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Tras un momento, sacudió la cabeza para librarse de esos tristes pensamientos y volvió a mirar la posada. Esbozó una sonrisa. Había llegado el momento de aliviar la preocupación de sus hermanos. Con una sonrisa más amplia y radiante, se dirigió a la puerta de la posada.

Estaban en la misma esquina donde ella los había dejado, con los baúles y las maletas amontonados cerca de ellos. No tuvo que decirles nada. Con sólo una mirada a su cara, las gemelas, de pelo rubio y angelicales ojos azules, comenzaron a soltar gritos de alegría impropios de una dama antes de correr hacia ella para rodearla con sus brazos.

– ¡Lo has conseguido! ¡Lo has conseguido! -Corearon al unísono, sin dejar de revolotear a su alrededor.

– Sí, pero ahora estaros calladitas. -Las abrazó brevemente y las soltó para acercarse a sus otros dos hermanos. Buscó los ojos azules de Issy con una expresión de sereno triunfo; luego, con una sonrisa más profunda, miró a Henry, que permanecía serio y taciturno.

– ¿Qué Tal ha ido todo? -preguntó él.

Henry tenía quince años que parecían cuarenta, y sentía el peso de cada uno de ellos. Aunque era más alto que Em, y también más alto que Issy, tenía el mismo color de pelo que su hermana mayor, aunque sus ojos eran dorados, no de color avellana como los de ella. Y sus facciones eran más fuertes que los delicados rasgos de sus hermanas.

Emily no necesitaba que él se lo dijera para saber que su hermano había estado preocupado porque alguien en Grange hubiera intentado aprovecharse de ella.

– Ha sido todo muy civilizado. -Ella sonrió de manera tranquilizadora mientras dejaba el bolsito en la mesa alrededor de la cual se habían reunido-. No había de qué preocuparse. Resulta que el señor Tallent, el hijo, no el padre, es quien se encuentra ahora a cargo de la posada. Y debo decir que el señor Jonas Tallent se comportó como un perfecto caballero. -En vista de que la noticia no había aliviado la preocupación de Henry, sino todo lo contrario, añadió suavemente-: No es joven. Diría que tiene algo más de treinta años.

Lo más exacto sería decir que rondaba la treintena, pero sólo con mencionar esa cifra, que para Henry de quince años era una edad inimaginable, logró hacer desaparecer la preocupación de su hermano.

Esperaba que para cuando conociera a Jonas Tallent, Henry se hubiera dado cuenta de que su patrón no planteaba ningún tipo de amenaza ni para ella ni para Issy. Y que, en realidad, Jonas Tallent no tenía nada que ver con los amigos de su tío.

Dejando a un lado el efecto que aquel hombre tenía sobre ella, algo de lo que él no tenía la culpa, dado que era producto de una sensibilidad sin precedentes por su parte, estaba totalmente segura de que

Jonas Tallent era el tipo de caballero que se regía por las reglas sociales y que, en lo que a las damas concernía, las seguía a rajatabla. Había algo en el, a pesar de lo nerviosa que había estado durante toda la entrevista, que la había hecho sentir completamente a salvo…, como si él fuera a protegerla de cualquier daño o amenaza.

Puede que le resultara un poco desconcertante, pero aun así lo consideraba un hombre honorable.

Sacó la nota doblada de Tallent del bolsito y la blandió para atraer la atención de sus hermanos.

– Tengo que entregarle esto al encargado de la taberna. Se llama Edgar Hills. La otra persona que trabaja en la posada aparte de él es el mozo de cuadra, John Ostler. Ahora… -Lanzó una mirada penetrante a las gemelas-espero que os comportéis bien mientras arreglo las cosas.

Las gemelas se sentaron obedientemente en un banco al lado de Issy que le lanzó una sonrisa irónica. Henry se sentó también en silencio y observó cómo, con el bolso en la mano, Em se dirigía al mostrador del bar,

Edgar Hills levantó la mirada cuando ella se acercó, con una leve expresión de curiosidad en la cara. Había oído las exclamaciones y los gritos de alegría de las gemelas, pero no había podido escuchar nada más. La saludó cortésmente con la cabeza cuando ella se detuvo ante la barra.

– Señorita.

Em sonrió.

– Soy la señorita Beauregard. -Le tendió el mensaje de Tallent por encima de la barra-. Estoy aquí para hacerme cargo de la posada.

Em no se sorprendió demasiado cuando él recibió las noticias con una mezcla de alegría y alivio. A su manera, suave y tranquila, le dio la bienvenida a ella y a sus hermanos a la posada, sonriendo ante el entusiasmo de las gemelas. Luego les enseñó el edificio antes de ofrecerse a subir los baúles y las maletas al ático.

Las siguientes horas estuvieron cargadas de alegría y buen humor, un final, a fin de cuentas, mucho más radiante y feliz de lo que Em jamás habría soñado. Las habitaciones del ático eran perfectas para sus hermanos. Issy Henry y las gemelas se las repartieron de manera equitativa y con una sorprendente buena disposición. Parecía el lugar ideal para todos.

En medio del aturdimiento general, Em se encontró instalada en unas habitaciones privadas. Edgar la condujo con timidez hasta una puerta estrecha en lo alto de las escaleras que partían de una de las salitas privadas hasta el primer piso. A la izquierda del rellano, había un amplio pasillo que recorría toda la longitud, de la posada con habitaciones para huéspedes a ambos lados, con vistas a la parte delantera y trasera de la edificación. La puerta que Edgar abrió se encontraba a la derecha, al fondo del pasillo. Eran los dominios del posadero, una amplia salita que conducía a un dormitorio de buen tamaño, con un cuarto de baño y un vestidor al fondo. Esta última estancia estaba conectada por medio de una escalera muy estrecha al pasillo que conducía a la cocina.

Después de enseñarle todas las habitaciones, Edgar murmuró que iba a buscar el equipaje y la dejó. Sola.

Em estaba sola, totalmente sola, algo que no solía ocurrir muy a menudo y, a pesar del profundo amor que sentía por sus hermanos, saboreaba esos momentos de soledad cada vez que surgían. Se acercó a la ventana de la salita y miró afuera.

La ventana daba a la parte delantera de la posada. Al otro lado de la carretera, las sombras púrpuras cubrían el campo. Más allá, en lo alto de la colina, la iglesia se recortaba contra el cielo todavía iluminado por el sol.

Em abrió la ventana de bisagras y aspiró el aire fresco y vigorizante con olor a pastos verdes y cultivos. La brisa de la noche trajo hasta ella el graznido seco y distante de un pato y el profundo croar de una rana

Issy ya se había hecho cargo de la cocina. Era ella quien cocinaba en la casa de su tío. Era mucho mejor cocinera que Em, y disfrutaba de los retos que suponía la preparación de un nuevo plato. En contra de lo que Emily esperaba, Issy le informó de que tanto el almacén como las despensas de la posada contenían algunos víveres, y que disponía de una variada colección de ingredientes para cocinar. En ese momento su hermana se encontraba en la cocina, preparando la cena.

Apoyando la cadera en el ancho alféizar, Em se reclinó contra el marco de la ventana. Tenía que encargarse de reabastecer por completo las despensas de la posada, pero sería al día siguiente cuando averiguaría dónde conseguir los suministros.

Edgar no residía allí, sino que se desplazaba todos los días desde la granja de su hermano en las afueras del pueblo. Le había preguntado sobre sus tareas; además de ayudarla en todo lo que pudiera, se mostraba encantado de continuar atendiendo el bar de la posada. Habían llegado fácilmente a un acuerdo. Ella se encargaría de los suministros, la organización y todo lo relacionado con el alojamiento y el servicio de comedor, mientras que el se haría cargo del bar y de reponer los licores, aunque sería ella quien se encargaría de conseguirlos.

Em le había pedido a Edgar que le presentara a John Ostler, que vivía en una habitación encima de los establos. Las cuadras estaban limpias; era evidente que allí no se había alojado ningún caballo durante mucho tiempo. John vivía para los caballos. Era un hombre tímido y reservado que parecía rondar la treintena. Debido a la escasez de huéspedes equinos en la posada, se había dedicado a echar una mano con los caballos en Colyton Manor.