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– Señorita Beauregard. -En esta ocasión, Jonas infundió un tono acerado a su voz con la finalidad de que ella se interrumpiera y le dejara hablar. Él le sostuvo la mirada-. Aún no he aceptado darle el trabajo.

La mirada de la joven no vaciló. Puede que hubiera un escritorio entre ellos, pero parecía como si estuvieran nariz contra nariz. Cuando por fin abrió la boca para hablar, la voz de Em fue tensa y apremiante.

– Usted está desesperado por tener a alguien que se encargue de la posada. Yo quiero el trabajo. ¿De verdad va a rechazarme?

La pregunta flotó entre ellos, casi escrita en el aire. El apretó los labios y le sostuvo la mirada con igual firmeza. Era verdad que estaba desesperado y que necesitaba contratar a un posadero capaz -algo que afirmaba ser la señorita Beauregard-, y además la joven estaba allí, ofreciéndose para el puesto.

Y si la rechazaba, ¿qué haría ella? Ella y su familia, a quien mantenía y protegía.

No había que ser muy listo para saber que ella no llevaba enaguas, lo que quería decir que su hermana tampoco las llevaría. ¿Qué ocurriría si él la rechazaba y ella -ellas-se veían obligadas en algún momento a…?

¡No! Ese tipo de riesgos estaba fuera de toda consideración. Jonas no podría vivir con tal posibilidad sobre su conciencia. Incluso aunque nunca lo supiera con certeza, sólo pensar en esa posibilidad, le volvería loco.

La miró con los ojos entrecerrados. No le gustaba que le presionaran para contratarla, y ella lo había hecho con suma eficacia. A pesar de todo…

Interrumpiendo el contacto visual, Jonas cogió una hoja en blanco y la puso sobre el escritorio. Ni siquiera la miró mientras cogía una pluma, revisaba la punta y abría el tintero, sumergiéndola en la tinta y poniéndose a garabatear con rapidez.

No importaba que las referencias fueran falsas. No había nadie mejor que ella y además quería el trabajo. Bien sabía Dios que era una mujer con el suficiente arrojo para conseguirlo. Él se limitaría a no apartar la mirada de ella para asegurarse de que le entregaba la recaudación correcta y de que no hacía nada indebido. Dudaba que se bebiera todo el vino de la bodega como había hecho Juggs.

Terminó de escribir la concisa nota, secó la tinta y dobló el papel. Sólo entonces miró a la joven que tenía los ojos abiertos como platos por la curiosidad.

– Esto -le dijo, tendiéndole el papel doblado-es una nota para Edgar Hills, el encargado de la taberna, donde indico que usted es la nueva posadera. John Ostler y él son, por el momento, el único personal.

Ella cerró los dedos en torno a la nota y suavizó la expresión. No sólo el gesto de los labios, pues se iluminó toda su cara, Jonas recordó que eso era lo que él había querido que ocurriera, que se había preguntado cómo se curvarían sus labios -que ahora lo atraían irresistiblemente-y a qué sabrían.

Ella tiró de la nota con suavidad, pero él la retuvo.

– Le haré un contrato de tres meses a prueba. -Tuvo que aclararse la garganta antes de continuar-: Después, si el resultado es satisfactorio, firmaremos un contrato permanente.

Jonas soltó la nota. Ella la guardó en el bolsito, luego levantó la cabeza, le miró y… sonrió.

Y así, sin más, ella le nubló el sentido.

Eso fue lo que él sintió mientras ella sonreía y se ponía en pie. Él también se levantó, aunque sólo lo hizo por instinto, dado que ninguna de sus facultades funcionaba en ese momento.

– Gracias -repuso ella con sinceridad. Sus ojos, de un profundo y brillante color avellana, no se apartaron de ¡os de él-. Le prometo que no se arrepentirá. Transformaré Red Bells en la posada que Colyton se merece.

Con una educada inclinación de cabeza, ella se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

Aunque Jonas no recordó haberlo hecho, debió de tirar del cordón de la campanilla porque Mortimer se presentó para acompañarla hasta la puerta.

Ella salió con la cabeza bien alta y apretando el paso, pero no miró atrás.

Durante un buen rato, después de que ella hubiera desaparecido, Jonas permaneció de pie con los ojos clavados en el umbral vacío mientras volvía a recuperar el sentido poco a poco.

El primer pensamiento coherente que le vino a la mente fue un vehemente agradecimiento porque ella no le hubiera sonreído cuando entró.

CAPÍTULO 02

Em regresó caminando a paso vivo por el sendero que conducía de vuelta a Colyton.

Apenas lograba contenerse para no dar saltos de alegría. Había conseguido el trabajo. Había convencido al señor Jonas Tallent de que le diera el puesto de posadera a pesar del peculiar y desconcertante efecto que él había tenido durante todo el rato sobre sus, normalmente, confiables sentidos.

Sólo de pensar en él, de decir mentalmente su nombre, evocaba el recuerdo de aquella mirada tranquila que la había dejado sin aliento, de lo aturdida que se había sentido cuando se había quedado mirando aquellos insondables ojos castaños, no tan conmovedores como ella había esperado en un principio, sino vivaces, intensos y profundamente oscuros, poseedores de una tentadora profundidad que, en su fuero interno, ella había querido, inesperadamente, explorar.

Fue una suerte que él no se hubiera ofrecido a estrecharle la mano. No sabía cómo habría reaccionado si su contacto le hubiera afectado de una manera similar a su mirada. Podría haber hecho algo realmente vergonzoso y espantoso, como estremecerse de manera reveladora, o temblar y cerrar los ojos.

Por fortuna, no se había visto sometida a esa prueba.

Así que todo estaba bien -estupendamente bien-en su mundo.

No podía dejar de sonreír ampliamente. Se permitió el gusto de dar un pequeño saltito, una expresión de puro entusiasmo, antes de que aparecieran ante su vista las primeras casas del pueblo, que bordeaban la carretera que atravesaba de norte a sur el centro del Colyton.

No era un pueblo grande, pero era el hogar de sus antepasados, y eso ya decía mucho en su favor. Para ella tenía el tamaño correcto. Y se quedaría allí con sus hermanos. Al menos hasta que encontraran el tesoro.

Era lunes y estaba atardeciendo y, salvo ella misma, la carretera estaba desierta. Miró a su alrededor mientras caminaba hacia la posada, observando que había una herrería un poco más adelante, a la izquierda, y que algo más allá había un cementerio al lado de una iglesia, justo en el borde de la cordillera que constituía el límite occidental del pueblo. Un poco antes de la iglesia, el camino bordeaba un estanque de patos. Justo enfrente, se encontraba la posada Red Bells en todo su decadente esplendor.

Al llegar a un cruce de caminos, se detuvo para estudiar su nuevo lugar de trabajo. Exceptuando las contraventanas, que necesitaban una buena mano de pintura, el resto de la fachada delantera era aceptable, al menos por el momento. Había algunas mesas y bancos en el exterior, cubiertos por un montón de maleza, pero que aun así podrían ser útiles. También había tres jardineras vacías, algo que se podría rectificar con facilidad, y que quedarían muy bien en cuanto se les aplicara una capa de pintura. Había que limpiar los cristales de las ventanas y barrer el porche pero, por lo demás, la parte delantera podía pasar.

Observó las ventanas del ático. Al menos aquellas habitaciones tenían un montón de luz, o la tendrían en cuanto se limpiaran las ventanas. Se preguntó en qué condiciones se encontrarían el resto de las habitaciones, en especial las habitaciones de huéspedes que estaban en el primer piso.

Desplazó la mirada por el camino que se extendía ante ella, barriendo con la vista las pequeñas casas de campo que se encontraban enfrente hasta la casa de mayor tamaño, al final del sendero, la primera si uno entraba en el pueblo desde el norte.

Sospechaba que esa casa era Colyton Manor, la casa solariega de su familia. Su bisabuelo había sido el último Colyton que residió allí, hacía ya muchos años. Dudaba que quedara nadie con vida que pudiera recordarlo.