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Jeremías había nacido en torno al año 650 a.n.e. [7] y había muerto en algún momento indeterminado tras la conquista de Jerusalén por Babilonia, hacia el 586 a.n.e. Desde el principio rompió con el esquema tradicional del oráculo profetice, prefiriendo el poema de marcado acento derrotista y agorero. Aunque en los inicios de su carrera gozó de la protección del rey Josías de Judá, tras la muerte de este monarca en el 609 a.n.e. cayó en desgracia, siendo considerado traidor por anunciar la victoria de Babilonia sobre Judá y Jerusalén y prohibiéndosele hablar en público. Por supuesto, como incumplió repetidamente la prohibición, fue arrestado varias veces y, por fin, lanzado a una cisterna llena de lodo.

Encontré abundante material sobre el Libro de Jeremías en las enciclopedias que había por casa, pero era todo demasiado teológico y escolástico, muy poco comprensible para una neófita como yo. Nada de lo que leí despertó mi atención y la verdad es que me resultó terriblemente difícil mantenerme despierta a esas horas de la noche con semejantes lecturas. Estaba a punto de desistir y marcharme a la cama, cuando, de repente, vino a mi memoria un viejo libro de esos que siempre aparecen cuando buscas cualquier otro, que no recuerdas haber comprado y que jamás abres ni siquiera por curiosidad. No es que tuviera mucho que ver con lo que yo perseguía, pero hablaba de la Biblia y, a esas horas, ya no podía pensar con demasiada claridad. El libro se titulaba Los mensajes del Antiguo Testamento y era de un escritor desconocido que se empeñaba en demostrar que las alegorías, metáforas, parábolas y proverbios del Antiguo Testamento contenían, en realidad, el anuncio del final del mundo y el advenimiento de una nueva civilización. Al hojear distraídamente el índice de contenidos, mis ojos cansados tropezaron, por fin, con algo que me quitó el sueño de golpe: el capítulo cuarto se titulaba «Atbash, el código secreto de Jeremías». Pasé las hojas con rapidez hasta llegar al principio de dicho capítulo y comencé a leer con verdadera fruición. El código secreto más antiguo del que se tenía noticia en la historia de la humanidad, decía el libro, era el llamado código Atbash, utilizado por primera vez por el profeta Jeremías para disfrazar el significado de sus textos. Jeremías, asustado por las represalias que los poderosos miembros de la corte y el propio rey pudieran tomar contra él por vaticinar la derrota frente a Babilonia, encriptó el nombre de este reino enemigo a la hora de escribir, para lo cual utilizó una simple sustitución basada en el alfabeto hebreo, de modo que la primera letra del alfabeto, Aleph, era sustituida por la última, Tav; la segunda, Beth, por la penúltima, Shin, y así sucesivamente. El nombre de este primer código, Atbash, de más de dos mil quinientos años de antigüedad, venía dado, por lo tanto, por su propio sistema de funcionamiento: «Aleph a Tav, Beth a Shin», es decir, Atbsh. Así pues, Jeremías, tanto en el versículo 26 del capítulo 25, como en el versículo 41 del capítulo 51 de su libro, había escrito «Sheshach» en lugar de Babilonia. Por supuesto, ataqué la Biblia familiar en busca de esos dos versículos para comprobar si era cierto lo que decía el pequeño y folletinesco libríto y, en efecto, lo era, allí estaban las pruebas. A pesar de la hora y del cansancio, me sentía activa y despierta como si fuera mediodía. Inmediatamente confeccioné un alfabeto hebreo que podía plegarse por la mitad de modo que resultara fácil efectuar la sustitución de unas letras por otras. Cogí el mensaje de la cartela del cuadro de Koch, le apliqué el código Atbash para desencriptarlo y lo copié al final de un texto explicativo que envié a Roi por correo electrónico. Luego destruí todo el material que había impreso (era una norma del Grupo) y me fui a la cama. Creo que las dos horas que dormí aquella noche fueron las dos horas que mejor he dormido en toda mi vida. No tenía ni idea de si se podría traducir el mensaje que había remitido a Roi para que lo hiciera llegar a su amigo Uri Zev, pero, incluso aunque no se pudiera, había trabajado tan duro y con tanta pasión que me sentía profundamente satisfecha de mí misma.

La información recopilada por Láufer durante aquellos días resultó todavía más sorprendente de lo que ninguno de nosotros hubiera podido esperar. Desde sitios tan dispersos como Ucrania, Inglaterra, Berlín e Israel, desde entidades como la Universidad de Toronto en Canadá, el diario El Universal de México, el museo Pushkin de Moscú, el Polemiko Mousio de Atenas, el Instituto Chileno-Francés de Cultura, y desde ficheros clasificados de la policía israelí, del FBI, de la vieja Stasi de la desaparecida República Democrática Alemana o del reconvertido KGB, la documentación fue llegando hasta nuestros ordenadores trazando una imagen real y estremecedora de aquellos que, hasta ese momento, no habían sido otra cosa que quiméricos personajes en una historia llena de enredos.

Fritz Sauckel, uno de los miembros más brutales de la vieja guardia nazi, diputado del Reichstag y general de las temibles SA, ejerció durante la guerra como gobernador general y gauleiter de Turingia. Ministro plenipotenciario del Reich para la mano de obra, reclutó cinco millones de obreros forzados, de ostarbeiter, en los territorios ocupados, la mayoría de los cuales trabajaron sin descanso hasta la muerte. Según Jacques Bernard Herzog, uno de los procuradores generales ante el Tribunal Militar Internacional de Núremberg, «Este antiguo marino mercante, padre de diez hijos, encumbrado a la alta política por la revolución hitleriana, ordenaba alimentar a los trabajadores en función de su rendimiento. Dentro de una mentalidad primitiva como la suya, encontraba justificación a todo reproche: él sólo ejecutaba las órdenes del Führer. Pretendía no haber sabido nada de las atrocidades cometidas en los campos de concentración; le mostré entonces una fotografía que lo presentaba visitando en compañía de Himmler el campo de concentración de Buchenwald, en Weimar, del cual era responsable como gauleiter del territorio. Afirmó estúpidamente que su visita se había limitado a los edificios exteriores del campo, en el que no har bía entrado nunca».

Esa «mentalidad primitiva» a la que Herzog hacía referencia en su discurso de 1949 ante miembros destacados de la Universidad de Chile, respondía, sin embargo, a una inteligencia muy por encima de lo normal, según pudo comprobar durante el proceso el psiquiatra judicial americano Gustave M. Gilbert. Sin embargo, y a pesar de esa inteligencia superdotada, Sauckel, como gauleiter de Turingia, ordenó, sin la menor inquietud, que los restos de los grandes escritores Goethe y Schiller fuesen sacados del mausoleo real de Weimar y trasladados a la cercana ciudad de Jena para ser destruidos en caso de que los americanos entraran en Turingia. Afortunadamente, tal destrucción no se llevó a cabo.

El 1 de julio de 1946, lord Lustice Lawrence, presidente del Tribunal Internacional de Núremberg, daba a conocer la sentencia contra Fritz Sauckel, condenado a morir en la horca por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. El que fuera temible gobernador de Turingia fue ejecutado tres meses después, la madrugada del 16 de octubre.

Diferente fue el destino de su amigo Erich Koch, con el que le unían, al parecer, antiguos lazos de camaradería desde que ambos se habían conocido en Weimar, en 1937, cuando Koch, entonces general de división de las SS, había llegado a la ciudad con el primer grupo de trescientos reclusos para empezar la construcción de los barracones y cuarteles del KZ (Konzentration Lager) Buchenwald.

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[7] a.n.e., antes de nuestra era.