– Puede ser… Volveremos a intentarlo más ' tarde.
Comimos sin dejar de gastar bromas acerca de nuestra estúpida situación. Según José, jamás conseguiríamos salir de aquel laberinto y terminaríamos por crear una raza de humanos acostumbrados a vivir bajo tierra. Cuando dentro de mil o dos mil años los de arriba descubrieran nuestras ciudades, oirían hablar de los primeros Adán y Eva que, en realidad, en la mitología subterránea, se llamarían José y Ana.
– Hay algo a lo que le estoy dando vueltas desde hace tiempo… -apunté cuando terminó de decir tonterías-. Si es cierto que las obras de arte traídas desde Kónigsberg (Salón de Ámbar incluido) están por aquí, escondidas en estos túneles, ¿cómo consiguieron meterlas a través de las bocas de alcantarilla? Algunas galerías son enormes, es verdad, pero las entradas, incluso esa puerta de ahí, son muy pequeñas.
– Yo no lo veo tan complicado. Seguramente, esta estructura empezó a construirse al principio de la guerra. Recuerda que Koch capitaneaba los primeros destacamentos de trabajadores forzados que llegaron a Weimar para levantar Buchenwald y que fue entonces cuando comenzó su amistad con Sauckel. Con toda probabilidad, cuando los nazis emprendieron el saqueo de Rusia en 1941, Koch y Sauckel organizaron este increíble tinglado. Pongo la mano en el fuego que primero llenaron la cámara de tesoros y luego la cerraron, es decir, cavaron el hoyo, lo llenaron y después lo taparon, y disimularon la entrada con la red de suministro de agua de la ciudad.
– No disimularon la entrada. La ocultaron detrás de un laberinto.
– Como verás, eso implica muchas horas de análisis y planificación. Trabajaron a conciencia para que nadie más que ellos pudiera llegar hasta el escondite. Si Hitler hubiera ganado la guerra, al cabo de pocos años hubieran sido dos de los hombres más ricos de Europa, una Europa gobernada por su país y por su partido, y nadie hubiera indagado el origen de su rápido enriquecimiento. Cuando vieron que la guerra estaba perdida, esos tesoros se convirtieron en su salvoconducto, en su garantía personal de supervivencia. – Pero Sauckel murió. Fue ejecutado en Núremberg.
– Pero no su familia ¿acaso no recuerdas que Fritz Sauckel era un antiguo marino mercante, padre de diez hijos? Por eso guardó silencio en Núremberg, es la única explicación posible. Viéndose perdido y sabiendo que, si entregaba los tesoros a los aliados, la alternativa era una cadena perpetua para él en alguna cárcel miserable mientras su familia pasaba estrecheces y necesidades, optó por callar, seguramente tranquilizado por algún pacto entre caballeros establecido con Koch, por el cual éste entregaría la mitad de las riquezas a la numerosa familia de Sauckel.
– Tiene sentido, sí. Pero Koch no cumplió su parte.
– Bueno, no lo sabemos… -murmuró dudoso-. A lo mejor lo hizo.
– Hubiera tenido que hacerlo otra persona por él, y hubiera necesitado ayuda, de manera que este escondite secreto ya no sería tal escondite secreto. ¿Para qué pintar, entonces, el Jeremías con las claves encriptadas en hebreo?
José apretó los labios con gesto de frustración y suspiró.
– Creo que tienes razón. Koch traicionó a Sauckel.
– Bueno -dije con resolución, cogiendo la mano de José-, no creo que el gauleiter de Weimar merezca nuestra compasión. Pongamos manos a la obra, cariño: en este cubículo hay una segunda puerta que debemos encontrar. A ti te toca inspeccionar el cuarto de los motores y a mí el aseo. Luego, los dos volveremos sobre este despacho, por si se me hubiera pasado algo por alto, ¿vale?
Necesitamos dos horas para llegar a la ultrajante conclusión de que no habíamos sido capaces de encontrar nada. Y, sin embargo, yo estaba segura de que lo que buscábamos estaba allí, que lo teníamos delante de nuestras narices y no podíamos verlo. Y eso me exasperaba y me encorajinaba hasta ponerme de un mal humor insoportable. Estaba acostumbrada a bregar con muros, sistemas de alarma, puertas blindadas, cajas fuertes y perros guardianes, pero no con argucias y artimañas mentales capaces de volver loco a cualquiera.
– ¿Nada…? -me preguntó José, desolado, desde el otro lado de la mesa del despacho. Sostenía en la mano la preciosa pitillera de plata firmada por Koch.
– Nada -admití, dejándome caer en uno de los sillones que había a mi espalda.
– ¿Estás completamente segura…? -me miraba como si yo fuera el reo y él el juez.
– ¡Maldita sea, José! ¡Si te digo que no he encontrado nada, es que no he encontrado nada! ¿Crees que te lo ocultaría? ¿Con qué objeto, eh?
– Quiero decir que si no has encontrado nada que te llame la atención, cualquier cosa que te haya resultado extraña, diferente… Lo que sea, desde alguna cuenta de esas facturas de Sauckel hasta un libro o el pedazo de jabón del cuarto de baño..
– Aparte de que ese pedazo de jabón mugriento pueda estar hecho con grasa del cuerpo de los judíos incinerados en Buchenwald (producto abundantemente fabricado en los campos de exterminio nazis), lo único que se me ocurre, así, ahora mismo, es que, entre los libros de los anaqueles he encontrado la versión en alemán de la novela de Céline que leí hace poco, Viaje al fin de la, noche.
– ¿ Viaje al fin de la noche…?
– Reise ans Ende der Nacht -le corregí-. Va de un soldado francés que resulta herido durante la Primera Guerra Mundial y que regresa a su país para trabajar de médico rural. Es una novela muy amarga, que resulta estremecedora por ese ritmo alterado y quebradizo del estilo de Céline, ya sabes: muchas admiraciones, muchos puntos suspensivos, frases terriblemente cortas… Céline fue acusado de antisemitismo y colaboracionismo con los nazis al terminar la guerra y estuvo bastantes años exiliado en Alemania y Dinamarca. Aun así, se le considera una de las figuras más notables de la literatura de este siglo. Por cierto que, cuando lo estaba leyendo, una noche entró Ezequiela en mi habitación para pedirme que…
La sangre se me heló en las venas. Enmudecí.
– Para pedirte… -me animó José, desconcertado por mi brusco silencio.
– ¡Lo tengo, José! ¡Ya lo he encontrado!
– ¿Lo has encontrado…? ¿Qué has encontrado?
No le hice caso. De un salto me puse en pie y, como una exhalación, llegué hasta las repisas donde se encontraban los libros. Recordaba perfectamente haber amenazado a Ezequiela con el grueso tomo del Viaje al fin de la noche, un único tomo, no dos como en la edición alemana. Era imposible publicar esa obra en dos partes tan voluminosas como las que allí había. Simplemente, el texto no daba para tanto, aunque lo hubieran impreso con letras del tamaño de una moneda de veinte duros. Podía equivocarme, es verdad, pero menos era nada.
– ¡Mira, mira! -grité alborozada: el primero de los dos libros contenía, en efecto, la novela de Céline. El segundo, sin embargo, resultó ser otro libro completamente distinto, al que le habían añadido unas tapas falsas-. Volk ans… Ge… wehr! Lieder-buch der…Nationalso… zialistis… chen Deutschen Arbei… ter Partei -balbucí dificultosamente. Una cosa es saber leer alemán y otra muy distinta pronunciarlo en voz alta.
– ¡Dios mío, no he comprendido nada! -se quejó José, arrebatándome el ejemplar de las manos y examinándolo con ojos de experto-. Volk ans Gewehr! Liederbuch der Nationalsozialistis-chen Deutschen Arbeiter Partei -moduló con su perfecto dominio de la lengua de Goethe, y, luego, tradujo:- ¡Pueblo al fusil! Libro oficial de canciones del Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes. Es una edición de 1934.
– ¡Ábrelo!
Haciendo pinza con el índice y el pulgar de la mano derecha, pasó rápidamente las hojas echándoles un ligero vistazo.
– Aquí hay algo -anunció, deteniéndose y abriendo el libro por la mitad.