– ¿Qu… qué? -la palabra salió como un graznido nervioso-. Oh, claro. Bailar. No. Quiero decir, lo siento -con rapidez se apartó, pero por un momento él no se movió. Aún tenía la vista clavada en su cara y una pequeña arruga se manifestó en la frente bronceada. Durante un instante, vio un destello de reconocimiento en esos ojos, pero al instante desapareció.
Se ruborizó. ¿La recordaría entre todas las chicas con las que se había acostado?
Había visto a un desconocido atractivo bebiendo una cerveza en su bar de Penrose, el hotel de San Francisco de su padre. Acababa de aterrizar desde San Diego para una reunión de la junta, y después de un día tenso, buscaba un modo de relajarse. Una copa de champán había llevado a otra, y antes de darse cuenta, subían en el ascensor a la habitación de él, incapaz de dejar de tocarse.
No se habían molestado con presentaciones ni hablado de por qué se hallaban solos en un bar. No pareció importar en su momento. Lo único que importaba era quitarse la ropa y lanzarse a los brazos del otro.
En cuanto lo consiguieron, el resto de la noche había pasado como en una nebulosa de órdenes desesperadas y sensaciones eléctricas. Al principio él le había explorado el cuerpo de forma tan minuciosa, que Darcy había pensado que se volvería loca cuando finalmente la penetró. Y entonces se había fragmentado con una intensidad que nunca antes había sentido… ni después.
Incluso en ese momento, pasado tanto tiempo, podía recordar cada instante, el peso de su cuerpo, la calidez de su boca, el sonido entrecortado de su voz al estallar dentro de ella.
Sintió los dedos de él en su brazo y parpadeó.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó él, mirándola.
– Sí -murmuró-. Por supuesto -dio otro paso a un lado y un momento mas tarde, él se había marchado. Igual que aquella mañana en que había despertado encontrándose sola en su habitación del hotel.
Al oír el sonido de la campanilla, soltó el aliento contenido. Amanda corrió a su lado y la tomó del brazo.
– ¿Sabes quién era ese hombre?
– Sí, lo sé -repuso aturdida-. Kel Martin.
Amanda pareció desconcertada.
– No sabía que seguías a los Giants.
– Todo el mundo sabe quién es Kel Martin -repuso Darcy. Siempre estaba en las noticias, si no por su magnífico juego, sí por su llamativa vida amorosa. Aunque le costaba admitirlo, cada vez que aparecía en un diario o en una revista, hojeaba el artículo en busca de detalles y para estudiar la foto y catalogar una vez más cada una de sus atractivas facciones. Era un desconocido, pero todavía sentía como si fueran amantes, vívido el recuerdo de la noche que pasaron juntos.
– Te tocó -dijo Amanda.
Darcy bajó la vista a su antebrazo. El hormigueo parecía haberse extendido a sus dedos y a sus pies.
– ¿Lo hizo?
– Es muy atractivo -comentó Ellie Fairbanks-. ¿Os conocíais de antes?
Darcy movió la cabeza.
– ¿Por qué dices eso?
La mujer se encogió de hombros.
– Fue como si hubiera una… conexión entre vosotros… Bueno, tengo listas tus muestras. Pero debes probar algunos de nuestros otros chocolates. Lo que te tiente corre por mi cuenta.
– Aceptaré parte del romance que ofrecías -dijo Amanda-. ¿Y tú, Darcy? ¿Estás con ganas de amor?
– Creo que me quedaré con las trufas.
Ellie fue a uno de los expositores y Amanda la siguió. Mientras hablaban de los méritos de los distintos sabores, Darcy trató de calmar sus nervios. ¿Qué hacía Kel Martin en Austell? ¿De vacaciones o de paso? Esperó que no planeara quedarse en el Delaford.
Amanda regresó junto a ella con un par de trufas en la palma de una mano. Le ofreció una y, sin pensárselo, Darcy se la llevó a la boca. El chocolate cremoso se derritió al instante, con un toque de frambuesa en su centro. De sus labios escapó un gemido leve. Si había algo que podía hacerle olvidar el reencuentro con el pasado, no cabía duda de que eran las trufas. Pero haría falta más que una.
– Quiero un cuarto de las de frambuesa y otro cuarto de moca -murmuró-. Y añade cinco de esas tortugas de chocolate negro. Luego añade lo que a ti te apetezca y abriremos una cuenta.
Siempre había sabido que existía la posibilidad de que se encontrara otra vez con él, e incluso había fantaseado acerca de cómo sería. Pero una vez que había sucedido, maldijo la decisión de prescindir del postre en el restaurante.
Ellie charló con ella mientras introducía los chocolates en una bonita bolsa roja. Su marido, Marcus, apareció desde el cuarto de atrás con otra caja llena con almendras de chocolate en las que se veía la «D» del logo del Delaford.
– Antes de que os marchéis, he de daros una cosa más -Ellie sonrió con picardía y luego extendió otra cesta llena con corazones rosados-. Elegid uno.
Darcy extrajo uno de la cesta y Amanda la imitó.
– Dentro hay un mensaje -explicó Ellie-. La que encuentre el mensaje equivalente antes de San Valentín, ganará una cena con su caballero en el Winery, del Delaford. Hay más de cien corazones de chocolate -rió-. Conocéis el Delaford, ¿verdad?
Darcy le dio vueltas al corazón en la mano.
– ¿Y si nadie encuentra a su pareja? ¿Qué posibilidades hay de encontrar a un completo desconocido con el mismo mensaje?
– Todos los amantes son desconocidos al principio, ¿no? -repuso Ellie.
Darcy se guardó el corazón en el bolso.
– Ojalá tuviera tiempo para un romance -murmuró, girando hacia la puerta.
– Eh, yo lo intentaré -dijo Amanda al llegar a la puerta-. No quiero pasar otro San Valentín sentada en casa delante del televisor, tratando de convencerme de que soy más feliz sin un hombre.
Kel Martin estaba sentado del otro lado de la calle de Dulce Pecado y miraba a través de la ventanilla de su Mercedes descapotable cuando las dos mujeres salieron de la tienda.
Clavó la vista en la morena esbelta y se bajó las gafas para poder verla mejor. En cuanto desapareció alrededor de la esquina, con gesto distraído sacó un chocolate de la caja que tenía en el asiento de al lado y se lo llevó a la boca.
Nada más mirar a Darcy a los ojos había tenido la certeza de que era ella. Y en cuanto habló, las pocas dudas que pudo haber albergado se desvanecieron. Esa voz, tan suave y cautivadora, era imposible de olvidar.
Sus pensamientos rememoraron aquella noche, las experiencias nuevas y excitantes, que habían compartido. Había tenido muchas aventuras de una noche, pero aquella había sido diferente. Era como si su anonimato hubiera derribado todos los muros entre ellos, desterrando las inhibiciones.
Los dos se habían sentido completamente libres para probar los límites de su deseo.
– Darcy -musitó.
Jamás le había pedido que le dijera su apellido, ni se había molestado con un teléfono o una dirección antes de marcharse.
En aquel momento, estúpidamente había creído que habría otras como ella, mujeres que pudieran llegar hasta su alma y tomar control de su cuerpo como lo había hecho ella.
Sólo después se había dado cuenta de lo que habían compartido: puro placer y una conexión casi mística de sus cuerpos y mentes.
Había dedicado los cinco años a tratar de encontrarla, llegando a la conclusión de que había sido un momento perdido en el tiempo. Se pasó la mano por el pelo y emitió un gemido suave. Apenas habían hablado aquella noche y, sin embargo, cada minuto pasado juntos había quedado marcado de forma indeleble en su cerebro.
Tantos años atrás… A primera vista, Darcy había parecido inabordable. El bar había estado casi vacío y al principio ella no había notado su presencia.
Y cuando él había captado su atención, no había visto que lo reconociera.
En aquel momento, lo único que Kel había querido era mantener una conversación normal con una mujer… nada de béisbol, ni sonrisas de plástico ni caricias casuales. Había querido algo sencillo y relajado. Jamás había imaginado los placeres que había terminado experimentando con ella.