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– Ya verás como al final aparece alguien.

– Eso espero -respondió Jonas-. Pero ¿cuándo? Como bien has señalado, las expectativas no harán más que aumentar. Como propietario de la posada y, por consiguiente, la persona que todos consideran responsable para cumplir con dichas expectativas, el tiempo corre en mi contra.

La sonrisa de Lucifer fue comprensiva pero de poca ayuda.

– Tengo que dejarte. Prometí que volvería a casa a tiempo de jugar a los piratas con mis hijos.

Jonas observó que, como siempre, Lucifer sentía un especial deleite al pronunciar la palabra «hijos», como si estuviera probando y saboreando todo lo que significaba.

Despidiéndose alegremente de él, su cuñado se marchó, dejándolo con los ojos clavados en el montón de tristes solicitudes para el puesto de posadero de Red Bells.

Deseó poder irse también a jugar a los piratas.

Aquel vivido pensamiento le recordó lo que sabía que estaría esperando a Lucifer al final del corto trayecto por el sendero del bosque que unía la parte trasera de Grange con la de Colyton Manor, la casa que Lucifer había heredado y donde vivía con Phyllida, Aidan y Evan y un reducido número de sirvientes. La mansión siempre estaba llena de calidez y vida, una energía casi tangible que provenía de la satisfacción y felicidad compartidas y que llenaba el alma de sus dueños.

Anclándolos allí.

Aunque Jonas se encontraba totalmente a gusto en Grange -le gustaban tanto la casa como el excelente personal que llevaba allí toda su vida-, era consciente, y más después de sus recientes vivencias en el seno de la alta sociedad, de que deseaba una calidez y un halo de satisfacción y felicidad, similares para su propio hogar, algo que pudiera echar raíces en Grange y en él.

Que le colmara el alma y le anclara a ese lugar.

Durante un buen rato se quedó mirando ensimismado el otro lado de la estancia; luego se recriminó mentalmente y volvió a bajar la vista al montón de inservibles solicitudes.

Los habitantes de Colyton se merecían una buena posada.

Soltó un profundo suspiro y, volviendo a colocar las solicitudes encima del papel secante, se obligó a revisarlas minuciosamente una última vez.

Emily Ann Beauregard Colyton se detuvo justo en la última curva del sinuoso camino que conducía a Grange, en el límite sur del pueblo de Colyton, y clavó la mirada en la casa que se asentaba sólida y confortablemente a unos cincuenta metros.

Era de ladrillo rojo envejecido. Tranquila y serena, parecía estar profundamente arraigada en la tierra fértil donde estaba asentada. Poseía cierto encanto sutil. Desde el tejado de pizarra hasta las ventanas del ático que coronaban los dos pisos amplios y pintados de blanco. Había unas escaleras que conducían al porche delantero. Desde donde estaba, Em sólo podía ver la puerta principal, que se erguía en medio de las majestuosas sombras.

Los jardines, pulcramente cuidados, se extendían a ambos lados de la fachada principal. Más allá de la extensión de césped a su izquierda, la joven divisó una cálida y exuberante rosaleda con brillantes salpicaduras de color, que se mecían contra el follaje más oscuro.

Se sintió impulsada a mirar de nuevo el papel que tenía en la mano, una copia del anuncio que había visto en el tablero de una posada de Axminster, donde se ofrecía un puesto de posadero en la posada de Red Bells en Colyton. En cuanto vio aquel anuncio, Emily supo que aquélla era la respuesta a sus plegarias.

Sus hermanos y ella estaban esperando la carreta del comerciante que había aceptado llevarlos hasta Colyton, cuando regresara allí después de finalizar el reparto. Una semana y media antes, Emily cumplió veinticinco años y por fin pudo asumir la tutela de su hermano y sus tres hermanas, algo que según estaba estipulado en la última voluntad de su padre, sucedería en cuanto ella cumpliera esa edad. Entonces, sus hermanos y ella se trasladaron desde la casa de su tío en Leicestershire, cerca de Londres, a Axminster, desde donde llegaron, en la carreta del comerciante, a Colyton.

El coste del viaje fue mayor de lo que ella había esperado, haciendo menguar sus escasos ahorros y casi todos los fondos -la parte que le correspondía de la hacienda de su padre-que el abogado de la familia, el señor Cunningham, había dispuesto que recibiera. Sólo él sabía que sus hermanos y ella habían recogido sus pertenencias y se habían dirigido al pequeño pueblo de Colyton, en lo más profundo del Devon rural.

Su tío, y todos los que podrían ser persuadidos a su favor -gente que deberían meter las narices en sus propios asuntos-, no fueron informados de su destino.

Lo que quería decir que una vez más ellos debían valerse por sí mismos. O, para ser más exactos, que el bienestar de Isobel, Henry y las gemelas, Gertrude y Beatrice, recaía sobre los firmes hombros de Em.

No es que a ella le importara en lo más mínimo. Había asumido la tutela de sus hermanos de manera voluntaria. Continuar siquiera un día más de los absolutamente necesarios en casa de su tío era algo impensable. Sólo la promesa de que al final podrían marcharse de allí había hecho que los cinco Colyton aguantaran vivir bajo el yugo de Harold Potheridge tanto tiempo. Pero hasta que ella cumplió veinticinco años, la custodia de los Colyton había recaído conjuntamente en su tío, el hermano menor de su madre y el señor Cunningham.

El día que Em cumplió veinticinco años, había reemplazado legalmente a su tío. Ese día, sus hermanos y ella tomaron sus escasas pertenencias, que habían recogido días antes, y abandonaron la casa solariega de su tío. Em estaba preparada para enfrentarse a su tío y explicarle su decisión, pero por azares del destino, Harold se marchó ese mismo día a una carrera de caballos y no estuvo allí para presenciar la partida de sus sobrinos.

Todo salió bien, pero Emily sabía que su tío iría a por ellos y que no se rendiría hasta encontrarlos. Eran muy valiosos para él, pues los hacía trabajar como criados sin pagarles ni un solo penique. Cruzar Londres con rapidez era vital, y para ello necesitaban un carruaje con cochero y cuatro caballos, lo que resultaba muy caro, como Em no tardó en descubrir.

Así que atravesaron Londres en un vehículo de alquiler y permanecieron un par de noches en una posada decente, una que les había parecido lo suficientemente segura para dormir en ella. Aunque luego Emily ahorró todo lo posible y viajaron en un coche correo, si bien cinco días de viaje junto con las comidas y las noches en varias posadas hicieron que sus exiguos fondos menguaran de manera alarmante.

Para cuando llegaron a Axminster, Emily ya se había dado cuenta de que ella, y quizá su hermana Issy, de veintitrés años, tendrían que buscar trabajo. Aunque no sabía qué tipo de trabajo podían encontrar unas jóvenes de clase acomodada como ellas.

Hasta que vio el anuncio en el tablero.

Volvió a mirar el papel otra vez mientras practicaba, como había hecho durante horas, las frases correctas para convencer al dueño de la posada de que ella, Emily Beauregard -por ahora no era necesario que nadie supiera que su apellido era Colyton-, era la persona indicada para encargarse de la posada Red Bells.

Cuando les enseñó el anuncio a sus hermanos y les informó sobre su intención de solicitar el empleo, ellos le habían dado su bendición como siempre, mostrándose entusiasmados con el plan. Ahora llevaba en el bolsito tres inmejorables referencias sobre Emily Beauregard, escritas por falsos propietarios de otras tantas posadas, las mismas en las que se habían hospedado durante el viaje. Ella había escrito una, Issy otra y Henry, de quince años y dolorosamente dispuesto a ayudar, escribió la tercera. Todo ello mientras esperaban al comerciante y su carreta.

El comerciante les dejó justo delante de la posada Red Bells. Para gran alivio de Emily, había un letrero en la pared, al lado de la puerta, donde ponía «Se busca posadero» en letras negras. El puesto aún seguía vacante. Había llevado a sus hermanos a una esquina del salón y les había dado suficientes monedas para que se tomaran una limonada. Durante todo el rato, ella se dedicó a estudiar la posada, evaluando todo lo que estaba a la vista, fijándose en que las contraventanas necesitaban una mano de pintura, y que el interior parecía tristemente polvoriento y mugriento, pero nada que no se pudiera resolver con un poco de determinación y una buena limpieza.