tras llegar al final de la nota, Em bajó la mirada y vio una bolsa de lona debajo de la mesilla de noche, justo a sus pies.
Para cuando la cabeza se le despejó lo suficiente para pensar, Em ya estaba en el sendero del bosque, corriendo hacia Grange. Harold. Tenía que ser él, ¿verdad?
Se detuvo un instante, sacó la nota del bolsillo y volvió a mirar la caligrafía, pero las letras mayúsculas la confundían. No podía distinguir si esa letra pertenecía o no a su tío. Volvió a meter la nota en el bolsillo, se alzó las faldas y siguió corriendo.
La parte posterior de Grange surgió ante su vista. Se detuvo entre los árboles, oteó el huerto y dio gracias a Dios de que no hubiera nadie allí. Miró al lavadero que había al lado y aguzó el oído. Al escuchar el susurro del agua supuso que las criadas estaban haciendo la colada. De ser así, nadie la vería llegar. Conteniendo el aliento, avanzó sigilosamente hasta la puerta.
Afortunadamente, nadie la vio. Exhalando un suspiro, abrió la puerta; Gladys le había mencionado que siempre estaba abierta durante el día. Entró sigilosamente en el pequeño vestíbulo y cerró la puerta en silencio. Aguzó el oído, pero todo parecía tranquilo en la cocina. Con suerte, dada la hora que era, Gladys y Cook estarían echando la siesta en sus habitaciones. Ninguna de las dos era joven y estaban en pie desde el amanecer.
Respiró hondo, cerró los ojos y rezó para sí misma, luego atravesó sigilosamente la puerta de la cocina y se dirigió a las escaleras principales. Tras lanzar un vistazo a la puerta de la biblioteca, subió en silencio los escalones y se encaminó a la habitación de Jonas, rezando para que él no estuviera allí, sino en la biblioteca.
Em abrió la puerta, escudriñó la estancia y exhaló un suspiro de alivio al ver que estaba vacía. Entró con rapidez y cerró la puerta; luego se dirigió a la mesilla de noche.
La llave estaba allí. La cogió y se la metió en el bolsillo, después cerró el cajón.
Contarle a Jonas lo que estaba ocurriendo quedaba descartado. Las instrucciones eran específicas: tenía que actuar y tenía que hacerlo sola. Si el maleante la veía con cualquier otra persona, mataría a las gemelas.
Y ella no podía correr ese riesgo -ni contándoselo ni de ninguna otra manera-, pues conocía a Jonas lo suficientemente bien como para estar absolutamente segura de que él nunca la dejaría ir a la cripta para enfrentarse al maleante sola.
Pero tenía que hacerlo.
Y no tenía tiempo para discutir. Se había preguntado cómo el malhechor sabría a qué hora exacta había leído la nota, pero luego se dio cuenta de que la mesilla de noche de las gemelas estaba frente a una de las ventanas de la buhardilla. Cualquiera que se encontrara delante de la posada la habría visto.
Fuera quien fuese el maleante, lo había planeado todo muy bien.
Así que tenía el tiempo justo. Disponía de una hora para coger el tesoro y llevarlo a la cámara Colyton.
Se apartó de la mesilla de noche y clavó la mirada en la cama. La intimidad, la preciosa noche que había pasado entre los brazos de Jonas hacía sólo unas horas, surgió como una llamarada en su mente.
Eso era lo que estaba arriesgando al ir sola a rescatar a sus hermanas. No era tan tonta como para pensar que el secuestrador las soltaría tan fácilmente. Las gemelas podían identificarle y, probablemente, ella también lo haría en cuanto lo viera. Todo lo que esperaba era poder intercambiar el tesoro por sus hermanas y tener al menos la oportunidad de rescatarlas, a ellas y a sí misma, si podía.
Tenía esa posibilidad, y la aprovecharía. Ya vería lo que podía hacer con ella. Así pues, recibió por una vez a su temeraria y valiente alma Colyton con los brazos abiertos. De algún modo, vencería o moriría en el intento.
Pensó en cómo se sentiría Jonas si ocurría eso último, y luego lanzó una mirada al reloj del tocador. Calculó que le sobraban diez minutos, así que cruzó la estancia con rapidez, no hacia la puerta, sino hacia el escritorio.
Se sentó en la silla, puso una hoja en blanco encima del papel secante, cogió la pluma y escribió una nota con rapidez.
Lo escribió todo -lo que había sucedido, lo que estaba haciendo, a dónde iba- en tan sólo unas líneas, y luego comenzó a escribir atropelladamente lo que sentía.
No tenía tiempo de medir las palabras ni de comprobar que fueran coherentes. Simplemente dejó que surgieran de su corazón, vertiéndolas sobre el papel a través de la pluma.
Por desgracia, escribir las palabras, resumir todos sus sueños, sólo le hizo ser más consciente de lo que realmente estaba arriesgando y sintió que una gélida frialdad le envolvía el corazón.
Lo que más quería era aferrarse a la promesa de la vida, del futuro y la familia que Jonas representaba. No quería correr riesgos, no quería arriesgar lo que tenía, todo lo que sabía y creía con toda su alma que tendría con él, como esposa y como madre de sus hijos.
Pero no tenía otra alternativa. Sus hermanas sólo podían contar con ella, no podía fallarles ahora.