Mi capacidad de sorpresa estaba ya tan alterada que un poco más de emoción no hizo variar el alto nivel de adrenalina que corría por mis venas mientras leía, uno tras otro, los documentos enviados por Láufer (quien, por fortuna, había tenido la delicadeza de pasarlos previamente por el traductor automático de ruso). Sin embargo, todavía quedaban algunos datos interesantes en el expediente personal de Melentiev-Rachkov, celosamente guardado en los viejos ordenadores del KGB; el sorprendente continuum de una vida azarosa, criminal y aventurera. Baste decir que, según las fichas, Rachkov era un agente de refinados gustos y habilidades, que dominaba a la perfección varios idiomas y que era profundamente despiadado con sus semejantes.
Al calor de la perestroika y de la glásnost de Gorbachov, vemos a Rachkov convirtiéndose de la noche a la mañana en un agente corrupto del cada vez más desarticulado KGB. Había abandonado Polonia tras la muerte de Koch en 1986 y, al regresar a Moscú, se encontró con una situación económica y social desoladora. Él y otros agentes se integraron rápidamente en las poderosas mafias rusas que tanto poder adquirieron en tan pocos años. Según el FBI, Rachkov se encumbró a la cima de uno de los grupos más poderosos en poco menos de una década, vendiendo submarinos, helicópteros de combate blindados y misiles tierra-aire a los cárteles rusos y sudamericanos de la droga. Pronto se hizo con el control de varios bancos en los paraísos fiscales del Caribe, a través de los cuales blanqueaba el dinero ilegal de sus actividades criminales, dinero con el que adquirió, asimismo, varios de los clubes nocturnos y casinos más cotizados del sur de Florida, en Estados Unidos, así como varias cadenas de hoteles por todo el mundo. En la actualidad, a sus sesenta y siete años, tras adoptar la personalidad del exquisito coleccionista, honrado hombre de negocios y filántropo de las artes conocido como Vladimir Melentiev, residía plácidamente en un castillo de su propiedad en las inmediaciones de Tbilisi, en la república de Georgia, entre Armenia y Turquía, dejando a cargo de importantes bufetes internacionales la gestión de sus negocios y la dirección de los mismos en manos de su hijo mayor, Nicolás Serguéievich Rachkov.
Tuve que leer varias veces el abultado legajo de papeles que se formó con toda aquella información una vez impresa. Veía los nexos de unión entre las historias y veía también los cabos sueltos y, aunque había cosas que no podían encajar de ninguna manera por falta de algún dato importante, otras ajustaban perfectamente como las piezas de un endemoniado rompecabezas.
Koch y Sauckel, Sauckel y Koch… La guerra mundial, Helmut Hubner, el Mujiks de Krilov, un agente del KGB, la Operación Pedro el Grande… ¿Qué demonios podía significar todo aquello? ¿Qué tipo de cóctel explosivo formaban aquellos ingredientes…? Y, por si algo faltaba, la noche anterior a la reunión del Grupo llegó la traducción hecha por Uri Zev del texto de la cartela del Jeremías que yo había mandado a Roi después de aplicar el código Atbash. De las tres palabras alemanas que Uri Zev había encontrado en el mensaje de Koch al pasar las letras del alfabeto hebreo codificado al alfabeto latino, «Bernsteinzimmer. Gauforum. Weimar», sólo la última tenía sentido para mí… Aunque, por desgracia, las otras dos llegarían también a tenerlo muy pronto.
Aquella noche, mientras repasaba los documentos, tuve claro que algo muy importante, muy grave y muy peligroso se escondía detrás de aquella trama de hilos multicolores. ¿Por qué, si no, Melentiev había contratado al Grupo de Ajedrez precisamente ahora para recuperar el Mujikst En octubre de 1941 la pintura de Krilov había sido robada por los comandos alemanes del Museo Estatal de Leningrado y había ido a parar a Kónigsberg, donde reinaba Erich Koch. El 31 de agosto de 1944, a pocos meses del final de la Segunda Guerra Mundial, con una Alemania prácticamente derrotada, los bombardeos aliados casi destruyeron la ciudad j es de suponer que Koch empezó a pensar en poner a salvo sus tesoros. A principios de 1945, cuando el Ejército Rojo cercaba Kónigsberg, Koch había enviado el cuadro y el resto de sus innumerables riquezas a su amigo Fritz Sauckel, gauleiter de Turingia, quien, más tarde, durante el juicio de Núremberg, había manifestado que aquellas obras de arte habían salido de Weimar en abril de ese mismo año con destino a Suiza. Sin embargo, veinte años después, en 1965, el Mujiks reaparece en el catálogo de la, por aquel entonces, modesta colección particular de Helmut Hubner, un diestro aviador de la Luftwaffe destinado en Kónigsberg en 1944. En esta colección particular permanece hasta que alguien (o sea, yo) se la arrebata en 1998 para entregarla a un antiguo agente del KGB que, camuflado de carcelero, había trabajado veintisiete años en la prisión de Barczewo, donde cumplía condena Erich Koch.
En algún momento de este largo periplo, el propio Koch, o alguna otra persona, pegó el lienzo de Jeremías en la parte posterior del Mujiks, y tuvo que hacerlo después de 1949 (año en que fue pintado), mientras el antiguo gauleiter de la Prusia Oriental permanecía oculto en alguna parte de la zona alemana de ocupación británica, con Sauckel muerto y con Hubner retirado en su casa de Pulheim. Lo cual dejaba bien a las claras que el Mujiks de Krilov no había viajado nunca a Suiza, como dijo Sauckel, sino que, probablemente, jamás había salido de Weimar, la ciudad cuyo nombre aparecía mencionado en el mensaje dejado por Koch en el Jeremías. La cabeza me daba vueltas a estas alturas y sentía una desagradable sensación de vértigo mientras avanzaba a oscuras por el pasillo de casa en dirección a la cocina. Necesitaba tomar algo, cualquier cosa, con tal de despejarme y cambiar de escenario. El aire del despacho estaba caliente y cargado del humo de mis cigarrillos y mis nervios parecían a punto de desparramarse como hojas secas. Encendí la fría luz blanca del neón de la cocina y parpadeé deslumbrada, apoyándome sin notarlo sobre el quicio de la puerta.
No cabía ninguna duda de que lo que Melentiev buscaba era el falso reentelado, el jeremías de Koch y, seguramente, era el mensaje de la cartela lo que más le interesaba. Por alguna razón conocía la existencia del lienzo, que quizá tuviera mucho que ver con la maldita Operación Pedro el Grande (si es que no era directamente la Operación Pedro el Grande) y no parecía haber demasiadas sombras ocultando su propósito: las riquezas robadas por Koch, los tesoros desaparecidos en Weimar a principios de 1945. Era bastante probable que los sucesivos dictadores soviéticos hubieran estado interesados en recuperar lo que los nazis les habían robado, hasta el punto de colocar a un espía cerca de Koch durante tantos años y, sin duda, ésa era la razón por la cual no se había llevado a cabo la pena de muerte: la esperanza final en una confesión que, según dejaba adivinar el desarrollo posterior de los hechos, jamás llegó a producirse. Pero ¿por qué no forzaron a Koch, por qué no le obligaron mediante torturas o cualquier otro medio igualmente expeditivo a declarar el escondite de sus tesoros? Las delicadezas y los buenos modales no eran, precisamente, los métodos más corrientes empleados por los soviéticos para conseguir sus objetivos. ¿Por qué habían sido tan comedidos y tan débiles con Koch?
Mi cuerpo avanzó por sí mismo, sin intervención de mi voluntad, hacia el centro de la cocina. Debía desear algún movimiento, algo que rompiera la agotadora inmovilidad en la que me hallaba sumida desde hacía un buen rato. Desperté ligeramente de mi ensueño, pero no abandoné mis reflexiones mientras abría la portezuela de uno de los armarios y cogía un vaso limpio en el que derramé, inconscientemente, un líquido desconocido que, al primer trago, se reveló como leche fría.