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– Significa lo que tú quieras que signifique -indicó Amanda.

Los ojos se les llenaron de lágrimas a las dos.

– Tengo que irme -dijo Darcy.

– Tienes que irte -corroboró Amanda.

– He de hablar con él -recogió sus cosas.

He de encontrar a Kel y decirle lo que siento.

– ¿Y qué sientes? -preguntó Amanda mientras Darcy salía.

– Estoy enamorada -rió a través de las lágrimas-. ¿Estoy loca? -se encogió de hombros-. Sí. Pero no me importa.

Al llegar a la recepción, tecleó el registro de Kel y apuntó su dirección y número de teléfono.

– Darcy, ¿dónde nos vamos a reunir? ¿Tienes los presupuestos para que los repase antes de la reunión?

Darcy alzó la vista y vio a su padre acercándose. Sam Scott exhibía esa expresión impaciente que por lo general terminaba con él ofreciéndole un discurso severo sobre las prácticas empresariales correctas.

– Se van a reunir en la Sala Pacífico -dijo-. Yo no podré asistir, pero Amanda te dará una copia del presupuesto. Está en mi despacho.

– ¿Adónde vas? No puedes dejarme con esto.

Darcy rodeó la recepción y abrazó a su padre. Rara vez lo hacían, pero no pudo contenerse. Se sentía en las nubes.

– Papá, quiero un puesto en la junta. Y quiero que me prometas que me nombrarás vicepresidente en los próximos cinco años. Y si no aceptas, dimitiré -él abrió la boca para replicar, pero ella movió la cabeza-. Sabes que soy buena en esto, y serías un tonto en dejarme ir. Y sé que no lo eres. No vas a encontrar a nadie más leal o entregado que yo. Así que te sugiero que asientas y aceptes darme lo que quiero.

– No te irías -dijo Sam.

Darcy sonrió.

– Ponme a prueba -acarició la mejilla de su padre-. Dedícale uno o dos días a pensártelo. Ahora he de ir a hacer las maletas.

– ¿Adónde vas?

– A San Francisco.

– ¿Cuándo volverás?

– No lo sé -fue hacia el ascensor-. ¿Mañana? ¿La semana próxima? -apretó el botón, y cuando las puertas no se abrieron, volvió a apretarlo. Miró el reloj y calculó el tiempo que tardaría en ir a la ciudad.

– ¿Darcy?

Al principio pensó que había imaginado su voz, que su entusiasmo le jugaba una mala pasada. Pero entonces él volvió a hablar. Se paralizó, conteniendo un torbellino de emociones.

– Darcy, por favor, mírame.

Lentamente se volvió y descubrió a Kel a unos pasos de distancia, con las maletas a los lados. El corazón le dio un vuelco y sintió las rodillas flojas.

– Has vuelto -murmuró.

Kel asintió.

– No podía irme. Llegué a la ciudad y di la vuelta. Aun no hemos terminado, Darcy. No sé qué viene ahora, pero tiene que haber algo.

– Lo hay -acordó ella-. Ahora lo sé.

– ¿Sí?

Sacó las tiras de papel del bolsillo y se las pasó.

– ¿Qué son? -preguntó mientras las abría.

– Estaban en el interior de las mitades de nuestros corazones de Dulce Pecado. ¿Recuerdas? Ella también te dio una mitad. Encajan.

Él frunció el ceño.

– ¿Y? ¿Qué significa? ¿Ganamos un premio?

– ¿No lo ves? -exclamó ella-. Esto lo explica todo. Se supone que debemos estar juntos. El destino conspira contra nosotros. O a nuestro favor. Es por eso que no pude olvidarte después de aquella noche en San Francisco y la razón de que nos encontráramos en la tienda de chocolates. Y ahora mira esto. Tenemos mensajes iguales. Es una señal.

– ¿Y ahora crees que podemos tener un futuro, por un mensaje tonto que has encontrado dentro de un envoltorio de chocolate?

– Sí. Es el destino -¿por qué no podía entenderlo? Era como si de repente obtuviera permiso para sentir lo que sentía.

– ¿Crees en el destino pero no crees en mí? -Kel maldijo en voz baja-. Dios, siento que me estoy volviendo loco. Darcy, he vuelto porque quiero estar contigo. Estoy enamorado de ti. Y no tiene nada que ver con el chocolate.

El sonido de las palabras, el simple reconocimiento de lo que sentía, le renovó las lágrimas. La amaba.

– Creo en ti. En nosotros. Iba a decirte eso. Iba a ir a San Francisco. Y yo también me he enamorado de ti, Kel.

Una sonrisa lenta suavizó la expresión de él, que se llenó de afecto.

– ¿Te has enamorado de mí?

– Sí -le rodeó la cintura con los brazos.

– Albergaba la esperanza de que las cosas se desarrollaran de esta manera -susurro él.

– ¿Y eso? -inquirió mientras le besaba el cuello.

– He comprado una casa en Crystal Lake.

Darcy se echó para atrás, aturdida por la confesión.

– ¿Cuándo?

– Aceptaron mi oferta ayer. Te encantará. Está justo al lado del agua y es enorme, con una caseta para botes y un mirador victoriano y una terraza que da al lago. Te encantará.

Darcy lo miró fijamente.

– ¿Se encuentra en West Blueberry Lane?-preguntó.

– ¿Cómo lo has sabido?

Otra señal, aunque no necesitaba ninguna.

– Me encantaré -corroboró-. Pero ¿cómo vas a vivir allí si te vas a trasladar a Atlanta?

– No me voy a Atlanta, Darcy. Estoy listo para iniciar el resto de mi vida y voy a hacerlo aquí, contigo. Y no me importa lo que haga falta… le demostraremos a tu padre que puedes dirigir sus hoteles y amarme al mismo tiempo.

– Le di un ultimátum -explicó-. O mañana tengo un puesto en la junta o estaré sin trabajo. Quizá eso no esté tan mal. Podría tomarme un tiempo libre para dedicar cada momento a complacerte.

Kel rió entre dientes.

– Te conozco, Darcy. No eres el tipo de mujer que podría dedicar sus días a cuidar de mis necesidades. Quizá yo debería ocuparme de ti. Podría estar a cargo del departamento de placer -miró alrededor del vestíbulo-. ¿Mi suite sigue disponible?

Darcy miró por encima del hombro y vio que Amanda, Olivia y su padre los miraban desde la recepción.

– La camarera la está limpiando ahora. Pero yo tengo una cama bonita y cómoda en mi suite, con caras sábanas francesas que son maravillosas sobre la piel desnuda.

La tomó de la mano y se la llevó por el vestíbulo. Ambos estaban desesperados por hallarse a solas. Ya pesar de que jamás se había considerado una romántica.

– ¿Quién habría pensado que el chocolate podría hacerme cambiar de parecer acerca del romance? -comentó ella.

– Creo que deberíamos tener un suministro constante de chocolate para que esta sensación no acabe nunca -comentó él.

– Jamás acabará -musitó Darcy-. Duró cinco años sin vernos. Si estarnos juntos, durará una vida entera.

Epílogo

Un papel marrón cubría los escaparates de Dulce Pecado, suavizando la luz del sol del mediodía. Dentro, los expositores de cristal, por lo general llenos de exquisiteces de chocolate, se hallaban vacíos.

Ellie Fairbanks se encontraba detrás del mostrador, guardando los rollos de papel de la caja registradora. Había cajas apiladas contra una pared. En una o dos horas, los transportistas llegarían para cargar todo en su camión.

– Realmente me encantaba esta tienda -murmuró-. Hay ocasiones en las que pienso que deberíamos permanecer un tiempo en un lugar.

Su marido se situó detrás de ella y le rodeó la cintura con los brazos. Le dio un beso suave en la mejilla.

– Siempre te pones un poco sentimental cuando cerramos una tienda. Pero sabes que en cuanto encontremos otro lugar, vas a volver a entusiasmarte.

Ellie giró en sus brazos y miró el rostro atractivo de Marcus. Mientras estuviera con ella, no importaba donde vivieran o qué hicieran. Él era su hogar, su razón para vivir.

– Es posible.

– Hasta que nos establezcamos en otro sitio, tendré que mantenerte entusiasmada de otra forma -le acarició el cabello.

Le dio un beso profundo en la boca y un deseo cálido invadió el cuerpo de Ellie, distrayéndola de su melancolía.