– ¿Has intentado abrirla?
– ¡No, eso te lo dejo a ti!
– ¡La caballerosidad ha muerto!
La puerta, una simple plancha metálica con un par de goznes y un asidero, estaba fuertemente encajada.
– Lo lamento -dije encogiéndome de hombros-, pero esto es cosa de hombres.
Refunfuñando por lo bajo, con una sacudida, la arrastró hacia atrás lo suficiente para franquearnos el paso.
– Usted primero, señora.
– Muy amable.
El corazón me latía con fuerzai ¿Iba a encontrarme de bruces con los tesoros de Koch? Supongo que esperaba una suerte de nave, o almacén, con todas esas riquezas, perfectamente embaladas, formando pilas de cajas hasta el techo, pero con lo que topé nada más meter las narices en el hueco fue con un viejo y sucio despacho en el que pude vislumbrar las lúgubres figuras de unos deslucidos sillones, una mesa de escritorio, un perchero de pie largo -en una esquina- con un chaquetón negro colgado y, en una cavidad de la pared, unos anaqueles de madera que se pandeaban bajo el peso de algunas decenas de libros deteriorados. ¿Qué demonios hacía todo aquello a cincuenta metros bajo tierra?
– ¿Qué hay? -preguntó José a mi espalda. -Si te lo cuento, no te lo vas a creer. Así que compruébalo por ti mismo.
Ayudándose con las dos manos, propinó un zarandeo brusco y seco a la hoja de la puerta y consiguió entreabrirla un poco más, lo suficiente para colarse rápidamente al interior del pequeño aposento. Soltó un prolongado silbido de admira-
ción.
– ¡Caramba, caramba! Esto sí que es una verdadera sorpresa.
Se acercó hasta la mesa, sobre la que descansaba un elegante juego de escritorio enteramente cubierto de polvo y telarañas, y le oí trastear con algo metálico y pesado.
– ¿ Qué haces? -pregunté acercándome.
Sujetaba en las manos una pequeña lamparilla que, por supuesto, no respondía a los violentos apretones que él descargaba sobre el interruptor.
– ¡Si hay una lámpara, debe haber corriente eléctrica! -exclamó, enfadado.
– Sí, pero rompiendo esa clavija no vas a conseguir restablecer el suministro eléctrico. Déjame ver… En alguna parte tiene que estar la llave del generador. Sigamos el cable. ¿Ves? -Le indiqué con el dedo-. Por allí. Él nos llevará al lugar correcto.
El viejo cordón retorcido desaparecía por un agujerito situado sobre una portezuela de madera, junto al perchero, detrás de la cual descubrimos un magnífico aseo con un gran espejo sobre el lavabo y una estupenda bañera con cortina y todo. El hallazgo nos llenó de alborozo, como si pudiéramos quitarnos los trajes y darnos una ducha que nos devolviera la vitalidad. Me resultó muy extraño con templar el reflejo de mi propia cara en el azogue; casi me había olvidado de cómo era yo en realidad. Abrimos los grifos para ver si funcionaban y el agua empezó a correr, sucia al principio, pero cristalina y fría como el hielo después. Encontramos, incluso, una vieja pastilla de jabón rancio abandonada en un rincón; recordé haber leído en alguna ocasión que los nazis fabricaban jabón con la grasa de los judíos y aparté la vista, disgustada. Otra puerta más, entre el lavabo y la bañera, nos condujo hasta el generador de corriente, albergado en una enorme cámara de cemento. Un par de potentes motores Daimler-Benz, montados sobre sendos estribos de mortero y sacados, probablemente, de antiguos camiones alemanes de transporte, servían de alimentadores al viejo generador eléctrico. Al fondo, bidones y latas cubrían la pared enteriza.
– ¿Funcionará? -pregunté preocupada-. Este material tiene casi sesenta años.
José me dio un rápido beso e hizo el gesto de subirse las mangas para ponerse manos a la obra.
– Confía en mí. Las máquinas son lo mío.
– Las máquinas de los juguetes, cariño, pero no los motores de la Segunda Guerra Mundial.
– ¡Mujer incrédula! Alúmbrame con tu frontal.
Dio vueltas y más vueltas alrededor de los motores, metió los brazos -hasta los codos- por diferentes ranuras, comprobó niveles, limpió cuidadosamente bujías, chicles y bobinas, y, por fin, intentó ponerlos en marcha. Se oyó un clic muy leve, una rotación ahogada y… ya está. No pasó nada más. -¿Qué ocurre?
– No tengo ni idea -rezongó, y se abismó de nuevo en el más profundo estudio de la situación.
Durante una media hora eterna, le fui iluminando girando la cabeza conforme a sus rudos movimientos de una parte a otra de las máquinas. Al final, estaba incluso mareada y, como él no hablaba, también aburrida como una ostra.
– ¿Ya sabes lo que ocurre, José?
– ¡No, maldita sea! ¡No lo sé! Está todo perfectamente conservado. He limpiado desde el carburador hasta la última tuerca. No parece haber ningún fallo. ¡Y, sin embargo, no funciona!
Me rasqué la nuca con suavidad y dije (por decir algo):
– ¿No será que no tienen gasolina…?
Un par de ojos enfurecidos chocaron con los míos, perfectamente inocentes, mientras su foco halógeno se enfrentaba al de mi cabeza.
– ¿Qué has dicho?
– ¡Nada, nada! ¡No he dicho nada!
– ¡Gasolina! ¡Pues claro! -Desenroscó la tapa de los depósitos y los zarandeó, aplicando la oreja-. ¡Vacíos! ¡Ven aquí, mi amor! ¡Eres un genio!
– Sabía que terminarías por darte cuenta.
– Ayúdame a traer la gasolina, anda. Tú coges los jerrycans y me los vas dando, ¿vale?
– ¿Los qué?
– Los jerrycans, esos bidones metálicos que hay contra la pared.
– ¡Ah, los bidones!
– Se llaman jerrycans. Fueron inventados por los alemanes durante la guerra. El nombre se lo dieron los ingleses, que llamaban jemes a los alemanes. Son fantásticos. De hecho, se siguen utilizando hoy en día. Son estancos y el tapón, al darle la vuelta, sirve de embudo.
Destapó el primer jerrycan, y tal como había dicho, utilizó la tapa a modo de embudo para verter la gasolina en el primer tanque. El intenso olor del combustible se extendió a nuestro alrededor como el aroma del incienso en una iglesia. Resultaba asombroso que aquel líquido azulado hubiera resistido el paso del tiempo, pero José me informó que, en los jerrycans, la gasolina no sólo no se evapora, sino que mantiene todas sus propiedades volátiles e inflamables. Por fin, con los depósitos llenos, intentó de nuevo poner en marcha los motores; saltaron las chispas en los electrodos de las bujías y, tras varias sacudidas, algunas convulsiones y bastantes carraspeos, se escuchó, por fin, el rugido vigoroso de los Daimler-Benz produciendo energía mecánica en abundancia. El generador suspiró como un viejo tísico y, luego, cogiendo impulso, se lanzó al trabajo con fanático entusiasmo: las luces del techo se encendieron de golpe, cegando nuestros ojos acostumbrados a la penumbra y convirtiendo aquel agujero de cemento en una brillante calle nocturna de Las Vegas.
– ¡Uf! ¡No veo nada! -exclamé, cubriéndome la cara con las manos-. ¡No volveré a ver nada nunca!
– Eso sin exagerar, por supuesto -se burló José, estrechándome contra él y rodeándome la cabeza con sus brazos.
– Por supuesto. ¿Acaso exagero yo alguna vez? -murmuré por un huequecito. Poco a poco, muy lentamente, fuimos adaptándonos a la luminosidad y acabamos apagando nuestros frontales y contemplando con sorpresa todo cuanto nos rodeaba, como si fuera un lugar nuevo al que acabáramos de llegar. Retrocedimos sobre nuestros pasos y volvimos a pasar por el maravilloso cuarto de baño que ahora, sin embargo, a la luz de las bombillas, aparecía tan mugriento y roñoso como los aseos de una antigua estación de autobuses. José se me adelantó y encendió todas las lámparas del despacho antes de que yo entrara en él.
– ¿Qué te parece? -me preguntó, girando sobre sí mismo para abarcar todo el espacio con su brazo extendido. Manchas de humedad ennegrecían las desnudas paredes de yeso desconchado.